LAS ESTRELLAS PERDIDAS
Mientras
buscaba la quinta rima femenina de un rondel:
–Señor, – me dijo mi mayordomo – ahí hay dos ángeles que desean hablar con el
señor.
Yo pregunté:
–¿Le han entregado sus tarjetas de presentación?
–Aquí están.
Sobre una leí: Helial, sobre la otra: Jafiel.
Dos ángeles, en efecto.
–Hágalos entrar – dije.
No fue sin placer como recibí a esos visitantes de rango. Estaban vestidos con
grandes alas hechas cada una de siete plumas que formaban, bajo un plumón de
bruma matinal, los siete colores del arco iris; lo que se veía de sus cuerpos
parecía nieve diáfana, un poco rosada. Con un gesto les rogué que se sentaran y
me informé, con cortesía, del motivo que me concedía el honor de haberlos
conocido.
–Seremos breves – dijo Helial. – Hace dieciseis años, en una hermosa noche de
julio, Jafiel y yo jugábamos al billar en el tapete verde del cielo.
–¡Perdón! – objeté, – yo pensaba que el cielo era azul.
–Es azul en algunas partes de su inmensidad; pero en otras, particularmente en
las que se encuentran sobre las ciudades y los campos de Persia, es de un verde
muy agradable a la vista.
No repliqué. Helial continuó:
–Ahora bien, teníamos por bolas unas estrellas, las más bellas que hubiésemos
podido encontrar...
–¿Y por tacos? – interrumpí yo.
– Unas cometas, naturalmente. El juego nos interesaba intenso; yo estaba a punto
de ganar, cuando, de un golpe demasiado violento, hice saltar dos bolas más allá
de la banda.
–¿Más allá de la banda?
–Sí, del horizonte. ¡Fue un gran desastre! pues dos estrellas de menos en el
cielo, es todo un asunto. Nos fue indicado por Aquel que permanece eternamente
sentado sobre un trono de nubes y de rayos, que no volveríamos a ser admitidos a
escuchar los conciertos paradisíacos, en tanto no hubiésemos recobrado y puesto
en su lugar los astros perdidos. No podemos decir que no hayamos hecho el
camino, después de dieciséis años, sobre la tierra donde, según toda apariencia,
han caído las dos estrellas. Pero todas nuestras búsquedas, por desgracia, han
sido en vano. Íbamos a resignarnos al eterno exilio cuando oímos hablar de los
ojos incomparables de una joven que es vuestra amiga, si se creen los rumores
que circulan. Todo parece indicar que ella tiene, en lugar de humanas pupilas,
las celestes luces que nosotros buscamos; y esperamos que ella quieran
devolvérnoslas.
¡Me sentí extrañamente perplejo! La sola idea de que se pudiesen tomar los ojos
de mi muy querida amiga me causaba una horrorosa inquietud. Sin embargo, ¿cuál
era el medio de no ayudar a dos ángeles proscritos a recobrar su divina patria?
Entonces hice llamar a la señorita Mésange y le expliqué en pocas palabras la
cuestión. No pareció sorprendida, ni turbada; tras haber reflexionada durante
algunos segundos, se volvió hacia los visitantes, luego, levantando tanto como
pudo sus párpados, dijo:
–Mirad, bellos ángeles, y decid si reconocéis vuestras estrellas.
Ellos se acercaron. Observaban con la mayor atención las claras pupilas de
Mésange. Por instantes hablaban entre ellos en voz baja, como jueces que se
comunican sus opiniones. Por fin Helial dijo:
– No, esas no son las claridades hace dieciséis años desaparecidas. Las
nuestras, aunque fuesen las más admirables de la noche de julio, no eran tan
doradas ni tan radiantes.
Allí mismo, se retiraron, con aspecto apenado; yo los compadecí con todo mi
corazón, aunque muy contento de que no hubiesen tomado los ojos de mi amiga. ¿Y
Mésange?. Se partía de risa.
–¿Los he engañado bien? – dijo.– Desde luego, mi madre me ha contado cien veces
que, poco después de mi nacimiento, dos astros entraron por la ventana abierta
cayendo entre mis pequeños párpados. Pero, mientras los ángeles me observaban,
yo pensaba en el momento en que, por primera vez, tú, amor mío, me besaste los
labios, y yo estaba completamente segura de que bastaría el recuerdo de esa
delicia para que mis ojos, astros antaño, ¡fuesen más divinamente luminosos que
las más bellas estrellas del cielo!
Traducción de José M. Ramos
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