EL DUELO
Mariette y
Marianne decidieron saldar su disputa en un duelo a muerte. ¡De tal modo la
situación se hacía insoportable! Dado que su amante no quería renunciar ni a una
ni a otra, –¡oh, cómo lo odio, y cuánto lo envidio! – y puesto que no podían
resignarse a compartirlo, lo mejor era recurrir a un desenlace sangriento. A
Marianne o a Mariette pertenecería por completo el viudo de Mariette o Marianne.
¡Así sería! ¡No había más que hablar! ¿Las armas? floretes, ¿el lugar? ese mismo
salón, testigo de la provocación, y, durante algunos segundos, de las figuras de
las dos combatientes reflejadas en los dos espejos de Venecia adornados con
blanca vegetación donde podían verse dos Colombinas besando la máscara de
Arlequín.
En un instante se quitaron la ropa. Marianne no tenía puesta más que una camisa
blanca de encajes de Alençon y su pantalón de seda rosa; Mariette solo vestía su
camisa de encajes de Malines y su pantalón de seda azul.
¡En guardia!
Se saludaron ceremoniosamente antes de cruzar los hierros.
Estaban con los hombros y los brazos al desnudo, con una firme rigidez del pecho
bajo la transparente y blanca tela; – tan bellas y tan deliciosamente
seductoras. Aunque una de ellas, en breves instantes, se convertiría en una
forma muerta y fría a la que nadie besaría y que, a partir de ese momento, ya no
despertaría más pasiones.
Debido a su propia belleza, la rabia invadió sus corazones, aunque con menos
violencia en Marianne que, admirando a su adversaria, tenía la mirada dulce.
¡En guardia! Los floretes se cruzaron. Fue un combate tenaz, encarnizado,
encantador. Los pequeños pies, embutidos en zapatillas con perlas, golpeaban la
alfombra, los golpes al aire exageraban las formas bajo los pantalones, los
brazos se tensaban y los jadeos salían de sus bonitas gargantas...
Marianne profirió un grito.
Había creído ver sangre, ¡una gota de sangre en el pecho de su rival! Sin duda
alguna la habría herido, tal vez matado. Arrojó al suelo su arma, precipitándose
sobre Mariette, e invadida por el arrepentimiento comenzó a besar, llorando, la
herida que le había infligido. Tal vez, pensaba, – debido a algunas lecturas
recordadas – que podría curar a su víctima sorbiendo la sangre de la llaga.
Estaba tanto o más convencida de ello, toda vez que creía que en ese momento
Mariette parecía no experimentar ningún dolor; más bien respiraba con normalidad
aunque un poco jadeante. Sin embargo algo llamó la atención a Marianne; no
sentía en sus labios la humedad de la sangre. Se echó hacia atrás, miró y
sonrió... La herida que había besado era, a través de la blusa, ¡el pezón de
Mariette!
Traducción de
José M. Ramos
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