LA DULZURA DEL MONSTRUO

Por toda la tierra, – en la época en que los caballeros hacían torneos venciendo a las aladas tarascas y a los dragones que vomitaban llamas – circuló el rumor que, en un antro, cerca del mar, habitaba un ser misterioso más temible que las más salvajes bestias. Qué especie de ser vivo o ente viviente era, nadie habría podido decirlo, puesto que todos los que se habían atrevido a penetrar en su habitáculo no habían regresado. Por lo demás, observado la entrada de la gruta, jamás habríais sospechado el peligro que se encontraba más allá de su umbral; pues de la roca pendían unas ramas siempre floridas, llenas de pajarillos revoloteando y de abejas zumbadoras; y de su interior no venían. entre gritos de matanzas, ruidos de mandíbulas entrechocando o rasgaduras de garras afilándose en la piedra, sino los sonidos de una deliciosa música lejana que era como la voz de un pájaro maravilloso en una brisa perfumada,. ¡Desgraciado el viajero imprudente que, encantado por la ilusión de las floraciones y del canto, intentaba la aventura de enfrentarse con el monstruo desconocido! Tras un silencio atravesado de tiernos lamentos, las personas que pasaban por allí oían grandes gritos, ¡los gritos de alguien que un tigre desgarra o devora! Y el hecho era incuestionable: el viajero jamás volvía a salir al aire claro y azul del día; sin duda, el suelo del antro, como el de un espantoso osario, estaría repleto de osamentas blancas en la oscuridad.
Ahora bien, en esa época había tres hombres igualmente famosos, por razones diversas, entre todos los humanos; eran el emperador de Sirinagor (reinaba sobre veinte pueblos, y tal era su pomposa majestad dentro de su vestido de púrpura y oro, que las frentes de los más altivos potentados se inclinaban ante él, llenos de devoción religiosa y de espanto); el mercader Sëbahim, acreedor de todos los reyes del mundo (sus mil naves, que nunca naufragaban, transportaban de nación en nación los preciosos comestibles objeto de su tráfico, y poseía en diferentes países minas de oro y yacimientos de piedras preciosas, donde se empleaban noche y día obreros en mayor número que las hormigas de los caminos); el caballero Alfanor, en su armadura estrepitosa como el choque de dos ejércitos (era tan grande que, cuando estaba montado a caballo, podía rozar con su penacho la copa de los más altos sauces, y, para liberar princesas encantadas, había aplastado entre sus brazos, sobre los vestigios de los torreones derribados, a cien gigantes fuertes y altos como torres). Cuando estos tres hombres hubieron oído hablar del monstruo que habitaba en un antro cerca del mar, se emocionaron en su soberbia y resolvieron vencer al formidable ser desconocido, y he aquí que llegaron el mismo día,– seguidos por una multitud – ante la entrada florida donde los pájaros revoloteaban y las abejas zumbaban.
Cuando hubieron decidido por sorteo quién de los tres tendría el honor de intentar la primera aventura, el emperador, al que la fortuna había designado, avanzó hacia la gruta magníficamente. ¡Una muy melodiosa voz procedía de la oscura profundidad! Él se encogió de hombros y dijo: «¡Estrategia inútil! Tú eres terrible, sí, tú, al que me enfrento. ¿Pero qué fuerza y qué orgullo no se inclinarían, sobrecogidos de respeto, ante mi sublime majestad?» Y entró con el cetro en alto.
Después de algunos instantes se oyó un clamor terrible, ¡el clamor de un dios que moría! El monstruo había realizado su obra acostumbrada; toda la multitud, con las rodillas temblando, temía y admiraba al ser que mostraba tan poca veneración por los emperadores.
A su vez el mercader Sëhabim caminó hacia el umbral del antro. La voz que salía de las misteriosas sombras era más dulce todavía. Se encogió de hombros y dijo: «¡Estrategia inútil! Tú eres feroz, sí, tú, al que desafío. ¿Pero qué violencia y qué rabia no se apaciguarían, transformadas en humildes y ávidas súplicas, ante mis deslumbrantes riquezas?» Y entró, llevando entre sus manos un cofre luminoso completamente abierto repleto de diamantes y piedras preciosas.
Tras unos minutos de espera pudo oírse la llamada desesperada de un hombre que sucumbía. El monstruo había triunfado una vez más. El espanto de la multitud iba aumentando con la mayor de las sorpresas: ¿Quién podía ser aquél que prodigaba tan violenta acogida a los portadores de pedrerías?
Avanzó el caballero Alfanor. Ninguna palabra podría dar una idea de la ternura con la que la voz llamaba, a lo lejos, ¡en las tinieblas! Él se encogió de hombros, y dijo: «¡Mediocre superchería! Tú eres formidable, sí, tú, a quien reto. Pero yo apreté leones contra mi pecho, ¡y esos leones, de pronto, cesaron de rugir! Me he paseado, como un segador por trigales cosechados, entre cadáveres de enormes hidras con las colas apagadas. ¿Qué coraje se atrevería a enfrentarse a mi valor? ¿y qué uñas, aun que fuesen de un diablo acostumbrado a vencer a los arcángeles, no se ablandarían con el acero jamás torcido de mi armadura?» Y entró, con la lanza en alto.
En menos tiempo aún del que había sido necesario para despachar al emperador y al mercader, el monstruo dio buena cuenta del caballero Alfanor. Entonces, cuando en una caída de armas sonoras se oyó el grito del guerrero expirando, la multitud, aterrorizada, volvió la espalda y se echó a correr en un tumulto desordenado como un ejercito en derrota.
Pero varios volvieron sobre sus pasos a causa de alguien que los llamaba diciendo:
–Esperad, os lo ruego; aquellos que han entrado en el antro no sabían sin duda como tendrían que actuar para someter al monstruo, y yo también quiero intentarlo.
Tan espantados como estuviesen las personas que habían regresado sobre sus pasos, no pudieron impedir reírse.
Aquél que quería combatir al vencedor de los tres más famosos hombres de la tierra, era un pequeño pastorcillo, un muchachito con aires de chiquilla. ¡Ah! ¡Qué lejos estaba de tener la gloria, las riquezas y la fuerza! No tenía incluso un vestido, cubierto de harapos. Se le encontraba a menudo por los senderos de los bosques, cantando a media voz canciones, canciones singulares, lastimeras, que no se comprendían, o recogiendo violetas en el musgo que reunía en ramilletes. Más de una vez, el amo de la granja donde trabajaba había estado obligado a golpearlo porque a menudo ocurría que ese pequeño perezoso, no llevaba el rebaño a pastar a la hora acostumbrada, tan ocupado como estaban mirando las primeras estrellas nacer y estremecerse en el cielo. Y siempre tenía en los ojos una ternura, una ensoñación, que provocaban la burla de todos.
–¡Ah!, dijeron las personas, ¡he aquí un bromista, en verdad! ¿Vas a triunfar tú donde fracasaron los más majestuosos de los emperadores y el más rico de los mercaderes y el más valiente de los caballeros?
Él no replicaba. Entró en la gruta, sin cetro, sin ricas ofrendas y sin armas; solamente con las ramas floridas bajos el revoloteo de los pajarillos y las abejas. Había recogido una rosa muy pequeña. Realmente habían dejado de reír y lo compadecían. ¡Pobre muchacho! ¿Qué locura lo había arrastrado? pronto se iba a oír el grito, el horroroso grito de muerte. No, al contrario lo que se oía era, más tierna que nunca, la deliciosa música; pero ahora parecía cantada por dos voces melodiosas. Y pasó una hora. Y el asombro se acrecentaba, y se volvió similar al estupor que se experimentaría ante el más insólito de los prodigios, cuando el pastor reapareció bajo las floraciones de la entrada, sano y salvo, radiante, estrechando contra su pecho a una joven mujer en traje de seda y de sol, tan ella que no se podía decir que hubiese sobre la tierra una princesa tan bella como ella. Y esta exquisita criatura lo miraba, humilde y turbada, con ojos lánguidos de dulzura y delicia.
Entonces, él, el muchacho vencedor, ante la extasiada multitud, dijo:
–Aquí tenéis el monstruo que habitaba en el antro cerca del mar. Es el más formidable de los seres, en efecto, ¡puesto que es una mujer! Pero la mujer, atroz y devoradora, que no sabrán someter la majestad, ni la riqueza ni la fuerza, se la gana fácilmente, cuando se la sabe tomar y basta hablarle de amor, con un corazón sincero, ofreciéndole una flor.

Traducción de José M. Ramos
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