HISTORIAS LOCAS

 

EQUIVALENCIA

 

En esta ciudad, donde cada noche, en lugar de reverberar las luces de las farolas, se ven las luciérnagas en grandes lises diáfanos que hilos de la virgen mantienen suspendidos de una casa a otra, un joven, que parecía tener un aspecto de bastante perplejidad, se dirigía con mucha cortesía a un guardia de paz vestido de satén azul y coronado de rosas.

–Señor guardia de paz (pues, al ver vuestro uniforme, adivino vuestras funciones), ¿podríais indicarme,– preguntó el transeúnte,– en qué lugar vive un mago muy famoso cuyo renombre ha llegado a mis oídos y que, si creo en los comentarios de los viajeros, tiene por oficio principal acudir en auxilio, mediante su arte, de los enamorados que tienen quejas de sus enamoradas? Es muy evidente que todo el mundo debe conocer la dirección de un hombre tan útil; pero llego de una provincia muy lejana donde esas cosas se desconocen; ¿podéis perdonarme la inoportunidad de mi ignorancia?

El guardia de paz, tras haber rascado su frente, bajo su corona de rosas, como alguien que quiere despertar sus recuerdos, respondió:

–¡Se trata de ser más preciso, joven! Hay muchos brujos honorables en esta ciudad que dedican su ciencia al alivio de los corazones doloridos; y cada uno tiene su especialidad. Este no entiende nada de disputas entre personas casadas, pero es experto en unir a los amantes; aquel, por el contrario, no se interesa más que en los legítimos litigios de los lechos conyugales. A uno le gusta particularmente calmar los pequeños desengaños de los ingenuos e ingenuas que pasan el tiempo interrogando a las margaritas del lindero del camino; el otro no tiene rival aconsejando sutilezas que hacen que las primeras citas desemboquen en la saciedad de los sofás libertinos. ¿Queréis pues explicaros, muchacho venido de provincias?; pues me sería penoso enviaros a casa de un mago cuyo saber, por grande que sea, no os fuese de ninguna ayuda.

Después de reflexionar, el transeúnte dijo:

–Ni ella a la que amo, ni yo al que ella ama, estamos más casados que los ruiseñores de las ramas y las mariposas de los vergeles.

–¡Enhorabuena! – dijo el guardia de paz.

–Y, si bien interrogábamos hace tiempo a las pequeñas flores de los linderos, ya nos las interrogamos desde que nuestro beso prolongado bajo las ramas y sobre el césped, nos inspiró el deseo de una habitación para acostarnos con más seriedad.

–¡No añadáis ni una palabra más! Veo lo que necesitáis. El mago que vive en la decima calle, a la izquierda, después de la encrucijada, en una casa de jade verde escalada por rosas trepadoras, no dejará de curar vuestra preocupación. Pero apresuraos; pues tiene muchos clientes y ya es la hora de su consulta.

El transeúnte dio las gracias al guardia de paz y se alejó con paso rápido no sin haber, a manera de agradecimiento, puesto en el ojal del hombre policía vestido de satén azul pálido, una rosa donde una libélula que volaba por el aire se poso con alas batientes.

 

II

 

El mago era muy viejo. ¡No tenía menos de veintiséis años! Aunque en ese país fuese costumbre arrojar desde lo alto de un puente en el más espantoso de los abismos a todas las personas que cometían la inconveniencia de estar a punto de alcanzar su vigésimo quinto cumpleaños, se le había perdonado a causa de los servicios que su ciencia prestaba a los enamorados; y, aun viejo, feo y achacoso (pensad en semejante longevidad) él acogía con una sonrisa de abuelo a sus numerosos visitantes y hablaba con voz temblorosa, tomando dos pellizcos, de vez en cuando, de un jacinto en el que tenía – es el mejor tabaco a esnifar, –  polvo de ala de falena[1]

–¡Hem! ¡hem! – dijo tosiendo cuan viejo era. – Explicadme vuestro caso, hijo mío. Pero de entrada, debéis pagar la consulta. Uno es avaro a mi edad. ¡Un soneto, enseguida, un soneto!

Cuando el visitante hubo recitado los catorce versos:

–Eso está bien. Gracias. Uno no vive del aire, ¿verdad? Ahora, estoy dispuesto a solucionar vuestro problema.

–¡Debéis saber gran mago, que amo a las más bella y la más amante de las mujeres de la tierra!

–Eso es evidente – dijo el brujo.

–Sabed también que mi mucha paciencia y las dulzuras de mis arrodillamientos merecieron finalmente que ella se rindiese a mi pasión; no hay noche en la que las estrellas curiosas, levantando con el extremo de sus rayos las cortinas de la habitación, no estén celosas de mis delicias.

–Mejor que mejor – dijo el viejo mago.

–De modo que ningún hombre sería tan feliz que yo si no hubiese en el país donde vivo unas despreciables hadas que se recrean en turbar la dicha de los amantes.

–¡Ay! ¡ay!

–Una de ella, para dañarme, imaginó el más espantoso de los hechizos. Imaginaos que, mediante infames sortilegios, obligó a mi amiga (mi amiga, ¡tan casta, tan fiel!) a responder siempre: ¡Sí! Da igual a quien se lo diga, – es abominable, – la que yo adoro responde: ¡sí¡ no solamente a mí, – en cuyo caso no tendría de que quejarme, – sino a todo el mundo, al primero y al último que llega. «¿Señorita queréis amarme? – ¡Sí!» «¿Señorita, queréis dar a mis labios vuestros labios que son tan frescos como la víspera de una eclosión de rosa? –¡Sí!» «¿Señorita, queréis permitirme desabrochar, así como se abre en un vuelo de palomas, la blusa donde laten vuestros senos?–¡Sí!» «¿Señorita, quereis vos? … -¡Sí! ¡si! ¡sí! » Pues, a esta pregunta suprema, ella respondió: Sí,¡ tres veces! Fue la voluntad de la cruel hada. No tengo necesidad de deciros, mago bienhechor, a que torturas me somete la aquiescencia continua de mi amiga, como podéis adivinar! Pero lo que no podéis imaginar es la pena de que lo experimente ella misma. Ella era, por su naturaleza, ¡tan constante, tan decidida a entregarse al único que ella ama! Pero no puede oponerse al sortilegio que le han echado. A pesar de su resistencia, a pesar de sus desgarradores remordimientos, cede, puesto que es inevitable, por desgracia! Y no cuento las horribles mañanas en las que la he visto entrar en mi casa, ruborizada, con los cabellos despeinados, donde me dice, cubriéndome de besos mojados por las lágrimas: «¡Perdóname! ¡Perdóname!, ¡no es culpa mía! Esta noche he dicho sí…¡muchas veces!» Vos concebiréis, mago misericordioso, que tal situación no podría perdurar por más tiempo. ¿Tendréis piedad de dos enamorados que quieren besarse con fieles bocas, y venceréis el poder criminal de las malvadas hadas de mi patria?

Escuchando esto, el viejo brujo se frotaba las manos.

–Por todos los Eros,– dijo – jamás encontré un caso tan interesante. Podéis estar tranquilo, por otra parte, joven provinciano, quiero mitigar tu pena y romperé el conjuro que fue tramado contra tu felicidad. El poder de las hadas de provincias no me supone un obstáculo importante. Invertiré su malvada influencia. Vamos, regocíjate, sonríe, pues  a partir de ahora, tu amante responderá: No, a todas las preguntas que le dirijan tus más peligrosos rivales.

–«¿No? ¿No?» ella dirá «¡No!»

–Dira: «¡No!»

–¿En toda circunstancia?

–¡Sí!

–¿A todos?

–A todos, pero no a ti.

–¡Oh! ¡qué bueno sois! y que ganas tengo de anunciar a mi querida el feliz cambio de nuestros destinos.

–¡Regresa pues con ella! Pero no olvides pagar el precio de la consulta.

–Me parece que ya…

–Se paga al entrar, pero también se paga al salir; tú me has recitado un soneto, ahora cántame una balada.

Cantada la balada –pues no reparaba en gastos – el enamorado se puso en camino; y, oyéndole reír solo, sobre la gran ruta, las urracas blancas y negras que volaban de una pradera a otra, cotorreaban entre ellas: «¡No recuerdo haber visto nunca un viajero tan alegre!»

 

III

 

A veces lo asaltaba una preocupación. ¿Cómo se tomarían el asunto las despreciables hadas de su país? Temía que al verse desautorizadas por el gran mago,  no le harían alguna otra jugarreta de su oficio? Pero desechaba esas desagradables ideas y continuaba diligente hacia su casa, de noche y día. Tanto que finalmente, con la noche entrante, en las sombras mezcladas con los perfumes que exhalan los ligeros incensarios de las flores de lis, de las rosas y los pálidos limoneros, vio su domicilio oculto detrás de las ramas, donde lo esperaba su enamorada. Tuvo ganas de gritar la buena nueva: «¡Querida amiga, por fin estáis libre de brujerías! Ya no os someterías más a la dura ley de consentir a las más penosas exigencias!» Pero pensó que no sería discreto que los vecinos se enterasen de asuntos tan íntimos. Empujó la verja, subió la escalera, se detuvo, un poco sofocado por lo rápido que había subido, delante de la puerta de la habitación donde a partir de ahora conocería las dichas sin celos. Cuando iba a entrar, oyó el sonido de una voz, una voz de hombre lo sorprendió. Desde luego, alguien se encontraba allí con su adorada, ¡alguien que le rogaba, que la imploraba! Pero él no experimentó ninguna preocupación. Habían acabado las amarguras y angustias gracias al poder del buen brujo. Ya no eran tiempos en los que su querida decía sí.. Prestó atención y escuchó muy claramente: «Señorita, ¿apartaréis de mis labios vuestros labios que son frescos como la víspera de una eclosión de rosa? –¡No!» «Señorita, ¿me prohibirá desabrochar vuestra blusa? – ¡No!» «Señorita, ¿me rechazará?... --¡No! ¡no! ¡no!» Tres veces no, ¡cómo antes tres veces sí! La ira del amante, (entiéndase el que estaba fuera de la habitación) no pudo ser más grande; y como bien os imagináis profirió todo tipo de imprecaciones contra las hadas que se burlaban tan cruelmente de él.

 

Pero, considerando bien las cosas, él estaba equivocado; habría debido someterse, sin recriminaciones, a los destinos. Pues, al fin y al cabo, el consentimiento, afirmativo o negativo, ¿no es acaso el deber mas obligatorio de la mujer? Y, en este mundo en el que hay tantos hombre prendados y muy pocas jóvenes exquisitas, nada sería tan raro como las prefectas delicias de amor si las auténticas bellas, a quienes la virtud tentadora aconseja mantenerse fiel a un solo hombre, no se resignasen a una generosa ubicuidad en la distribución de su ternura.

 

CATULLE MENDES.

 

Publicado en Gil Blas 23 de noviembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes


 

[1] Especie de mariposa. (Nota del T.)