ENFADO DERROTADO

Marión había jurado no reír. Estaba enfurruñada, muy desagradable. Se le dijese lo que se le dijese, estaba completamente decidida a mantener su seriedad. ¡Oh!, desde luego no reiría.
Para hacer florecer sobre sus labios alicaídos, – tan bonitos aunque en rictus de enfado,– la alegre rosa de la risa, no vacilé en contarle los temas de los más recientes y divertidos vodeviles. Me costaba rebajarme a tales medios. No importaba, le contaba el vodevil con elocuencia.
Ella permanecía muy seria con un encogimiento de hombros.
Entonces le hablé del último Forain y del último Willette, no sin insinuaciones escabrosas sobre el significado de las enigmáticas leyendas. Esperaba verla reírse, divertida y contenta; pues ella es proclive a manifestar su alegría adivinando lo que se debe fingir para no dar a entender.
Pero permaneció más taciturna y obstinada.
En mi insistencia, le conté un diálogo de Regnard, una poesía de Banville, le recordé un cuento de Armand Silvestre; incluso llegué a obligarla a recordar una juguetona aventura de Titania abanicando con un abanico de rosas almizcladas las orejas peludas de un amante con cabeza de asno.
Con desdén se volvió, siempre melancólica.
¡Usaba medios excesivos! Le afirmé que había visto, antes, en el bulevar, a un jorobada resbalar sobre el lodo ante la enorme rueda de un despiadado ómnibus; y la joroba era tan dura que la rueda se rompió al pasar por encima. No le oculté que, la pasada noche, en el estreno del teatro Cluny, su mejor amiga había tenido un aspecto absolutamente ridículo bajo un sombrero donde destacaban dos pájaros del paraíso; lo que añadía a lo cómico de la situación, era que la pluma de uno de los pájaros – cada vez que la espectadora, sentada en la segunda fila de los balcones, se inclinaba hacia escena – cosquilleaba en la calvicie de un caballero muy ocupado leyendo, en un folleto hábilmente ofrecido por la acomodadora, el texto de la Revista-
Ella no se reía, no, no se reía en absoluto.
¿Cómo? ¿sería lo bastante firme en su enfado para resistir a las más extravagantes anécdotas, para mostrar ante todas las bromas posibles un rostro impasible?
Yo pensaba… y por fin exclamé:
–A propósito, querida, ¡tú sabes que no te amo!
A estas palabras, la más loca de las risas sacudió sus cabellos, su blusa, la falda, e incluso pensé que en el exceso de su buen humor, agarrándose las costillas y no pudiendo más, se iba a caer sobre la alfombra si no la hubiese recogido en mis brazos, aspirando el aliento de su boca y besando sobre sus queridos labios la alegría resucitada.

Traducción de José M. Ramos
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