LAS DOS MARGARITAS I Lambert y
Landry, que no eran felices con su familia por ser hijos de personas muy pobres,
decidieron partir a través del mundo con el objeto de buscar fortuna. Se
pusieron en camino una mañana de primavera. Landry tenía quince años. Lambert
tenía dieciséis; eran pues muy jóvenes para vagabundear; con muchas esperanzas,
sentían sin embargo un poco de inquietud. Pero se vieron singularmente
reconfortados por una aventura que les aconteció al comienzo del viaje. II Entrando en el primer pueblo, Landry advirtió la presencia de una joven muchacha apoyada en la ventana, y apenas pudo retener un grito de lo bonita que le parecía. No, él no había visto nunca una persona tan encantadora; incluso no había soñado nunca que pudiese haber existido nada parecido. Casi una niña todavía, con cabellos tan ligeros y tan rubios que apenas se los distinguía del los rayos del sol, tenía la tez pálida, un poco sonrosada aquí y allá – flor de lis en la frente, una rosa en las mejillas; sus ojos se abrían como una eclosión de malvas donde lucía una perla de lluvia; no había labios que cerca de los suyos, no hubiesen querido ser abejas. ¡Landry no lo dudo! Arrancó, arrojándolo a lo lejos, uno de los pétalos de su margarita: aún el viento no había transportado el frágil despojo, cuando la niña de la ventana estaba en la calle sonriendo al viajero. Se dirigieron hacia el bosque vecino, con las manos unidas, hablándose en voz baja, diciéndose que se amaban; nada más que escuchándose, experimentaban tales delicias que creían estar en el paraíso. Y conocieron muchos momentos similares a ese primer momento, muchos días tan dulces como ese primer día. Hubiese sido la dicha sin fin si la niña no hubiese fallecido una noche de otoño, mientras las hojas marchitas, revoloteando en el cierzo, chocaban dando pequeños golpes en los cristales, como los dedos ligeros de la muerte que pasa. Landry lloró durante mucho tiempo; pero las lágrimas no ciegan hasta el punto de no poder mirar a través de ellas: cierto día vio a una bella transeúnte, vestida de satén dorado, con los ojos audaces y labios apetitosos; y arrojando al viento otro pétalo partió con ella. Desde entonces, despreocupado, pidiendo a cada hora tener una alegría y no durando cada alegría más que una hora, prendado sin descanso de lo que encanta, enloquecido, extasiado, pasó incontables días y noches entre todas las risas y todos los besos. La brisa apenas tenía tiempo de mover las ramas de los rosales y de levantar los velos de las mujeres de lo ocupada que estaba siempre en transportar los pétalos de la margarita. III La conducta de Lambert fue completamente diferente. Era un joven ahorrador, incapaz de malgastar su tesoro. Desde que se encontró sólo en el camino, se hizo a si mismo la promesa de cuidar el presente del hada. Pues, al fin y al cabo, por numerosos que fuesen los pétalos de la corola, llegaría un día en el que ya no habría más si los arrancaba a toda prisa. La prudencia exigía reservarlos para el futuro; actuando de ese modo actuaría en consecuencia con las intenciones de Primavera. En la primera ciudad por la que pasó compró una cajita muy sólida con una cerradura; allí dentro depositó la flor, decidido a no mirarla nunca; quería evitar las tentaciones. No habría cometido la falta de levantar los ojos hacia las muchachas de las ventanas, o de seguir a las bellas paseantes de miradas luminosas y labios tentadores. Razonable, metódico, preocupado de las cosas serias, se hizo mercader, ganó gruesas sumas de dinero. No tenía más que desprecio por esos atolondrados que pasan el tiempo en fiestas, sin preocuparse del día de mañana; cuando se presentaba la ocasión no dejaba de amonestarlos, de tal modo era respetado por las personas honestas; se era unánime en alabarlo, en mostrarlo como ejemplo. Y continuaba enriqueciéndose, trabajando de la mañana a la noche. A decir verdad no era todo lo feliz que hubiese querido; a su pesar, pensaba en los goces que se prohibía. ¡No habría tenido más que abrir la cajita y arrojar un pétalo al viento para amar y ser amado! Pero se contenía de inmediato de caer en esas peligrosas veleidades. ¡Tenía tiempo! Conocería la felicidad más tarde. Sería más adelante, cuando su margarita fuese deshojada. «¡Paciencia! no nos apresuremos!» No arriesgaba nada con esperar, puesto que la flor estaba segura en la caja. La brisa, rodando a su alrededor, murmuraba: «¡Arrójame un pétalo, arrójamelo para que pueda transportarlo y tú sonrías!» Pero él hacía oídos sordos; y el viento se iba a remover las ramas de los rosales y a pinchar en la mejilla de la jóvenes muchachas los encajes de sus velos. IV Pasaron muchos,
muchos años, y llegó un día en el que Lambert, visitando sus propiedades,
encontró en la campiña a un hombre bastante mal vestido que dormitaba en un
campo de alfalfa. Traducción de José M. Ramos |