EL EDREDÓN

La pequeña esposa y el joven esposo, tienen esta noche una gran diputa, con caricias y risas, a causa del edredón. Él, al que una ardiente sangre quema las venas e hincha el cuello, está completamente jadeante bajo la envoltura de plumón, y le gustaría apartarlo; pero ella, en su friolero pudor, se ha atrincherado allí y se aferra a él encarnizadamente con sus diez dedos.
–¡Es tan pesado!
–¡No, es muy ligero!
–¡Me asfixio!
–¡Yo tirito!
Y así se producen, entre cóleras divertidas, largos debates, y casi una lucha en la que los felices brazos se enredan, y el grito de las imprevistas cosquillas, y la reconciliación del beso. ¡Oh, dulce combate del lecho conyugal, cuando la luna de miel todavía se eleva deliciosamente en las nubes de las cortinas del horizonte de la alcoba! Finalmente triunfa la pequeña esposa, y, bajo el acariciador sopor, se duerme, lentamente, solo con la nariz fuera de las sábanas. ¿Duerme? ¡El marido sigue con su proyecto! Poco a poco, evitando cuidadosamente reír por temor a que ella no se despierte, levanta el edredón y tira de él, lo hace deslizar, lo empuja, lo mira extenderse sobre la alfombra en suave caída. ¡Ya está! ¡Él respira satisfecho a pleno pulmón! ¿Pero ella va a temblar de frío, sin duda, la friolera durmiente, y abrir sus párpados, y quejarse? No, en absoluto. Aunque el edredón no esté ya en la cama, ella siente una calidez que le cubre todo el cuerpo de delicias; con una sonrisa de bienestar abre su boca donde brillan los dientes radiantes; y dulcemente oprimida, sin abrir los ojos, pensativa, dice:
– En verdad que es pesado y que asfixia un poco.

Traducción de José M. Ramos
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