ÉGLOGA A LA SALITA

Tras haber hablado largo rato de trapos, y haber comparado durante mucho tiempo los méritos de las costureras más reputadas, las dos mundanas, en la iluminada salita de seda color paja, – ¡pues ambas eran morenas! – donde las tazas de té humeaban ligeramente, sobre un velador de laca, comenzaron a hablar de las amantes de sus maridos.
LA BARONESA .- Yo me adapto muy bien a ser engañada por el Sr. de Marciac. Eso me produce, durante la noche una amable soledad que me resulta completamente placentera. Lo mejor de los maridos es su ausencia. Pero estoy particularmente agradecida al mío por haber elegido por amiga a una mujer encantadora.
LA CONDESA .- Cierto es que la fidelidad de los maridos supondría un gran estorbo. ¡Tenemos tantas cosas que hacer! Las visitas, las cenas, los bailes, los flirteos también, ocupan un tiempo considerable. Y, como vos, estoy tan satisfecha de ser engañada porque el Sr. de Valensole ha optado por alguien a la que yo no sabría censurar.
LA BARONESA .- Nosotras tenemos mucho que hacer y hemos de vivir una vida tan completamente diferente a la suya, pero hay entre nosotras y aquellos de los que llevamos el apellido, un poso de solidaridad, debido a que de algún modo participamos en sus éxitos o en sus fracasos, en sus placeres o en sus penas; y enrojeceríamos, no solamente por ellos, sino por nosotras mismas, si éstos sucumbiesen a amores indignos.
LA CONDESA .- El cariño que al principio les hemos dado, no lo hemos recuperado por completo; lo que ellos han conservado se mezcla con la cantidad de ternura personal de la que hacen gala en favor de otras personas; y no veríamos humilladas, si algo de nosotras se viese envilecido en unas relaciones poco recomendables.
LA BARONESA .- ¡Gracias al cielo, yo no tengo nada que temer en ese sentido! La amante de mi marido es de noble cuna, casi principesca, ocupa en nuestra sociedad una situación muy ilustre y todos pronuncian con respeto el nombre que él susurra con amor.
LA CONDESA .- Yo me enorgullezco tanto como vos, pero por otras razones. ¡La amante de mi marido no es princesa precisamente! Es una diva de opereta, pero muy célebre, aclamada, adorada; por ella acuden los emperadores de Brasil y vienen los príncipes de Inglaterra.
LA BARONESA .- ¡Su belleza es divina! Alta, pálida, rubia, y como transparente, con aspecto de un sueño que camina.
LA CONDESA .- ¡Su simpatía es envidiable! Bajita, todo encanto y delicadeza, con unos hoyuelos en las mejillas, con unos senos y unos brazos, que parece una muñeca de carne rosada.
LA BARONESA .- ¡Su elegancia es incomparable! Luce con lenta majestuosidad la pompa de los vestidos largos, y sobre su frente real se iluminan los diamantes que se ha dignado a aceptar de mi marido.
LA CONDESA .- ¡Poca elegancia, pero mucho estilo! Con cualquier trapito de encajes arrugados, se encuentra especialmente exquisita; su falda corta tiene unos voladizos que turban, y ningún hombre no puede ver, sin peligro de perder la cabeza, la liga de zafiros y perlas que mi marido le ha regalado.
LA BARONESA .- ¡Además ella lo ama en verdad! puesto que, viuda desde hace dos años, ha rechazado, para no abandonar al Sr. de Marciac, la mano de un duque regente en una región de Alemania.
LA CONDESA .- ¡Ciertamente ella le es fiel! pues se asegura que, desde hace seis meses, no ha cenado más que con el Sr. de Valensole en los reservados del Voisin o de la Casa-Dorada.

De este modo departían las dos bellas mundanas en la salita de seda color paja, donde las tazas de té humeaban ligeramente sobre un velador de laca; y se sentían completamente sobrecogidas de piedad, – de una bonita piedad que desprecia y que ríe, – por la pobre señora de Baremonde, cuyo marido, según se aseguraba, era el amante de una burguesa apenas bonita, en cuya casa se jugaba a la lotería los miércoles, y por la pobre señora de Lurcy-Sevy, cuyo marido se ha encaprichado de la gruesa Constance Chaput, de los Bouffes, que tiene unos pies enormes.