ESCENAS TIERNAS

XVI

Vana decisión

¡Se miraban elegíacamente! es decir, con una melancolía tan falsa como era posible, pero muy bien fingida. Su común preocupación consistía en no dejar traslucir, la una a la otra, el placer que experimentaban observándose de tan cerca, más bien al contrario, afirmar la desesperación de la que era elegante que estuviesen desgarradas. Ocurría en el saloncito, casi vestidor, donde no se recibe más que a íntimas amigas. No se podría imaginar nada tan seductor como el camisón de peluche malva con el que estaba envuelta apresuradamente la marquesa de Ruremonde, salvo el traje de visita matinal, casi de viaje, de tela inglesa a cuadros verdes y marrones, donde se mostraba, tan esbelta, la Sra. de Belvélise, bajo el velo, todavía aterida por el frio que pasa a través de los cristales del cupé; y, mirándolas, no hubieseis dejado de conmoveros por el desolado aspecto que ambas, tan bonitas, mostraban. En un rincón, bajo unas cortinas simulando casi una alcoba, se encontraba un diván, cuya presencia tenía mucho sentido.
Madame de Belvelise dijo:
–¿Así que es cierto?
–¡Es cierto! – dijo la marquesa de Ruremonde.
–¡Mientras yo creía en su cariño fiel, él filtreaba con vos en las cenas oficiales y en los bailes de las embajadas!
–Mientras yo esperaba ser la única a la que él besaba los pies desnudos, a medio salir de las zapatillas, ¡él os juraba amor eterno!
–¿Qué decidiremos ahora que hemos descubierto su perfidia?
–Lo mismo iba a preguntaros.
Ambas pensaron.
–¿Tal vez podríamos fingir la ignorancia de las traiciones que la hacen tan abominable, y continuar no repudiando las delicias con la que hemos tomado por costumbre ser reconocidas?
–¡Así actuarían las personas poco preocupadas por su dignidad! – exclamó la marquesa de Ruremonde. – ¡No puede ser en serio que propongáis tal línea de conducta?
–¡No, no! – dijo Madame de Belvelise, traído a colación el sentimiento del deber. ¿Pero qué hacer? ¿despreciarlo? ¿olvidarlo?
–Temo no ser capaz.
–Yo experimento un temor semejante al vuestro.
–Yo me inclinaría por…
–¡Decid aprisa!
–Que, por el contrario, debemos acordarnos de él a todas horas, en todo minuto, tan tiernamente como sea posible. No, no lo olvidaremos, no lo olvidaremos jamás. Pondremos en común nuestro tesoro de amorosas reminiscencias. ¡Vos me confesareis las caricias a las que se prodiga para encantaros! Yo os contaré los juramentos con los que tranquilizaba mi cariño inquieto. Pero, sin ocultarle nuestro lamento por las dichas perdidas, le haremos saber, mediante nuestra severa actitud, que no hay lugar para que espere la renovación de las alegrías que le fueron concedidas; y ese será su castigo (¡su justo castigo!) el no ver jamás prolongarse nuestro consentimiento en las debilidades cuyos recuerdos tal dulces encontramos, hasta el punto de no desear otros.
Madame de Belvélise dijo:
–En vuestro proyecto hay una sutilidad que me encanta.
–¡Pues bien! Puesto que mi idea os agrada, ¡acordémonos de él! – dijo la marquesa.
Entonces, muy juntas, en voz baja, en el saloncito lleno de desorden divertido y de fragancias confusas de aseos inacabados, ella se contaron, alternando, como las pastoras de las églogas, los amables éxtasis con los que antes las codiciaba, tan hábilmente, el Sr. de Marciac; Madame de Belvelise confesó que él tenía un modo encantador, y que era exclusivo de él, de murmurar al oído de su amiga palabras dispuestas a turbarla, mientras que, enlazándola con un brazo, la atraía hacia el fondo dulcemente oscuro de la habitación; la marquesa de Ruremonde se dedicó a reconocer que, en el difícil momento en el que es necesario quitar el corsé o dejar caer el camisón, a él le gustaba consolar, por medio de las más entusiastas e ingeniosas alabanzas, las alarmas de un pudor reducido a la desesperación. Y ambas recordaban aún, una junto a la otra, veinte circunstancias exquisitas más; no negaban, siempre más próximas, la intensidad de su penetrante mirada hasta el fondo del ser, y suscitando con ello unos movimientos amables, la delicadeza, de su mano ligera, posada como una mano de mujer, la estrategia de sus hábiles arrodillamientos, en hacer perdonar, por una apariencia de respeto, las más extremas temeridades, la larga insistencia de su beso, de entrada tan dulce, pronto tan deliciosamente cruel! Así fue como, fieles a su sutil complot, ellas se acordaban del Sr. Marciac. Pero ved como la más firme resolución desemboca algunas veces en imprevistos finales: no había transcurrido aún una hora cuando, a base de acordarse de él, ¡ya lo habían olvidado!

XVII

Una de las flores

La pastora de los cantares, – aquella que, con quince años apenas, conversa con el ruiseñor de los bosques mientras los corderos y las ovejas pastan en la hierba del robledal, – se levantó del túmulo donde estaba sentada, viendo venir a un noble cazador que bajaba por la colina; y tan jovencita, tan bonita, tenía dos flores. Una, que era rosa, la tenía en la mano. El aristócrata, que cazaba en la región, le dedicó un discurso muy ardiente; ella quedó conmovida. Jamás nadie le había dicho, con tan tiernas palabras, que ella sobrepasaba en blancura la blancura de los azahares del naranjo, y que sus ojos eran azules como las azulinas de los campos. Ella se vio agitada de un temblor tan intenso, que dejó caer la flor. ¿Cuál? la que tenía en la mano; la recogió muy aprisa. Y el joven señor no dejaba de hablarle, encontrándola muy de su gusto. Incluso la tomó por la cintura, la besó en el cuello, la besó en los cabellos, conduciéndola hacia el fondo del bosque, donde la hierba es más densa, donde la oscuridad es más profunda. Ahora bien, la pastorcilla estaba poseída a la vez de espanto y de placer. Por la noche, cuando regresó a la granja del valle, con todo su rebaño tras ella, inquieta y radiante, había perdido la flor. ¿Cuál? ¿la rosa que tuvo en la mano? No; ¡la otra!

XVIII

Gratitud

Sobre el revoltijo dorado de sus ricitos locos, ella ya ha puesto el sombrero donde un pico de pájaro del paraíso picotea un ramillete de cerezas, ha puesto sobre sus hombros la pelliza de nutria rubia, ¡y él todavía no ha llegado! En verdad, es algo que le resulta impensable: ¡ella lo espera, él se hace esperar! Se ha olvidado de que esta mañana él la debe conducir a esa exposición de pasteles, donde ella deslumbra, con el color de todas las mariposas, y tan exquisita, sin embargo menos bonita de lo que es en realidad, pues el pintor no se ha atrevido a llevar el parecido hasta la improbabilidad. Y él no llega, ¡se retrasa cinco minutos! He aquí que sucede el más grande de los crímenes. Ella se pondrá colérica, si no temiese que peligrara el delicado orden de su vestimenta. ¿Quién la ha librado de una buena? Fue la pequeña figurita de Saxe, que ríe, azul y rosa, sobre la estantería de madera de Portugal. ¡Más de cinco minutos, casi seis! Ella se vengará terriblemente de tal falta de sensibilidad. Pero, por fin, la ama de llaves, que mira por la ventana, exclama: «Madame, ¡aquí llega el señor!» y él entra en la casa. No de pie; acostado sobre una camilla que dos hombres sostienen. «¡Eh! ¿Qué ocurre?» Él se vuelve hacia ella, levantándose a medias. En su camisa se ve una mancha de sangre. «Ha ocurrido, dijo, que me he batido por vos, amada mía; y creo que voy a morir.» Ella lo mira y reflexiona. «Vos os habéis batido, es muy grave,– dice ella–, y vais a morir, es realmente enojoso; pero, –añade con un pequeño mohín–, habríais podido haceros herir cinco o seis minutos antes, para evitarme la molestia de poner mi pelliza de nutria rubia y mi sombrero donde un pájaro del paraíso picotea un ramillete de cerezas; ¿sabéis que, esperándoos, he roto mi figurita de Saxo, azul y rosa, a la cual tenía tanto aprecio?»

CATULLE MENDES
Publicado en Gil Blas 27 diciembre 1887
Traducción de José M. Ramos González. Noviembre 2013
En exclusiva para http://www.iesxunqueira1.com/mendes