ESCENAS TIERNAS

 

IX

La buena elección

 

–¡Mi elección está hecha! – dije con aire de triunfo.

Y desde luego debía parecerme en todo punto a alguien que ha hecho la mejor elección posible, pues mi palabra era segura y mi gesto soberbio.

Un poco sorprendida, ella dijo:

–He aquí algo singular. En esta mansedumbre cuyo exceso parecería inverosímil a aquellos que conocen mi austeridad natural, me he dignado a prometerle que yo mostraría un instante, un solo instante, al fervor de su mirada, una parte, no más grande que lo que abarca una camelia, una muy pequeña parte de mi misteriosa belleza; me he comprometido a quitar ante usted, en un lugar de mi persona designado por usted mismo, los decentes velos que lo tapan; ¡y usted no ha tenido la menor vacilación!

–No, ni la más mínima.

–¡Se ha decidido, enseguida, por  tal o cual parcela del conjunto, sin duda agradable, que soy yo!

–De inmediato.

Ella me miró, casi ofendida.

–¡Debe saber, señor, que una elección tan rápida no deja de tener algo de impertinente! Todo parece indicar que tiene usted una idea bastante mediocre de la mayoría de los encantos con los que me creo dotada, para preferir uno de ellos, tan pronto, sobre todos los demás. En semejante caso, un poco de perplejidad me parecería que hubiese sido más adecuado. Supongamos que el deseo lo haya transportado al ver una de las rosas casi rubias que florecen en la nieve de mis senos; enhorabuena; y ese deseo es muy natural y muy sentido; pero no habría debido estar prohibido inmediatamente por la codicia, admirar el hermoso hoyuelo, bonito como un corazón de clavel blanco, que tal vez se muestre en la redondez de mi cadera. Admito que de entrada tal vez le haya enloquecido la posibilidad de besar con una mirada la vena azulada que se prolonga en el alabastro de mis riñones. Pero piense que sus ojos habrían podido lamentar no ver una luz de pierna rosada percibida bajo un retroceso de encaje, o de una gruesa rojez, que le estuviese permitido imaginar, hacia lo alto de mi brazo, muy cerca del hombro. En definitiva, señor, considero que había lugar a debatir durante mucho tiempo el pro y el contra, las diversas posibilidades antes de tomar partido; y, cuando menos, la cortesía debería obligarle a dar muestra de algún lamento.

-–¿Lamentos? ¡Tengo mil veces más de los que podría expresar! Tengo tantos, – menos uno– en cuanto mi imaginación ha adivinado en usted perfecciones exquisitas. ¡Pero la amargura de mi frustración se ve dulcificada por la esperanza de la más adorable de las visiones! He hecho la mejor elección, señora.

–¡Eh! ¡qué sabe usted!– dijo ella, no sin alguna impaciencia. – Veamos, hable, estoy deseosa de saber si es usted un hombre tan hábil como pretende serlo. ¡Diga aprisa! Mantendré mi promesa. ¿De toda mi persona, de toda mi piel pálida y sonrosada, de la que se celan el liso satén del lis y el ala de las palomas, diga la parte, –¡oh! pequeñita, como hemos convenido, – que le debo revelar?

–¡Ah! ¡diantre!– exclamé yo.

–¿Eh? ¿cómo?

Yo no me apresuré a responder, un poco preocupado.

–¿Y bien?– insistió ella.

–¡Eh! digo, es que…

–¿Es qué?...

–Es que no se trata del todo, ¡oh joven mujer-flor, oh joven mujer-pajarillo!, de un punto de vuestra piel tan exquisitamente pálida y sonrosada, ¡no se trata de su piel, que sin duda debe envidiar la nieve luminosa del lis y el ala lisa de las tórtolas!

 

X

La malvada almohada

 

¡Ella no regresaba! Era ya tan tarde, ¡las tres de la mañana! Ningún ruido subía de la calle; ni siquiera el rodar de un coche, de un coche aún, ese rodar que es una esperanza, y una decepción. ¡Ella no regresaba! Pero yo la esperaba siempre, lleno de confianza, en la querida habitación donde tan a menudo ella me había prometido un amor inmortal y unos besos constantes, en la querida cama donde ella había puesto tantas veces todo lo que el cielo permite de paraíso en la tierra. ¡Oh! la triste noche, la larga noche. Pero no culpaba a la ausente. No quería ni podía creer que amase a otro, que estuviese entre los brazos de un rival. ¡Oh! ¡qué lejos estaba de creer eso! Es que se miente con unos ojos que tienen el candor de las azulinas, con labios que tienen la inocencia de las pequeñas eglantinas… Algo, una desgracia, le había ocurrido, la retenía, y yo lloraba en la silenciosa soledad, sabiéndola fiel, pero temiéndola enferma, o raptada, o muerta, ¿qué sé yo? Lloraba sin parar, besando una de las dos almohadas, la almohada en la que ella se duerme por las noches después de tantos besos, entre el desorden de sus cabellos morenos, un poco salvajes. El aroma de ella subía de la batista, y me enloquecía, y añadía a mi tristeza la melancolía de demasiados dulces recuerdos. Sin embargo, la almohada, tomada sin duda de piedad, se puso a hablarme; y decía cosas singulares. ¡Yo estaba muy equivocado confiando en la virtud de mi amiga! La almohada la conocía bien, era la confidente de los sueños donde ella se abandonaba cuando yo no estaba allí, la almohada que había sorprendido las palabras que ella decía en sueños. «¡Ah! ¡pobre muchacho! ¡pobre muchacho! Si supieses lo que hay bajo la bonita frente pura que tú besas con el religioso fervor de un catecúmeno por alguna frágil imagen de virgen o de pequeña santa!» En fin, yo era en exceso inocente, y ambas almohadas se habían reído a menudo de mi estupidez, la de ella y la de al lado, la mía. Pero como yo no daba crédito al discurso de esa calumniadora, y, aspirando la fina tela completamente imbuida de un querido perfume reconocido: «¡Eh!, dije a la almohada, ¡la imbécil eres tú! ¡Cómo iba a ser posible que ella fuese una traidora de corazón inconstante, puesto que, nada más que del recuerdo de sus cabellos, llega una fragancia tan deliciosa!»

 

XII

Las dos borlas

 

 

–¡Ay!– dijo Colette.

–¡Ay!– dijo Lila.

Pues, por la ventana que estaba abierta, habían volado en el aire matinal las dos borlas de polvos de arroz, transportadas por el empuje de un gran viento, en el momento preciso en que ambas amigas, en un saloncito contiguo del salón principal, solicitaban de la palidez alada de los terciopelos un poco de los sonrosados nocturnos. Y las dos borlas se elevaron, tan ligeras, semejante a dos pequeñas palomas atolondradas; y, de nube en nube, luego de estrella en estrella, llegaron, siempre subiendo, precisamente a un rincón del paraíso, donde dos bellas pequeñas ángeles estaban ocupadas en vestirse para sus bodas con dos elegidos, los más guapos que estaban en el cielo.

–¡Ay!– dijo una de las novias.

–¡Ay!– dijo la otra.

Pues, entrando por la ventana de cristales de cielo y de aurora, las dos borlas de polvo de arroz se habían – a consecuencia de una amable costumbre– acercado a los rostros frescos que pronto recibirían el beso nupcial. Y las paradisíacas esposadas juzgaron excelente el perfume de los polvos de arroz mundanos. ¡Ya lo creo! ¡polvos que Lila y Colette habían comprado en casa del mejor fabricante! Pero los casados, por la noche, no fueron de la opinión de sus esposas. Esos elegidos, tal vez se acordasen de los maquillajes terrestres, en temibles salones. Sea como sea se enfadaron; y, por orden de sus esposos, las obedientes ángeles arrojaron por la ventana de cielo y aurora las dos borlas de polvos de arroz, que descendieron lentamente a través del aire nocturno, como dos palomas heridas.

–¡Ay!– dijo Colette.

–¡Ay!– dijo Lila.

Pues, por la ventana que se había abierto a la calidez de la noche de verano, las borlas habían entrado en la habitación vecina de los dos salones, y, por sí mismas, habían regresado a depositar su ligero beso sobre las bocas y sobre las mejillas que les eran familiares. Y como, por haber ayudado un instante a paradisiacas novias, el plumón de cisne había conservado un exquisito aroma de virgen celestial, Lila y Colette se juzgaron muy felices del regreso de sus borlas, tanto les gustó la fina fragancia. Pero un compañero que ellas habían invitado esa noche por temor a los ladrones, no fue en absoluto de su opinión. Encontró completamente mediocre y soso el perfume bajado del cielo, y desgarró las dos borlas, con aire de desplumar a dos palomas atolondradas. ¡Pues hay personas a las que no les gusta el olor del paraíso ni el perfume de los ángeles!

 

 

CATULLE MENDÈS

Publicado en Gil Blas el 8 de noviembre de 1887

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, octubre 2013

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