ESCENAS TIERNAS XVI Vana decisión ¡Se miraban
elegíacamente! es decir, con una melancolía tan falsa como era posible, pero muy
bien fingida. Su común preocupación consistía en no dejar traslucir, la una a la
otra, el placer que experimentaban observándose de tan cerca, más bien al
contrario, afirmar la desesperación de la que era elegante que estuviesen
desgarradas. Ocurría en el saloncito, casi vestidor, donde no se recibe más que
a íntimas amigas. No se podría imaginar nada tan seductor como el camisón de
peluche malva con el que estaba envuelta apresuradamente la marquesa de
Ruremonde, salvo el traje de visita matinal, casi de viaje, de tela inglesa a
cuadros verdes y marrones, donde se mostraba, tan esbelta, la Sra. de Belvélise,
bajo el velo, todavía aterida por el frio que pasa a través de los cristales del
cupé; y, mirándolas, no hubieseis dejado de conmoveros por el desolado aspecto
que ambas, tan bonitas, mostraban. En un rincón, bajo unas cortinas simulando
casi una alcoba, se encontraba un diván, cuya presencia tenía mucho sentido. XVII Una de las flores La pastora de los cantares, – aquella que, con quince años apenas, conversa con el ruiseñor de los bosques mientras los corderos y las ovejas pastan en la hierba del robledal, – se levantó del túmulo donde estaba sentada, viendo venir a un noble cazador que bajaba por la colina; y tan jovencita, tan bonita, tenía dos flores. Una, que era rosa, la tenía en la mano. El aristócrata, que cazaba en la región, le dedicó un discurso muy ardiente; ella quedó conmovida. Jamás nadie le había dicho, con tan tiernas palabras, que ella sobrepasaba en blancura la blancura de los azahares del naranjo, y que sus ojos eran azules como las azulinas de los campos. Ella se vio agitada de un temblor tan intenso, que dejó caer la flor. ¿Cuál? la que tenía en la mano; la recogió muy aprisa. Y el joven señor no dejaba de hablarle, encontrándola muy de su gusto. Incluso la tomó por la cintura, la besó en el cuello, la besó en los cabellos, conduciéndola hacia el fondo del bosque, donde la hierba es más densa, donde la oscuridad es más profunda. Ahora bien, la pastorcilla estaba poseída a la vez de espanto y de placer. Por la noche, cuando regresó a la granja del valle, con todo su rebaño tras ella, inquieta y radiante, había perdido la flor. ¿Cuál? ¿la rosa que tuvo en la mano? No; ¡la otra! XVIII Gratitud Sobre el revoltijo dorado de sus ricitos locos, ella ya ha puesto el sombrero donde un pico de pájaro del paraíso picotea un ramillete de cerezas, ha puesto sobre sus hombros la pelliza de nutria rubia, ¡y él todavía no ha llegado! En verdad, es algo que le resulta impensable: ¡ella lo espera, él se hace esperar! Se ha olvidado de que esta mañana él la debe conducir a esa exposición de pasteles, donde ella deslumbra, con el color de todas las mariposas, y tan exquisita, sin embargo menos bonita de lo que es en realidad, pues el pintor no se ha atrevido a llevar el parecido hasta la improbabilidad. Y él no llega, ¡se retrasa cinco minutos! He aquí que sucede el más grande de los crímenes. Ella se pondrá colérica, si no temiese que peligrara el delicado orden de su vestimenta. ¿Quién la ha librado de una buena? Fue la pequeña figurita de Saxe, que ríe, azul y rosa, sobre la estantería de madera de Portugal. ¡Más de cinco minutos, casi seis! Ella se vengará terriblemente de tal falta de sensibilidad. Pero, por fin, la ama de llaves, que mira por la ventana, exclama: «Madame, ¡aquí llega el señor!» y él entra en la casa. No de pie; acostado sobre una camilla que dos hombres sostienen. «¡Eh! ¿Qué ocurre?» Él se vuelve hacia ella, levantándose a medias. En su camisa se ve una mancha de sangre. «Ha ocurrido, dijo, que me he batido por vos, amada mía; y creo que voy a morir.» Ella lo mira y reflexiona. «Vos os habéis batido, es muy grave,– dice ella–, y vais a morir, es realmente enojoso; pero, –añade con un pequeño mohín–, habríais podido haceros herir cinco o seis minutos antes, para evitarme la molestia de poner mi pelliza de nutria rubia y mi sombrero donde un pájaro del paraíso picotea un ramillete de cerezas; ¿sabéis que, esperándoos, he roto mi figurita de Saxo, azul y rosa, a la cual tenía tanto aprecio?» CATULLE MENDES
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