EL ESPEJO

Lo que suponía un tormento para Ronsard, príncipe de los poetas franceses, era la idea de que la posteridad dudase de que él hubiera sido querido por la rubia Casandra de ojos marrones. Humilde compositor de sonetos, me siento presa de un temor similar; ¿quién entonces entre nuestros descendientes se negará a admitir que yo obtuve el cariño de la marquesa Coelia, tan hermosa y semejante a una pálida princesa de algún reino nórdico, del modo que lo he descrito? Los jóvenes del futuro se burlarán y dirán: «Ese poeta realmente quiere engañarnos; ¿cómo vamos a creer que, mediocre de rostro si nos remitimos a los retratos que prologan sus poemas, y además perfectamente desprovisto de talento, merece la atención de una persona tan exquisita?» ¡Ah! ¡Cuánta razón tendrán hablando así! No, no merezco que me sonría la que es el deslumbrar de mis ojos y el encanto de mi corazón. Sin embargo es cierto, no lo dudéis, ella me ama. Pero por desgracia no tengo el derecho de enorgullecerme de ese amor que me extasía, pues tengo que confesar que es debido al más detestable de los engaños.
En la época en la que, vestido con una larga túnica negra adornada de abracadabras y con un sombrero cónico en el que brillaban estrellas de papel dorado, ejercía la profesión de adivino en la fiesta de Neuilly, (obtuve grandes sumas de dinero con ese oficio que bien colocadas me permitieron dedicarme más tarde a la poesía), cierto día recibí la visita de una joven que había tenido la curiosidad de interrogar a la suerte. Apenas entró en el carromato-barraca donde yo pronosticaba el futuro, no vacilé en pensar que todas las mujeres de la tierra habían desaparecido en ese instante legando a ésta sus más divinas gracias, sus más adorables encantos, de tal modo estaban reunidas en ellas las maravillas de la belleza femenina; y comprendí de inmediato que era la que adoraría por siempre. Pero lamentablemente no podía concebir la esperanza de hacerme amar por ella. Hubiese sido extravagante imaginar que me dirigiese tiernas miradas, – ella, tan patricia, y, desde la pluma del sombrero hasta la punta del botín, toda una princesa en mi cuchitril – para con un mago de feria; y para mayor desgracia, al tratar de dar verosimilitud a mi aspecto de brujo, me había afeado (¡inútil añadido!) ¡con una larga barba negra postiza con hieráticas trenzas y unas cejas falsas! Sin embargo la perfecta criatura, a la que un capricho había conducido sus pasos hacía mí, me preguntó con una risilla si yo poseía realmente – tal y como un payaso anunciaba a la entrada – un espejo donde cada mujer podía ver al que amaría algún día; y su sonrisa dejaba ver unos dientes que me volvían loco. Una idea culpable atravesó mi mente (¡nunca tuve el valor de arrepentirme de ello!) «Sí, por supuesto que tengo ese espejo encantado y no tenéis más hacer la prueba.» Sin perder ni un solo instante me retiré detrás de las cortinas que velaban el fondo de mi carromato, y, con el cuerpo oculto tendí hacia la visitante, no el pequeño espejo que usaba de ordinario para ese tipo de experiencias, sino solamente su marco, dónde, exclamando con voz solemne dije: «He aquí al que amarás», atreviéndome a meter mi rostro, mi verdadero rostro, sin cejas falsas ni larga barba negra postiza en trenzas hieráticas. Ella no pudo retener un grito, asombrada sin duda de la cara inesperada, desconocida, que le ofrecía el Destino. Cuando retiré las cortinas (yo ya había adquirido de nuevo mi mágica apariencia), ella había huido, dejando un olor de gavanza empapada en un rocío de perfume de salón.
Pero algunos meses más tarde, cuando los beneficios de mi oficio de feriante me permitieron publicar sonetos y viajar por el mundo, la encontré habiéndola buscado. ¡Mi aparición pareció causarle una sorpresa infinita! Y, tan poco digno como fuese de ella, tuvo que amarme para obedecer al Destino.

Traducción de José M. Ramos
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