LA DULCE AMARGURA

Hacía cuatro años que ella había partido; se la creía muerta. Y él había quedado solo y no había dejado de pensar en la ausente. Fue en vano que otras mujeres hubiesen derramado por él lágrimas o mostrado sonrisas; nada podía distraer su corazón prisionero del recuerdo. ¡La desaparecida era tan bella! ¡Ambos habían conocido, fieles amantes, tantas deliciosas embriagueces! ¡Ah! ¡las queridas dichas de antaño jamás volverán por desgracia! Melancólico, amargado, con los labios crispados y los ojos enrojecidos por los llantos nocturnos, él pasaba por la vida como alguien que no tiene interés por ninguna cosa, por ningún ser. No creía siquiera en la felicidad de los demás, desde que la suya se había ido. Los escasos amigos que recibía en su domicilio, donde ella era tan a menudo recibida, donde ella ya no vendría, lo sorprendían a veces inclinado hacia un cajón abierto, besando con sollozos unas cartas, un retrato, unas violetas secas, todas las reliquias tan cruelmente preciosas del amor difunto. Y podía sentirse que ningún hombre de este mundo sufría tanto como él, como esa desesperación era irremediable. ¡Ah! ¡el pobre corazón viudo, con qué angustias se torturaba! Pero hete aquí que un día se supo que la joven no había muerto. Ella regresaba, iba a reaparecer, la volvería a ver. Lleno de alegría, un amigo le llevó la buena nueva al amante antes inconsolable; y éste creyó desfallecer de éxtasis escuchando al buen mensajero. No encontraba palabras, balbuceaba, tartamudeaba, ¡tenía en los ojos el brillo del Paraíso reencontrado! Pero, poco a poco, se fue ensombreciendo, pensando en no se sabe que cosa. Acariciaba con mirada melancólica, en el cajón abierto, las violetas, el retrato y las cartas. Y, en la habitación donde tanto había sufrido, se callaba en vano interrogado. Luego, finalmente, lentamente con la cabeza entre sus manos, exclamó: « Creo… sí, creo que me gustará más echarla de menos.»

Traducción de José M. Ramos
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