LA DULCE Y CRUEL LIMOSNA

¡Qué fea era la pequeña mendiga! y realmente resultaba bastante injusto que fuese fea hasta ese punto. Pues al no disponer de las bonitas prendas de las ricas señoritas, ni de los bailes, ni de los paseos por el Bosque en el coche de madres embajadoras o esposas de banqueros enriquecidos por ilustres quiebras, ¿no sería justo que al menos le fuese concedida la compensación de ser bonita? Bonita; poco se preocupaba de ese inútil sobreañadido; dado que podría tener por amante algún robusto muchacho, pobre como ella, mendigo como ella, ¡qué importa! sin duda indecente, un delincuente, un ladrón, con las manos ensangrentadas a veces, ¡eso daba igual! Lo que realmente valía la pena vivir era ser amada por no importa quién; la opulencia, la gloria, la probidad, la inocencia también, todo eso está entre los labios de dos seres que se besan apasionadamente en la boca. Pero era fea. Una rojez sucia se apagaba en sus ojos legañosos, bajo las desteñidas mechas cortas que colgaban semejantes a cabellos de ahogada; su boca, donde los dientes desiguales estaban amarillentos, ofrecía unos labios pálidos al amor que nadie quiere; y, flacucha en sus harapos agujereados, mostraba una piel rugosa y rojiza que obligaría al más dispuesto acosador de chiquillas a aconsejarle que se tapara. ¿Cómo? ¿fea a los quince años? Nada tan inconcebible ni nada tan amargo. Por desgracia, abril sin perfumes, mayo sin rayos de sol, o la adolescencia sin gracia, es la peor de las melancolías. De todos mis penosos recuerdos, el más horrendo es el de haber visto una mañana de primavera, una muy pequeña y raquítica gavanza en la punta de una ramita negra; no era ni rosa ni blanca, casi gris, es decir fea, – ¡una gavanza fea! – y que tenía por remate atroz de algún misterioso rencor, una sucia gota de lodo salpicada al paso de una carreta.
Ahora bien, completamente digna de inspirar piedad, esa especie de clemencia por el asco, la pequeña mendiga se encontraba una tarde del pasado verano en un sendero del bosque de Meudon. Sin pensar, por costumbre, y balbuceando no sé que palabras, tendía la mano hacia los escasos paseantes. Unos ni siquiera la veían; eran decentes burgueses, con sus esposas y sus hijos, – probablemente personas ricas. Otros le daban centavos, tomándola por ciega a causa de sus apagados ojos; eran pobres diablos que disponían, antes de partir, de algunos francos para su expansión por el campo. No tener casi nada aconseja a ser caritativo con aquellos que no tienen nada en absoluto. Ella ni siquiera decía gracias a los paseantes que le daban limosna. Le daba igual comer o no por la noche, después de la triste jornada mendigando. Lo que le gustaría nadie se lo podría dar; no, ¡nadie le daría el beso que ella quería! y, más adelante, muriendo de miseria, conocería la espantosa desesperación de morir sin añoranzas. Hay criaturas tan miserables que incluso la desilusión les es desconocida.
Mantenía la mano tendida siempre.
Pasaron dos enamorados. ¡Estaban radiantes y triunfales!
La enamorada, más perfumada que los bosques, – pues, desconfiando de los aromas forestales, se había echado en su aseo las más raras fragancias producto del genio de los químicos modernos,– se dedicaba a rozar con su vestido mundano los matorrales quebrados a su paso; y su sombrero, de la mejor casa de modas, aleteaba bajo los follajes entre las alas de las mariposas celosas. ¡Era la más exquisita de las parisinas! Emanaba de su carne, entre toda la naturaleza, un artificio exquisito; su voluntad de ser bella y su gloria de haberlo logrado desafiaban la inconsciencia de las cándidas flores y los simples verdores; ella situaba el triunfo de su adorable mentira entre la ingenuidad de las cosas; su salón conquistaría el campo; y, completamente parisina, los pajarillos silvestres estaban radiantes de ser vencidos por el canto de su voz, perfecta y metódica como la de una diva que aprende a no cantar en falsete.
Él, el enamorado, muy cerca de ella y abrazándola, la miraba. ¿Qué cosa mejor podría haber hecho? Puesto que ella había consentido en seguirle por una bucólica extravagancia, en la casi soledad de ese alejado lugar florido, sería estúpido prestar la menor atención al cielo azul o a las hayas desplegadas a su alrededor; él no debía tener más objetivo que admirar y amar a la incomparable amiga que no tenía temor de afrontar por él las espinas y los guijarros de los senderos, y que, tal vez, en el fondo de su tierna misericordia, no vería como absolutamente imposible el extremo de un abandono, pronto, cuando cayese la noche, entre la vegetación de algún asilo campestre donde, en el suelo de musgo, algún viejo roble se curva hasta conformar una especie de diván. Y el amante, caminando, estrechaba a la joven contra su pecho con toda la sincera pasión de la que puede dar muestra un hombre que debe a numerosas lecturas y a una experiencia apreciable el conocimiento de lo que reservan de desmentido al deseo el después de las caricias y el día siguiente a la felicidad.
Sí, verdaderamente se amaban. Se amaban a la perfección. Él veinticinco años, ella treinta; él, dando muestras aún de un poco de natural ardor adquirido ya en el arte de amar, ella capaz todavía de abandonarse, aunque experta, hacia las ingenuidades apenas olvidadas; él subiendo, ella volviendo a bajar un poco la ruta que va de la primera esperanza al primer rencor, por desgracia se habían, pasados tres meses, encontrado a medio camino; y se regocijaban en ese alto. Este favor les había sido concedido por las compasivas providencias de no haber tenido, durante noventa días, siempre juntos, una sola hora de tedio; y, ved su candor paseándose el domingo por el campo.
Creyéndose solos en un caminito del bosque de Meudon, se abrazaron.
Un ruido, muy cerca de ellos, los turbó; ese ruido era el balbuceo de la pequeña mendiga que tendía la mano. Hacía unos instantes que ella los seguía, los miraba. ¡Qué guapos eran! ¡qué felices eran! y, en ella, fea y no amada, ¡cuánta miseria! Pero contemplándolos mendigaba por hábito.
El amante se volvió hacia la mendiga, y esbozando una triste sonrisa al verla tan fea, buscó alguna pequeña moneda en el bolsillo de su chaleco.
Pero la enamorada también había visto a la mendiga, y, mujer, había penetrado muy rápido en esa alma de niña; de inmediato había comprendido la tristeza de la miserable que tendía su mano, no atreviéndose a tender su corazón, escudilla más mendigante todavía.
Y con voz, cuya clemencia suavizaba deliciosamente la melodía, dijo:
–No, mi amor, no es dinero lo que hay que dar a esta pobre muchacha. ¡Ah! desde luego, celosa como se pueda ser cuando se adora con la pasión de la que te doy prueba, nada me sería tan insoportable como el pensamiento de verte conceder a cualquier otra la menor de las caricias que todas me son debidas a mí únicamente. Y podría llegar a cometer las más furiosas extravagancias, si supiese que de un labio incluso distraído, rozas otros labios que no tengan con los míos más que una ligera semejanza de perfume. Pero hay casos en los que el deber ordena imponer silencio, aunque sea con una extraña rabia, al egoísmo bien natural del amor; y hay que saber sacrificarse al respecto. Yo seré fuerte por caridad. A esta chiquilla que tú consideras con la angustia ardiente de toda su alma en sus ojos, te ruego, mi querido amor, que le des la limosna de un beso.
¡Él se indignó! ¡Qué fantasía tan peculiar! Él, un beso, a esa niña de los caminos! Si la chiquilla hubiese sido menos fea tal vez hubiese tenido menos repugnancia en obedecer.
–Sí, en los labios, un beso – dijo la enamorada – un largo beso en los labios.
Él se atrevió a hacer algunas objeciones aún. Pero con un gesto que no admite replica, ella exigió una sumisión completa, inmediata. Entonces, resignado, él se inclinó, muy apuesto, hacia la mendiga atónica y también deslumbrada, y, muy ampliamente, muy ampliamente, como le fue ordenado, él la besó en la boca, en esa triste boca pálida por primera vez extasiada.
Luego los dos amantes se perdieron en la profundidad del bosque. La que había recibido la limosna quedó en el camino, inmóvil, más asombrada y encantada que si alguna noche de verano los cielos hubiesen dejado caer una estrella en su pobre mano tendida.
¡Oh, joven mujer, oh, parisina, que de una de las delicias que te pertenecían por completo, diste una limosna a unos pobres labios sin besar!; ¡tú que, con una caricia de tu amante has consolado a la niña desheredada de las caricias!; ¡generosa donante de una parte de la más preciosa de tus riquezas!; ¡bendita seas y festejada por siempre por esa misericordia! ¡Que todas las dichas te sean concedidas en recompensa por la dicha que has dado! ¡Que siempre te ame y que nunca te engañe aquél al que tan magnánimamente obligaste a la traición!; ¡que siempre tus sonrisas, incluso ya anciana, sean envidiadas por la sonrisa de las rosas de julio! ¡que tu espejo, como salario por tu adorable bondad, te muestre eternamente una belleza sin parangón!– y, puesto que tú diste la limosna de ese beso, ¡que todos los besos, hasta el fin de tus días, te sean dulces! ¿Quien sabe, sin embargo, si creyendo ser buena no fuiste tal vez cruel, transeúnte caritativa? ¿Quién sabe si no ha quedado en los labios de la mendiga, el recuerdo devorador de tu presente? La desdichada podía soportar la desesperación de tener unos labios donde jamás se posan otros labios antes de conocer la embriaguez de la boca en la boca. ¡Ahora piensa que el paraíso es posible en la tierra! y ella ya no lo tiene, jamás tendrá ese paraíso. Tal vez deambule por las caminos y los domingos por las afueras, esperando encontrar enamorados que dan a las mendigas esas limosnas del cielo. No los encontrará, estará desolada, con la espalda apoyada en un árbol, tendiendo la mano, no atreviéndose a tender los labios, afligida y alelada; y, alguna noche sin duda por el recuerdo desesperado irá hacia el río que discurre no lejos del camino por donde tú pasaste; se inclinará hacia el agua, hacia el agua clara y negra, tan profunda, y, aspirando una última vez con sus labios su alma en el recuerdo aún de la deliciosa y fatal limosna… Pero la muerte es clemente también con las pequeñas suicidas. Tan fea cuando viva, la pobre, será menos fea muerta sobre las larga losa cuando la hayan sacado del río; más pálida, más blanca, con los ojos velados por los dulces párpados cerrados; y, a partir de ahora sin amargura, puesto que la equidad de las celestes bodas reserva a los más bellos ángeles por esposos a las más feas elegidas, el recuerdo del único minuto exquisito pondrá sobre los labios de la difunta una sonrisa esperanzada.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes