EL ERROR VENIAL El pequeño cura joven y sonrosado, parecido a un Amor que hubiese ocultado sus alas bajo la casulla, oficiaba la misa tan devotamente como era posible en la capilla de Su Majestad; a veces se distraía a causa de la joven reina demasiado escotada que daba la impresión, cuando se inclinaba en su reclinatorio de oro, de ofrecer a Dios, tan piadosa y un poco gruesa, al mismo tiempo que su corazón, sus senos menudos y redondos. Las cortesanas, relucientes de satén y pedrerías, adoran no sin demasiado fervor a su bonita soberana, y las damas, con la mirada baja, leen notas dulces entre las páginas de los libros de Henres, mientras que, ante el altar, el pequeño cura joven y sonrosado, parecido a un Amor que hubiese ocultado sus alas bajo la casulla, oficiaba la misa tan devotamente como era posible en la capilla de Su Majestad. Sin embargo la ceremonia va a acabar y el oficiante se ha vuelto hacia la asamblea; pero, entonces, el perfume que emana del corpiño de la reina le sube a la cabeza como un extraño incienso; él se excita, olvida el sexo de la divinidad a la que sirve, y: « ¡Domina vobiscum!», dice con las fosas nasales aleteando. Se espanta, espera ser recriminado, pero Su Majestad ha sonreído, y las cortesanas aprueban las miradas y el gesto del pequeño cura joven y sonrosado, parecido a un Amor que hubiese ocultado sus alas bajo la casulla. Traducción de
José M. Ramos |