HISTORIAS TERRIBLES

 

EL ENTIERRO PREMATURO

(Según Edgar Poe)

 

Hay ciertos temas muy absorbentes, pero que son completamente horribles por pertenecer al dominio de la pura ficción. El novelista sobrio debe evitarlos ni no quiere ofender o disgustar. No resulta aconsejable insertarlos en una obra excepto cuando la seriedad y la majestuosidad de la Verdad los consagra y los apoya. Por ejemplo, nos estremecemos con la más intensa y dolorosa de las voluptuosidades ante el relato del paso del Bérésina[1], del terremoto de Lisboa[2], de la peste de Londres[3], de la masacre de San Bartolomé[4], o de la Sofocación de ciento veinte y tres prisioneros en el Agujero Negro de Calcula[5]. Pero en estos relatos, es el hecho, – es la realidad, – es «la historia» lo que los justifica. En tanto que invenciones, solamente las consideraríamos con horror.

He mencionado algunas de las más eminentes y augustas calamidades que se relatan; pero, en estas, es la extensión menos que el carácter de la calamidad lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No tengo necesidad de recordar al lector que, del amplio y siniestro catálogo de las miserias humanas, habría podido extraer algunos casos individuales más repletos de sufrimientos esenciales que ninguna de esas vastas generalidades de desastres. La auténtica miseria, en efecto, la suprema desgracia es particular, no difusa. Que el culmen espectral de la agonía sea soportado por el hombre-unidad y nunca por el hombre-multitud, – esto es lo que hay que agradecer a un dios caritativo.

 

***

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de dudas, el más espantoso grado de angustia que jamás haya acontecido al hombre. Aquellos que piensan, no cuestionarán que esto ocurra con frecuencia, con mucha frecuencia. Los límites que separan la vida de la muerte son extremadamente tenebrosos y tenues. ¿Quién puede decir dónde acaba el uno y comienza el otro? Sabemos que hay enfermedades que se caracterizan por la paralización total de todas las funciones aparentes de la vitalidad y en las que, sin embargo, si las denominamos bien, esas paralizaciones son sencillamente suspensiones. No son más que pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurre un cierto periodo y algún invisible y misterioso principio pone de nuevo en movimiento las alas mágicas y los engranajes encantados. La cuerda de plata jamás estaba distendida, ni el arco de oro irreparablemente roto. Pero en esel intervalo, ¿dónde estaba el Alma?

Hecha la abstracción, por otra parte, de esta inevitable conclusión a priori de que las mismas causas deben producir los mismos efectos, – que la ocurrencia  comprobada de estos casos de vitalidad suspendida debe  ocasionar naturalmente aquí y allá unos entierros prematuros, – abstracción hecha de esta consideración, tenemos el testimonio directo de experiencias científicas y ordinarias para establecer que un gran número de esos enterramientos han tenido lugar. Si fuese necesario, podría remitirme a un centenar de casos absolutamente auténticos. Se ha presentado uno de una naturaleza muy espectacular, no hace mucho tiempo en la ciudad de Baltimore, dónde provocó una dolorosa, intensa y muy extendida conmoción.

Uno de los más respetables ciudadanos – hombre de Estado y miembro del Congreso – vio a su esposa afectada de un mal repentino e inexplicable que burló la habilidad de los médicos. Tras muchos sufrimientos, la dama murió, o fue considerada muerta. Nadie sospechó en realidad, o no hubo lugar a suponer que no estuviese muerta efectivamente. Presentaba todas las apariencias ordinarias de la muerte. El rostro tomado por los contornos habituales, hundido y cetrino. Los labios mostraban la palidez del mármol. Los ojos estaban sin brillo. No había calor. Todo latido había cesado. El cuerpo fue conservado tres días antes de ser inhumado y, durante ese intervalo, adquirió una rigidez pétrea. En definitiva, se apresuraron los funerales a causa del rápido progreso de lo que se suponía se trataba de la descomposición. Se depositó a la dama en el sepulcro familiar, el cual permaneció intacto durante los tres años siguientes. Al final de este periodo, fue abierto para recibir un sarcófago. Pero lamentablemente, ¡qué espantosa conmoción esperaba al marido, quién, en persona, abrió la puerta! ¡Cuando las batientes se proyectaban hacia fuera, un objeto envuelto de blanco le cayó encima, entre los brazos. Era el cadáver de su esposa en el sudario, de su esposa no descompuesta todavía. Una minuciosa investigación puso en evidencia que la dama había revivido en los dos días que habían seguido a su entierro; – que sus esfuerzos en el interior del ataúd habían hecho caer este sobre el suelo donde se había roto de modo que permitió a la víctima salir de él.

Una lámpara, accidentalmente dejada llena de aceite en el interior del sepulcro, fue encontrada vacía;  pudiese ser que hubiese sido por la evaporación.

 

***

 

Sería muy fácil multiplicar historias como esta; pero me abstengo de ello; no tenemos necesidad de tantos ejemplos para establecer que se producen enterramientos prematuros. Cuando reflexionamos sobre las escasas posibilidades de descubrir estos casos, por su propia naturaleza, debemos admitir que pueden tener lugar frecuentemente sin llegar a nuestro conocimiento; y, efectivamente, jamás se ha trasladado un cementerio por un motivo cualquiera, de una cierta extensión, sin que se encontrasen esqueletos  en actitudes que sugieren la más espantosa de las sospechas.

Espantosa, en efecto, la sospecha, ¡pero más espantoso el hecho! Se puede afirmar sin dudar que ningún acontecimiento está tan terriblemente combinado de manera que produzca el mayor de los deterioros físicos y mentales que el entierro antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, – las exhalaciones sofocantes de la tierra húmeda, – la adherencia del cuerpo a las vestimentas mortuorias, – el rígido abrazo del estrecho habitáculo – la negrura de la Noche absoluta – el silencio parecido a un mar que engulle– la presencia invisible, pero palpable, del Gusano Conquistador – esas cosas, junto con el pensamiento del aire y de la hierba, allí encima, con el recuerdo de los queridos amigos que quisieran socorrernos para salvarnos si estuviesen informados de nuestra suerte y ser consciente de que no pueden de ningún modo ser informados, – que nuestro destino desesperado es el de los verdaderos muertos, – esas consideraciones, digo, hacen entrar en el corazón que aún late, un cúmulo de espantoso e intolerable horror, ante el cual debe echarse atrás la imaginación más temeraria. No conocemos nada tan angustioso sobre la tierra, – no podremos conocer nada  que sea la mitad de odioso en el reino del más bajo infierno. De modo que todas las narraciones sobre este tema tienen un profundo interés, – un interés sin embargo que, a causa de la solemnidad terrible del propio tema, depende estricta y particularmente de la verdad del caso contado.

Lo que tengo que decir ahora es algo que ocurrió en la actualidad y que forma parte de mi experiencia positiva y personal.

 

***

 

Hace algunos años, yo estaba afectado de ese mal extraño que los médicos han acordado denominar catalepsia, a falta de una nomenclatura definitiva. Mi propio caso no difería, salvo en algunas particularidades poco importantes, de aquellos mencionados en los libros de medicina. Algunas veces, sin una causa perceptible cualquiera, caía poco a poco en un estado de medio síncope o de medio desvanecimiento; y, en este estado, sin dolor, sin posibilidad de moverme, o, hablando estrictamente, sin poder pensar, pero con una vaga y letárgica consciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, permanecía así hasta que la crisis del mal me devolviese repentinamente una perfecta percepción. En otras ocasiones fui rápida e impetuosamente golpeado. Enfermo, mudo, frío, vertiginoso, y caía de inmediato en postración. Luego durante semanas, todo estaba vacío, negro y silencioso. El Universo se convertía en Nada. Era el paso supremo hacia la aniquilación total. De estos últimos ataques me despertaba lentamente en proporción inversa a lo repentino del ataque. Como el día amanece para los mendigos sin amigos y sin casa, que vagabundean por las calles a través de una larga y desolada noche invernal, – todo tan tardíamente – todo tan penosamente – todo tan alegremente – me regresaba la luz del alma.

Abstracción hecha de la tendencia a la catalepsia, mi salud general parecía buena. Al despertarme de ese sueño jamás podía tomar de inmediato posesión entera de mis sentidos, y quedaba siempre durante algunos minutos en un estado de trastorno y perplejidad: las facultades mentales y la memoria especialmente en un estado de absolutas vacaciones.

En todo lo que pasaba no había sufrimiento físico, pero sí una infinidad de dolores morales. Mi imaginación se convertía en un osario. Hablaba de «gusanos, de tumbas y de epitafios»; estaba perdido en mis sueños de muertos; y la idea de un entierro prematuro se aferraba perpetuamente a mi cerebro. El horrible peligro al que estaba expuesto me turbaba día y noche. Por el día, las torturas de la meditación eran excesivas; por la noche, supremas. Cuando la odiosa oscuridad se expandía sobre la Tierra, entonces, con un verdadero horror mental, me estremecía – me estremecía como las palmas temblorosas de la carroza fúnebre. Cuando mi cuerpo no podía soportar más el estado de vigilia, después de tanta lucha, era cuando me resignaba a dormir, pues me estremecía con la reflexión de que, despertándome, podría encontrarme siendo el inquilino de una tumba. Y cuando, finalmente, caía en el sueño, era para precipitarme en un mundo de fantasmas por encima del cual, con enormes alas negras, que hacen sombra, planeaba, predominante, única, ¡la idea del sepulcro!

Tales ensoñaciones nocturnas, prolongaban su temible influencia en mis horas de vigilia. Mis nervios se desataron y me convertí en presa de un espanto continuo. Vacilaba en montar a caballo, o en pasearme, o en dedicarme a realizar cualquier tipo de ejercicio susceptible de alejarme de mi casa; no me atrevía a arriesgarme a estar fuera de la presencia inmediata de los que conocían mi tendencia a la catalepsia. Dudaba de los cuidados, de la fidelidad de mis más queridos amigos. En vano se esforzaban en tranquilizarme con las garantías más solemnes. Yo exigía que me prometiesen con los juramentos más sagrados que, en ninguna circunstancia, me enterraran antes que la descomposición fuese lo sensiblemente y bastante avanzada para hacer imposible toda salud posterior. Pero, a pesar de todo, mis terrores mortales no querían escuchar ninguna razón, no querían aceptar ningún consuelo. Me dediqué a tomar una serie de meticulosas precauciones. Entre otras cosas, hice construir el sepulcro de mi familia de modo que pudiese ser rápidamente abierto desde el interior. La presión más ligera sobre una larga palanca que se extendía a lo lejos en el sepulcro bastaba para hacer volar hacia atrás los batientes del portal de hierro. También lo  había acondicionado para la libre entrada del aire y de la luz, y provisto de convenientes receptáculos para las vituallas y el agua en las cercanías del ataúd destinado a recibirme. El ataúd fue cálida y suavemente forrado: con una tapa más o menos de la misma forma que la puerta, y a la que se añadieron resortes mecánicos de modo que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para poner al cautivo en libertad. Además de eso, una gran campana colgaba del tejado sepulcral, y su cuerda estaba destinada a extenderse, a través de un agujero, hasta el ataúd, y también a estar sujeta a una de las manos del cadáver.

Pero, por desgracia, ¿qué puede la vigilancia humana contra el destino? Estas precauciones, tan bien combinadas, no bastaron para salvar de las extremas angustias de la inhumación prematura a un miserable condenado a esta agonía.

 

***

 

Se presentó un momento – como tantas otras veces se había presentado – en el que me encontraba regresando de la insensibilidad absoluta hacia el primer, débil e indefinido sentimiento de existencia. Lentamente – con una graduación de tortura  se acercaba el pálido y gris crepúsculo del día psíquico. – Una inquietud torpe, – La resistencia apática de un dolor pesado – Ningún cuidado. – Ninguna esperanza. – Ningún esfuerzo. – Luego, tras un largo intervalo, un tintineo en los oídos; después, tras un tiempo más largo todavía, una sensación de picoteo u hormigueo en las extremidades; después un periodo, en apariencia eterno, de agradable quietud, durante  la cual los sentimientos que se despiertan se debaten hacia el pensamiento; luego una breve recaída en el no ser; después, un recubrimiento repentino; más tarde, el ligero temblor de un párpado, e , inmediatamente después, el choque eléctrico de un terror mortal e indefinido que envía la sangre en torrentes desde las sienes hasta el corazón. Y ahora, el primer esfuerzo positivo para pensar; y ahora, el primer intento de regresar; y ahora, el éxito parcial y desvaneciente; y ahora la memoria recobrando lo suficiente su dominio para que, en cierta medida, fuese consciente de mi estado. Siento que no me despierto de un sueño ordinario, recuerdo que he estado sometido a un ataque de catalepsia. Y entonces, finalmente, como por la entrada precipitada de un océano, mi espíritu se vio estremecido y dominado por el terrible peligro único, por la espectral y siempre predominante única Idea.

Durante algunos minutos, después de que esta idea se apoderase de mí, permanecí sin movimiento. ¿Por qué? No podía  añadir mi valor a mi movimiento. No me atrevía a hacer el esfuerzo que me convencería de mi suerte. Y sin embargo había algo en mi corazón que murmuraba: «¡Es cierto!» Una desesperación – tal que ninguna especie de miseria jamás pudo haber generado – solo la desesperación me obligó, después de una larga vacilación, a levantar los pesados párpados de mis ojos. Los levanté. Estaba oscuro, completamente oscuro. Me di cuenta que el acceso había pasado. Supe que la crisis de mi mal había pasado hacía tiempo. Supe que había recobrado plenamente el uso de mis facultades visuales, – y sin embargo estaba oscuro, completamente oscuro; la ausencia de luz, intensa y extrema de la noche que siempre dura.

¡Traté de gritar! Y mis labios y mi lengua resecos actuaron juntos, convulsivamente en esa tentativa, pero no salió ninguna voz de mis pulmones cavernosos que, oprimidos como pesos de alguna montaña, jadeaban y palpitaban con mi corazón a cada inspiración laboriosa y llena de luchas.

El movimiento de mis mandíbulas, en este esfuerzo por gritar, me hizo reconocer que estaban comprimidas como lo están habitualmente las de los muertos. Sentí también que me encontraba sobre un material duro. Mis costillas estaban estrechamente comprimidas por algo análogo. Hasta ese momento no me había atrevido a mover ninguno de mis miembros; pero, entonces, levanté violentamente mis brazos que habían sido colocados en toda su extensión en cruz sobre mi pecho. Chocaron con una sólida sustancia textil que se extendía por encima de mi persona a una distancia de seis pulgadas a lo sumo de mi cara. Ya no podía dudar: ¡estaba en un ataúd!

 

***

Y ahora, a través de mis infinitas angustias, se acercó dulcemente el querubín. Esperanza, pues pensaba en mis precauciones. Me retorcí, hice esfuerzos convulsos para forzar la tapa a abrirse: no se movió. Mis brazos tanteaban, buscando la cuerda de la campana: no la encontraron. Y entonces el querubín consolador desapareció para siempre, y una desesperación todavía más sombría reinó triunfalmente, pues no podía impedir sentir la ausencia del forro que había preparado tan cuidadosamente. Entonces también subió repentinamente a mis narices el olor fuerte, particular, del suelo húmedo. La conclusión era irresistible: – no estaba en el interior del sepulcro, había caído en catalepsia durante un viaje, – entre unos extraños, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo?, no podía recordarlo, y eran ellos los que me habían enterrado como un perro, cerrado en un ataúd común y arrojado profundamente y para siempre en alguna fosa sin nombre.

Cuando esta horrible convicción se introdujo en los más íntimos recovecos de mi alma, traté de gritar una vez más, y, en este segundo esfuerzo, lo logré. Un largo, salvaje y continuo grito de espanto, o más bien un aullido de agonía, resonó a través de los reinos de la noche subterránea!

 

***

 

–¡Hilli! ¡Hillo! ¡allí! – respondió una voz brusca.

–¿Qué diablos es eso? – dijo un segundo personaje.

–¡Acaba de una vez! – dijo un tercero.

–¿Qué significa eso de aullar de ese modo? – dijo un cuarto.

Y, allí encima, fui agarrado y sacudido sin ceremonias por un grupo de individuos con aspecto brutal. No me despertaron de mi sueño, pues ya me había despertado completamente  emitiendo el agudo aullido. Pero me hicieron recuperar la memoria.

Esta aventura acontecía cerca de Richemond, en Virginia. En compañía de un amigo, había hecho algunas millas en una partida de caza, rio abajo, a orillas del río James. Sobrevino la noche, fuimos sorprendidos por una tormenta. La cabina de una pequeña corveta que estaba anclada en el río y llevaba un cargamento de tierra vegetal nos proporciono el único abrigo posible. – Nos acomodamos como pudimos y pasamos la noche a bordo. Dormí en una de las dos hamacas de la nave; y las hamacas de una corveta de sesenta o setenta toneladas apenas tienen necesidad de ser descritas. La que yo ocupaba no ofrecía ningún tipo de comodidad. La longitud extrema era de dieciocho pulgadas. La distancia de la envoltura al punto que llegaba el extremo de mi cabeza era la misma. Me fue excesivamente difícil meterme allí dentro. Sin embargo, dormí, y mi visión toda entera – pues ese no fue ni un sueño ni una pesadilla – provino naturalmente de las circunstancias de mi posición, – de la ordinaria inclinación de mis pensamientos, – de la dificultad, a la cual he hecho alusión de reunir mis espíritus y particularmente de reconquistar la memoria, dificultad que subsiste durante mucho tiempo después de despertar. Los hombres que me sacudieron eran la tripulación de la corveta y algunos  obreros encargados de descargarla. La propia carga era la que producía el olor terroso. El vendaje alrededor de mis mandíbulas no era otra cosa que un pañuelo de seda con el que había atado mi cabeza a falta de mi gorro de noche acostumbrado.

Sin embargo, las torturas pasadas habían sido indudablemente iguales a las de una auténtica sepultura. Fueron terribles, ¡fueron inconcebiblemente odiossas! Pero de un mal vino un bien; su mismo exceso operó en mi espíritu una inevitable repulsión. Mi alma tomó tono, adquirió sangre fría. Ya iba al extranjero. Hice ejercicios violentos. Respiraba al aire libre del cielo. Pensaba en otros temas que no fuesen la muerte. Me alejaba de mis libros de medicina. Ya no leía los Pensées de la Nuit ni ninguna estupidez sobre cementerios, ni cuentos para producir miedo como este. En resumen, me convertí en un nuevo hombre y viví la vida de un hombre. Desde esa memorable noche, dejé atrás para siempre mis aprensiones sepulcrales, y con ellas se desvaneció el mal cataléptico del que tal vez ellas habían sido menos la consecuencia que la causa.

 

***

Hay momento donde incluso al ojo frío de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede revestir la apariencia de un infierno. Pero la imaginación del hombre no es Carathis[6] para explorar impunemente todas esas cavernas. Por desgracia, la odiosa legión de los terrores tumularios no puede ser considerada como absolutamente fantástica; pero, al igual que esos demonios en compañía de los que Afrasiab[7] descendió el río Oxus, es necesario que duerman, o si no nos devorarán, –  hay que dejarlos dormir, o nos matarán.

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas 7 de diciembrede 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes


 

[1] La Batalla del Beresina tuvo lugar entre el 26 y el 29 de noviembre de 1812, entre el ejército francés de Napoleón Bonaparte, en retirada después de su invasión de Rusia y los ejércitos rusos.. Los franceses sufrieron fuertes pérdidas pero lograron cruzar el río y evitaron ser atrapados y aniquilados. Desde entonces, el término "Bérésina" se ha utilizado en francés como sinónimo de "desastre". (N. del T.)

[2] El terremoto de Lisboa de 1755 tuvo lugar el 1 de noviembre de 1755 y se caracterizó por su gran duración, dividida en varias fases, y por su virulencia, causando la muerte de entre 60000 y 100000 personas. (N. del T.)

[3] La Gran Plaga (1665-1666), fue una epidemia que mató entre 70.000 y 100.000 personas en Inglaterra, y más de una quinta parte de la población de Londres. Históricamente, se ha identificado a la enfermedad como la peste bubónica,  (N. del T.)

[4] La Matanza de San Bartolomé o Masacre de San Bartolomé es el asesinato en masa de hugonotes franceses de doctrina calvinista durante las guerras de religión de Francia del siglo XVI. Los hechos comenzaron en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572 en París, y se extendieron durante los meses siguientes por toda Francia. (N. del T.)

[5] El Agujero Negro de Calcuta fue un calabozo en el antiguo Fuerte Wiliam, en Calcuta, India donde se mantuvieron a prisioneros de guerra ingleses en 1756. Uno de los sobrevivientes, afirmó que las condiciones de hacinamiento eran  tales que muchos murieron de asfixia, calor y aplastamiento. También afirmó que de 146 prisioneros murieron 123.  (N. del T.)

 

[6] La Princesa Carathis era la madre de Vathek.Carathis era en el relato de Garratti el protector de los espíritus subterráneos y Padre de las Sombras. (N. del T.)

[7] Vathek fue un califa que, según parece, era capaz de matar con la mirada. En su ansia de poder y su soberbia, desafió a Mahoma, se casó con su maquiavélica madre, la princesa bruja Carathis, y juntos llegaron a descender al mismo infierno. Afrasiab fue un malvado  rey persa, mencionado en el poema épico Shah Nameh, y Oxus era un río por el que navegó. El resto formará parte de alguna leyenda. (N. del T.)