EL EMPERADOR Y LAS MARIPOSAS

I

La quimérica tierra donde nuestros sueños hacen novillos estaba gobernada hace mucho tiempo por un joven emperador a la vez cruel y encantador, amable y siniestro, simpático y feroz. La bonita originalidad de sus caprichos llegaba hasta los límites de la barbarie, y más allá. Un día que se hartó de la blancura de las flores de lis, hizo matar con cuchillos de oro a muchas jóvenes mujeres en el parterre de su jardín, a fin de besar flores de lis rosas. Como le gustaba admirar la claridad titilante de las estrellas, una noche arrancó con sus propias uñas los queridos ojos de su amante favorita porque le impedían ver la deslumbrante belleza de los astros. Imaginaba las más delicadas enormidades. Para ir a la guerra tuvo un ejército innumerable de pequeñas muchachas rubias, muy bien disciplinadas, que atacaban sin debilidad a los más rudos soldados y los violaban después de la victoria con dulzura; los padres y las madres de esas niñas vieron con una penosa sorpresa su reclutamiento para semejante servicio militar. La originalidad de su despotismo implicaba cada día nuevas exigencias, enardeciendo de cólera cada vez más el corazón de sus súbditos. Por lo que se refería a sus súbditas, por duros maltratos que él les infligiese, y contra todo pronóstico, éste no les resultaba del todo desagradable a causa de una costumbre que tenía: dos veces cada verano (todos los hombres del país recibían la orden de mantenerse encerrados en sus casas), él se bañaba, completamente desnudo en un recipiente lleno de agua, ante el palacio imperial, bajo las miradas de las mujeres reunidas, ¡y era tan hermoso desnudo que ellas le perdonaban muchas cosas! Pero los padres, los amantes, los maridos se mostraban menos acomodaticios. Cuando estuvieron bien seguros de que su sutil y terrible amo no dejaría jamás de robar sus ahorros para poner bucles de diamantes en los zapatos de sus pajes, de vaciar sus camas en la suya con el indiferente gesto de alguien que se inclina para beber; cuando no les fue ya permitido creer que el emperador volvería a tener sentimientos honestos, comenzaron a pensar que era hora de sacudirse un yugo tan intolerable, y su irritación no conoció límites la mañana de julio en la que un decreto imperial ordenó que todos los habitantes masculinos del imperio, sin distinción de rango ni edad, se dedicarían a cazar mariposas, desde el amanecer hasta la noche, sin descanso, hasta que ya no hubiese ninguna sobre las hayas ni en los campos de alfalfa.

II

Eso ya era demasiado. Cazar a las mariposas, renunciar a las honorables tareas para seguir a través del bosque y las llanuras, – como hacen las chiquillas en el patio del convento, – unas alas frívolas que palpitan y no se posan. ¿Era eso lo que se requería de ellos? Se verían cosas extraordinarias: ¿magistrados abandonar las salas de justicia, banqueros huir de sus mostradores, tenderos salir de sus tiendas, con el único objetivo de hacer prisioneras bajo una red de seda a la mariposa que besa las rosas o que picotea las ortigas? ¿Por quién se les tomaba? Era cierto, habían soportado aventuras muy humillantes; habían tolerado – no podía ser de otro modo – que se les confiscase su dinero, sus esposas, casi también preciosas; habían consentido, con rechinar de dientes bajo sus sonrisas, en vestirse completamente de negro una noche de baile en la corte para que la blancura de las bailarinas desnudas destacase más sobre ese fondo oscuro; pero, en cuanto a lo de cazar mariposas no se resignarían jamás. Un notario, sobre todo, se mostró especialmente rebelde- En una o dos ocasiones se expresó de un modo que habría sido la envidia de los ciudadanos de las repúblicas de la antigüedad. «¡Morir antes que cazar mariposas!» fue la enseña verbal de los rebeldes. Tocó a rebato, y los insurgentes se dirigieron hacia el palacio donde el joven emperador, sin escuchar las vanas protestas, jugaba al ajedrez con una bella cortesana medio desnuda que, cada vez que levantaba el brazo para mover un peón, mostraba la mata dorada de su axila pelirroja. Los ballesteros y los mosqueteros cumplieron valientemente con su deber. Resistieron lo mejor que pudieron el asalto de la multitud burguesa; pero desgraciadamente sucumbieron bajo su número. Incluso el valeroso ejército de las muchachitas rubias no tardó en huir, porque la vista de tantos magistrados y tantos banqueros les resultaba muy desagradable para desear la especie de victoria a la que les obligaba la disciplina; y finalmente se produjo en los vestíbulos y en las escaleras un tumulto de muchedumbre triunfante que se precipita, que destroza puertas. Pero ese estrépito no inmutaba al joven emperador que jugaba al ajedrez sonriendo. Hacía tiempo que había previsto el probable fin de sus goces y caprichos; tenía a su alcance dos medios de sustraerse a la ira del pueblo: en el bolsillo de su traje de seda tenía un frasco lleno de un veneno delicado que mata con bellos sueños y al otro lado de la ventana abierta se encontraba un patio pavimentado de piedras preciosas en el que destrozaría sus miembros y esparciría su sangre sobre rubíes y amatistas. De modo que estaba completamente tranquilo. Pero la cortesana medio desnuda, cayendo a las rodillas de su imperial amante, dijo: «¡Señor! ¡señor! no os dejéis llevar por una peligrosa resistencia. ¡Renunciad a un vano capricho! ¿Qué os importan las mariposas de los jardines y de las praderas? ¿Acaso no tenéis todo lo que puede envidiar el mayor de los deseos? ¿Las mujeres más ardientes, las muchachas más tiernas, no son vuestras? ¿Quién se os ha resistido nunca? ¿Qué boca, desde que vos la quisisteis, no fue un beso bajo vuestros labios? ¡Ceded, una vez solamente! Dejadme decir a esos hombres furiosos que os retractáis del decreto que los irrita, y, como antes, conoceréis, sin peligro ni amargura, los triunfos y las delicias. Señor, ¿por qué odiáis a las mariposas blancas o amarillas que vuelan por parejas bajo los rayos del sol?» El emperador había dejado de sonreír. «¿Por qué las odio? ¡Escucha! », dijo en un rechinar de dientes, mientras que alrededor de ellos aumentaba el amenazante ruido de la turba.

III

« ¡Escucha! El otro día me paseaba por el lindero del bosque florido. Estaba feliz y alegre; la noche anterior, en una fiesta, entre todas las embriagueces que la vista pude deber a la blancura de las carnes y la rojez de los labios, había abrazado y poseído a las más bellas y orgullosas de entre las mortales. Unas princesas habían venido de países desconocidos para sonreír a mi deseo, a mi desdén tal vez, – princesas, campesinas también, – y a mi me invadía esa alegría de ver a una reina de rodillas, descalzar por placer a mi lasitud, a una joven sirvienta que se sonrojaba. Yo pensaba en esa agradable noche. Jamás había conocido el orgullo de lo todopoderoso. Portaba conmigo, como en un sueño, la certeza de que toda la belleza terrestre me pertenecía a mi solo! Pero vi sobre una mata, una gavanza muy enclenque, en brote aún, que incluso abierta, apenas tendría el aire de estar sana, una pobre flor que duda en nacer, temiendo no ser bonita una vez nacida. De repente experimenté furiosamente la pasión de ver abrirse a esa triste gavanza que nadie hubiese querido. «Florecilla enfermiza de una rama casi muerta, ¡oh! ¡florece para mi, –supliqué; sonríe, pobre pequeña, y más dulce que los demás me resultará el beso de tu frágil boca pálida!» Por desgracia rogaba en vano. En vano también, presa de cólera, daba a esa nadería la orden de abrirse, de abrirse de inmediato. Ella fingía no entenderme. ¡Oh rabia! a la señal de uno de mis chambelanes, tantas esposas y tantas vírgenes habían agrupado ante mi sus rosas blancuras ofrecidas, ¡y esta gavanza se me resistía en su frágil pudor! Pero me estaba reservada una humillación peor. Sí, mientras me quedaba inmóvil y silencioso, estupefacto por esa resistencia a mi capricho, una mariposa blanca se posó sobre la frágil florecilla, ¡y la vi abrirse en un delicioso despliegue de pétalos, bajo la palpitación de las alas! Por eso, ¿comprendes?, he jurado hacer prender y exterminar en todos los jardines y en todos los bosques de mi imperio, a las mariposas insolente…» Pero el joven emperador no tuvo oportunidad de continuar. Las puertas cedían bajo el empuje de la multitud. Iba a ser envuelto, a convertirse en el juguete de los burgueses furiosos. Tras un encogimiento de hombros, se arrojó por la ventana hacia el patio pavimentado de piedras preciosas, donde sus miembros se destrozaron, donde se esparció su sangre sobre los rubíes y las amatistas. Y cayó muy aprisa. Ni siquiera tuvo tiempo de agarrar al paso, –¡oh! con qué alegría la hubiese aplastado,– a la mariposa que revoloteaba allí, precisamente en el aire soleado, una de esas mariposas que las rosas prefieren a los emperadores.

Publicado en Gil Blas, 9 de abril de 1886
Traducción de José M. Ramos
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