LOS DOS PAÑUELOS I Esa mañana de verano, no pudiendo dormir a causa de la luz que atravesaba los cristales y las cortinas, – esa atontada de Roseta había olvidado cerrar las persianas, – la condesa Valentina decidió ir a pasearse por los bosques y los prados. Sería encantador una escapada entre las hojas húmedas, o por las altas hierbas donde brillan aquí y allá las gotas diamantinas del rocío. No tenía nada que decir contra los huéspedes del castillo que, sin excepción, viejos o jóvenes, le hacían la corte con la más halagadora insistencia, versificando para ella durante todo el día, a cada cual mejor. Pero por fin, una hora de soledad al aire libre, en el misterio soleado de los árboles, no disgustaría siquiera a una parisina; una puede tener ganas, cuando ya se ha oído todo lo que los hombres pueden decir, de escuchar los menudos trinos de los pajarillos. Saltó de la cama, no llamó a su doncella, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, – la vestimenta más sencilla del mundo, sin corsé, una camisa de seda natural, ceñida a la cintura con una cadena de jade blanca, un sombrero de paja gris, estrecho, sin cintas, que parecía una pequeña barca invertida, – y bajó la escalera, con unos ligeros clic-clac de taconazos en los peldaños, en el silencio de la residencia dormida. En el exterior se estaba despertando la magia de las mañanas de julio. Sobre los senderos del jardín, sobre los rosales estremecidos del parterre, y, más allá, en la linde del bosque de acacias, el día temblaba tan pálida y la niebla tan luminosamente, que la claridad parecía hecha de bruma y la bruma de claridad; era como una cortina diáfana que pronto se levantaría; los mil ruidos todavía adormecidos, a derecha, a izquierda, tan cerca, más lejos, por todas partes, ramas donde los pájaros sacuden sus plumas con bellos trinos, ramitas que se rozan, desde los primeros vuelos de los abejorros o de las avispas, los guijarros en la arena, movidos por el viento, todo era como la sonoridad dispersa, armoniosamente diversa, de una orquesta invisible que se estuviese afinando para la overtura de un ballet de sílfides. La condesa Valentina se sentía a sus anchas en esa renovación de las cosas, renovada ella también; tenía la impresión de una eclosión de si misma en la eclosión de todo; allí había lágrimas de aurora sobre sus manos, sobre sus brazos desnudos hasta el codo, como sobre las matas de hierbas recién floridas; el placer que una rosa debe tener abriéndose, ella lo experimentaba; no se hubiese sorprendido en absoluto si una abeja, que se hubiese equivocado, le intentase libar en un rincón de su boca la miel. Se puso a correr, porque un pájaro volaba. Atravesó el césped, mezclando con la diáfana niebla la transparencia de su falda, saltó el arroyo, penetró entre los grandes árboles; y, como habría creído ser, cerca del parterre, una flor, pensó que era un dríada en el bosque. Estaba sin aliento y radiante. La invadían recuerdos de idilios, con unos deseos de ser la ninfa o la pastora. ¿Es que ya no había jóvenes faunos acechando, emboscados detrás del follaje, prestos a saltar, con los pequeños pies descalzos que se apresuran hacia las fuentes, – ella hubiese quitado con gusto sus botines, por una concesión a la mitología – o jóvenes pastores tocando la flauta mientras las cabras rumiaban la amarga hierba? Pero lo que sobre todo le encantaba era el frescor de la brisa. Unos soplidos, venidos de no se sabe donde, le acariciaban la frente, los ojos, los labios, el cuello, imitando los besos furtivos de una boca un poco fría, levantando sus mangas, haciendo ondear su blusa, atreviéndose a deslizarse, como junto a un invisible arrodillamiento, bajo sus faldas levantadas, a lo largo de sus medias, más arriba que en las rodillas, hasta la liga, cuya cinta desatada y temblorosa la divertía con un cosquilleo. ¡Ah! el agradable escalofrío, de la cabeza a los pies, sobre toda la piel húmeda todavía de las tibiezas de la cama. Aspiraba el aire matinal, se ofrecía al viento, con un placer de velo que se abre; sonreía, reía, – estornudó. II Se puso seria.
Pues el caso era grave. Seguramente se habría resfriado; y, para una persona que
se enorgullecía con razón de una nariz delicada y menuda, un poco rosa hacia la
punta, nunca roja, – tener la nariz roja, ¡cielo santo! – no hay nada más
absurdo que estar resfriada. ¡Eso es lo que se consigue saliendo tan temprano!
Habría sido tan fácil quedarse en la cama, prudentemente. Y la desgracia era
inevitable: tendría un constipado que le duraría una semana; sentía, en las
narices, un cosquilleo continuo, irritante, insoportable. Resfriada ella,
resfriada, ¡como una mujer fea! Dando una patada a la hierba y a los musgos de
donde el rocío se esparció al igual que un vuelo de diamantes, buscó en su
bolsillo. Se duplicó su mala suerte. Se había vestido con tanta prisa, había
salido tan rápido, que había olvidado coger un pañuelo. Ahora bien el pequeño
picor, al extremo de la nariz, se hacia más intenso. No había nada que decir:
tenía ganas de sonarse, de sonarse en ese mismo instante, y como había caminado
muy rápido, luego corrido, debía estar a una buena legua al menos del armario de
madera portuguesa donde tantas batistas perfumadas, bordadas con su escudo
heráldico y tan blancas, estaban ordenadas una sobre otra como alas de palomas
que se aman. ¡La fatalidad siempre nos conduce a los extremos más duros!
Valentina pensó que su falda de muselina, bordada de valencianas... Pero,
¡levantar su falda, a sí misma, en pleno día, en el campo! No se decidiría a
hacerlo nunca. Tal vez pasase alguien en el preciso momento en el que ella
llevase a su nariz la tela ligera, y sería caso de morir de vergüenza, – sino de
pudor – al ser sorprendida en la ridícula actitud de una mujer ¡que se levanta
las faldas para sonarse! No, no, jamás. Más bien.. mas bien... ¿qué? ¿Qué medio
emplear? ¿Cómo salir de ese atolladero? ¡Ay! ¡ay ¡ ese molesto picor siempre.
Valentina arrancó una hoja. La hoja, demasiado delgada, demasiado lisa, se
rompió, se hundió, rechazó con obstinación prestar el imprevisto servicio que se
exigía de ella. Valentina cogió una flor; la flor, aplicada a las frágiles
narices, no sirvió más que para redoblar el intolerable cosquilleo. ¡En verdad,
algo extraordinario iba a pasar! Vencida por la irresistible necesidad, la
condesa, esa parisina exquisita, acostumbrada a los más deliciosos
refinamientos, iba a imitar a los brutales campesinos, a los negros salvajes, a
quienes el uso de los pañuelos parecería la más inútil de las superficialidades:
ya levantaba hacia su rostro los dedos con las uñas rosas de su pequeña mano,
cuando un ruido, muy cerca de ella, hizo que se volviera. Alguien, un campesino,
sentado delante de la puerta baja de una choza forestal acababa de estornudar, y
extraía de su bolsillo un pañuelo de algodón rojo, claro, aún plegado. III Era un hombre
muy joven, casi un niño, bajito, enclenque, con aire enfermizo, con unas manchas
rojizas sobre toda la cara. Llevaba una blusa azul, harapienta, abierta en el
pecho, que dejaba ver la delgadez del busto; sus pies estaban desnudos dentro de
gruesos zapatos gastados, sin cordones. Un miserable muchacho, sin duda
demasiado débil para ser empleado en los trabajos de la granja o de los campos,
y que, por miedo a los leñadores ladrones, se encargaba de vigilar los árboles
talados en montones iguales, que se agrupan en los claros. Desde el primer
vistazo se sintió en presencia de un abandono, de una tristeza, de una
minusvalía. Ese niño tenia aspecto de haber estado allí por un rechazo. Se
adivinaba el exilio en su soledad. Tenia en sus ojos apagados como en una larga
resignación, una vaga ensoñación, que ya no espera o que nunca ha esperado. Traducción de
José M. Ramos |