EL DON SUFICIENTE

Cuando llegó a estar seguro de su vejez, el príncipe dijo a la buena hada:
–¡Ah!, buena hada, ¡cómo me habéis engañado! Me prometisteis que en mi camino encontraría en forma de mujer el perfecto ideal por quien moriría de amor; y en vano he caminado, al principio triste, finalmente cansado, y no la he encontrado.
–Eso si que es extraño – dijo la buena hada – Pues yo he tenido la precaución de colocar ante tus pasos, de poner a tu puerta las jóvenes más puras jóvenes y las mujeres más cariñosas. Estoy sorprendida de que tu anhelo no se haya cumplido. Pero, te lo ruego, cuéntame las vicisitudes de tu viaje, a fin de que sepa en que te han disgustado aquellas que todo lo tenían para encantarte.
–Este relato, – dijo el príncipe suspirando, – no podría hacerlo sin que se reaviven en mí amargas angustias. Sin embargo, puesto que tal es vuestro deseo, no os ocultaré nada, buena hada.

II

El príncipe dijo:
– Acababa de cumplir dieciséis años el día que ví asomada a la ventana a la hija del molinero, fresca como una flor y cantarina como un pájaro con los cabellos color de la paja. ¡Oh! ¡qué ojos inocentes tenía! No resultaba asombroso que ese día el cielo estuviese gris, puesto que todo el azul lo tenía ella en sus púpilas. «–¡Buenos días, hija del molinero! – ¡Buenos días, hijo del rey!» e intercambiando estas únicas palabras ya nos amábamos. Ella no dudó un solo instante, la inocente, en seguirme al bosque vecino; se sentó a mi lado sobre un roble caído; dejaba sus manos en las mías, no me prohibía, en la tierna soledad, bajo las ramas llenas de nidos, respirar la fragancia de la invisible flor que tenía en los cabellos. «¡Oh!, le dije, ¡escucha que bien canta esta curruca!» Ella suspiró, burlándose; yo me había equivocado; era mi amiga la que había hablado. Y me decía los cosas más divinas: que nunca ningún hombre antes que yo había turbado su indiferencia, que al verme había creído sentir abrirse en su corazón una rosa, y que esa flor, la rosa de nuestro amor, no se marchitaría nunca. ¡Yo os bendije, buena hada! ¡Había encontrado en mis primeros pasos el ideal deseado! Y creí que era feliz. Pero pronto vi que la hija del molinero me hablaba de ese modo porque yo era el hijo del rey; lo que ella deseaba en realidad no eran mis labios en su boca, era mi corona en su frente. Me eché a llorar decepcionado y seguí mi camino.
–Príncipe, dijo el hada, eres un observador muy sutil. Continua con tu relato, te lo ruego.

III

El príncipe reanudó su narración:
– Llegué a una gran ciudad donde había más mujeres hermosas que en ningún lugar de la tierra. A decir verdad, eran personas que carecían de virtud, que abrían sus puertas y sus corazones tras poca resistencia. ¡Pero eran tan adorablemente bellas! La que elegí – ¡yo le había hecho entregar mediante cuatro negros africanos como regalo un cofre lleno de diamantes del Brasil! – me acogió en una alcoba en la que al principio pensé que se habían deshojado las rosas más blancas del mundo y que habían nevado los copos más blancos del cielo; no, era ella la que estaba allí acostada. ¡Ah! ¡cómo la amaba! Qué locura haber adorado jóvenes, más ambiciosas que amorosas, que quieren casarse porque sois el hijo del rey. Yo detestaba las falsas ingenuidades, las hipocresías de esos pequeños candores, – ¡admiraba el esplendor sublime de la carne! ¡Os bendije, buena hada! pues jamás tan magnífica, tan perfecta, tan maravillosa criatura desnuda se había abandonado en los brazos de un amante. Había encontrado una especie de ideal, inferior tal vez, ideal sin embargo; y creí que era feliz. Pero no tardé en observar que mi amante, tan incomparable, tenía debajo de la nuca, hacia la espalda, una mancha casi invisible de color frambuesa morada; huí de allí decepcionado e intenté de nuevo los azares del camino.
– Príncipe, dijo el hada, no hay que mirar a las diosas tan de cerca. Continúa tu relato, te lo ruego.

IV

Le príncipe prosiguió:
– ¡He encontrado, he admirado, he poseído a muchas otras mujeres! Gracias a vos, que habéis preparado las etapas de mi itinerario amoroso, he visto por todas partes labios rosas, senos níveos y cabelleras relucientes de oro; pero, siempre en el instante en el que mi deseo iba a divinizarse en su completa realización, siempre, un sensible defecto, la aparición de una mancha, me desalentaba de la alegría, me hacía volver a caer en la desesperación de la insatisfacción. Una recién casada, virgen todavía por apenas haber dejado de serlo, me echó sus brazos alrededor del cuello. Mientras se entreabría su boca bajo mi beso, me acordé de su marido, feo, envejecido, entrecano; tuve un acceso de pavor, ante esos deliciosos labios, labios que él había tocado, y la rechacé como me negaría a recoger una flor donde repta una babosa. Una poetisa, para quien yo cantaba versos, me confesó, tras haber fingido admirarlos, que ella no comprendía porque yo había perdido el tiempo buscando tan bellas rimas; y había un hiato en el soneto que ella me dedicó a cambio. ¡Huí de allí! Me prendé de una actriz que representaba comedias burguesas en no sé qué teatro de no sé que ciudad. Era exquisita, con todas las ensoñaciones en los ojos y todas las ternuras en la voz. «¡Ah!, le decía yo, ¡cuánto os adoro! y cómo lamento que os veáis obligada a representar en salones forrados de cretona a la joven muchacha que se casa con el ingeniero, – ¡vos que modularíais tan deliciosamente, en el bosque cerca de Atenas, los arrullos de paloma donde desfallece el corazón de Hermia!» Ella me dijo: «¿Hermia? – Sí, le dijo yo, Hermia, en la comedia de Shakespeare»; y el nombre de Shakespeare la sorprendió, como un ruido que jamás hubiese oído. En fin, que más os podría contar buena hada, – ¡o hada malvada más bien! – vos os habéis burlado miserablemente de mí. Todas las innumerables enamoradas que me habéis ofrecidos – vírgenes o casquivanas, casadas, poetisas, actrices, ¡todas! – me han decepcionado, antes, durante, o después del beso mediante alguna desgarradora disonancia en la armonía de su encanto; y hete aquí que he caminado mucho, esperado mucho, y que finalmente estoy cansado, y que siempre llevo en el alma el amargo y cruel deseo del ideal en vano codiciado.

V

La buena hada guardaba silencio, reflexionando. Luego, entristecida, dijo:
– No me acusas sin razón, y reconozco que soy culpable. No del modo que piensas. Culpable sin embargo, Pues mientras para colmar tu sueño yo te ofrecía las jóvenes más puras, las más cariñosas he olvidado concederte un don sin el cual la perfecta dicha no puede existir, el don que hace felices a los amantes y que hace a los verdaderos poetas.
–¿Qué don? – preguntó él.
– El de no conocer nunca, aún siendo evidente, la imperfección en las bellezas humanas, de ver solamente lo que se desearía ver, – ¡la clarividencia que elige instintivamente! y si tú tuvieses ese don te hubiese bastado la primera sirviente llegada, o alguna muchacha de la acera para alcanzar el ideal prometido.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes