EVASIONES

En el tercer piso de la escalera completamente oscura se iluminó por un instante la luz rápidamente apagada de una cerilla, – entonces se reveló, entremezclada con las tinieblas, la forma de un hombre inclinado hacia una puerta, – y en la amplia casa, pesadamente, dormía el silencio de la madrugada.
Dos voces, muy bajas, furtivas, como asustadas de su timbre:
–¡Al fin!
–¡Oh! Cállese…
Pues la puerta se acaba de abrir; el hombre, a tientas, encuentra una mano sin guante que tiembla.
–¡Venga!
–Tengo miedo…
–¡La adoro! Venga.
–Ya… voy…
–Ahí hay un escalón, otro.
–Voy a caer.
–¿Quiere que la ilumine?
–¡No! ¡no!
–Otro escalón…
–¡Oh! ¡Dios mío! ¡oh! ¡Dios mío!
Descienden lentamente en el oscuro silencio, él marcha con la mano derecha en la rampa y con la otra estrechando, para guiarla y reafirmarla, las dos muñecas de la joven mujer.
–Ahora, camine.
–¿Caminar?
–Estamos en el segundo.
–¡Ah! Sí.
–La escalera vuelve a comenzar.
–Bien… Bien…
Ella extiende la pierna y con la punta de su botín tantea en la noche, pero no encuentra la alfombra de la escalera. ¿Hay tanta distancia entre el rellano y el primer escalón? Pues le parece que su pie se hunde, se hunde en el vacío. O bien, ¿se ha equivocado? ¿Ha pasado la pierna entre los barrotes? No, por fin siente bajo la suela la mullida superficie. Descienden. Una humedad helada le rezuma de las manos. Él la oye jadear de espanto.
–¡Ánimo!
–Sí…sí…
–¿Nadie la ha oído levantarse?
–No… nadie…
–Camine… estamos en el primero…
–¡Ah!...
–¿Qué? ¿Qué le ocurre?
–He resbalado… ¡Dios mío! ¡Dios mío!
–¿Ni vestirse? ¿ni salir?
–Creo que no… No he hecho ruido… no he encendido la luz…
–¿Y su marido?
–He atravesado su habitación…
–¿Su habitación?
–Sí… Desde la mía, para salir, es necesario…
–¿Y bien?
–Él dormía…
Ella mintió diciendo que no hizo más que atravesar la habitación conyugal; la verdad es que estaba acostada en esa habitación, en la cama de esa habitación, y que, mientras el esposo dormía, ella se ha evadido, con las manos en las paredes, en camisa, para ir a ponerse los vestido preparados en la antesala. Pero al hombre que será su amante dentro de una hora, al hombre al que adora y que amará por siempre, siempre, no quiere confesarle que trae bajo su vestido una calidez de sábanas donde no estaba sola. Todavía siguen bajando. Media muerta, ¡ella cree que nunca estarán fuera de la casa! Cuando sus manos chocan con el frío pomo de cristal, han girado la última curva de la rampa:
–Al menos, usted…
–¿Cómo?
–Habrá dejado la puerta principal…
–¿Abierta? No.
–¡Oh! ¿Por qué?
–A causa del portero. Tal vez se habría levantado si no la oyese cerrarse.
–Entonces, hay que…
–Pedir el cordón, sí.
–¡Dios mío! ¡Dios mío!
–¡Cordón! Si él…
–¡No, no! ¡Usted no! El portero no conoce su voz… Quisiera saber quien sale por la noche…
–Tiene usted razón.
–Lo haré yo.
Pero ella desfallece, produciéndose un ruido de seda en la pared.
–¡Ánimo! ¡Ánimo!
Se acerca a la vivienda.
–¡Cordón! ¡por favor!
No se mueven en la sombra. Él oye que a ella le castañean los dientes. Ella tiene las manos heladas y secas; la humedad se ha congelado.
–¡Cordón! ¡por favor!
Su voz es quejumbrosa, con aire de mendigar el servicio. Como la puerta no se ha abierto, dice una tercera vez:
–¡Cordón! ¡por favor!
Entonces se oye un ruido de cuerda que rasca la piedra o el hierro, y una amplia luminosidad estrecha se abre en una grieta de oscuridad, más allá. Ellos se lanzan hacia la abertura, ¡hacia la evasión! Ella cree que estará salvada del todo cuando esté al otro lado de la puerta. Él empuja el batiente, cuyo ruido sube de piso en piso en el vacío de la casa nocturna. Están en la calle, bajo una fría noche de otoño; cae una lluvia sucia, ya lodo antes de caer sobre el fango graso de las aceras y de los adoquines; la suave claridad de una farola de gas, enfrente, palidece con su vibración en el hierro gris de una escaparate.
Y él dice:
–¡Rapido! ¡rápido!
–¿Pero?.... ¿un coche?...
Pues llueve y hace frío en la intempestiva noche.
–Mi cochero la habría reconocido…
Alguien habría podido ver el número de un fiacre desde una ventana, o incluso el portero, curioso –¡Oh! Sí… sí…
–Además, es muy cerca… muy cerca…
Él la arrastra. Pasan a lo largo de las tiendas cerradas, las ventanas cegadas por las contras, las grandes puertas de las cocheras en las que luce un negro barniz húmedo. Sigue lloviendo, cada vez con más intensidad y ella siente el lodo penetrarle en los botines, depositarse en los bajos de la falda algo húmedo y pesado. Y tiene miedo al mismo tiempo de esas casas familiares, en esa calle donde ha pasado tan a menudo a pleno día, regresando del Mercado o del Louvre, contenta, alegre, trayendo las compras de la tarde. Se imagina que las tiendas y las ventanas, aun pareciendo estar herméticamente cerradas, son como unos ojos que bajarían hipócritamente los párpados; que personas la vigilan, la ven, la reconocen; y el frío de la lluvia nocturna la viste por completo de tristes estremecimientos. Él la siente triste y desolada. ¡No quiere que esté así! Le hablará, le habla, estrechándola con más fuerza. ¡Qué buena es! ¡Qué valiente es! Pero él será digno del sacrificio al que ella se ha resignado: puesto que ha abandonado todo por él, eternamente él la envolverá en ternuras piadosas, de apasionados respetos, y esta hora es la primera de un infinito porvenir de felicidad. Ella ha desplegado su velo hasta el mentón a causa de la lluvia. No responde, solamente dice:
«¡Qué lejos está!»
Se detienen, él pulsa violentamente un botón de cobre. Al mismo tiempo se excusa. Preparó para sus bellos amores un nido de lujo y de dicha. Esperando, para recibirla, ha alquilado en una planta baja, un pequeño apartamento. Timbra una segunda vez, se abre la puerta, enseguida entran, ella ha tenido tanto miedo, a él le parece que ella estará salvada del todo cuando este fuera de la calle, en esa casa. Pero no han dado dos pasos cuando el portero se presenta ante ellos con una lámpara en la mano: «¡Ah bien! ¡qué bonito! Traer, a semejantes horas a una arrastrada? Es que usted cree que yo le he alquilado para que…» Bajo el ultraje ella se ha arrojado hacia la pared, él se vuelve hacia el portero, furiosamente. Éste se atemoriza, regresa a su vivienda, gruñendo. Entonces: «¡Oh! ¡perdón! ¡perdón!», y, tras una llave que chirría en una cerradura, el amante empuja a la joven mujer en un pasillo estrello, no iluminado, la empuja todavía. Ella está en una habitación, encuentra un sofá y se deja caer en él, llora apoyando la frente en la espaldera, llora con infinita tristeza. Él oye que ella llora. Contrito, enciende unas velas, prende el fuego, cae de rodillas ante su amiga, y con un gesto de violenta ternura, le levanta el velo. Tiene necesidad de esforzarse para no retroceder, de lo pálida que ella está, del modo en que sus ojos se revela la irremediable nada de las desilusiones; y, mientras ella considera la habitación fría, mal caliente aun por la crepitante llama, los muebles vulgares, la mesa donde se dispone la ordinaria cena de las noches libertinas, la cama abierta, con dos almohadas, impertinente, amenazante, obligatoria, sus ojos se vuelven más vacíos, más azorados, más siniestros.
Pero, porque él la ama, él triunfará sobre las malas impresiones que la han alarmado, que la han afligido incluso hasta lo más intimo de sus ser; pero él será tan calurosamente cariñoso que ella no podrá sustraerse a la dicha, y su común melancolía se desvanecerá en delicias en los supremos momentos de éxtasis. Con besos y locas palabras, él le saca el sombrero, el abrigo, le desabrocha el vestido, dispersa la sedas, los encajes, como un buitre desplumaría una golondrina. Ella se deja hacer, alelada, anulada. Por otra parte, ¿por qué habría de resistirse, puesto que había ido allí para ceder? ¿Con qué derecho se resistiría, habiéndose prometido, y ya liberada? Y, también una vertiginosa necesidad de castigo, se abre y la atrae a la falta que va a cometer. Se deja hacer, está casi desnuda, está desnuda, él la lleva, la arroja sobre la cama, la introduce entre las sábanas, entre las sábanas frías y él se une a ella, la abraza, le estrecha, la posee, y durante una hora, durante dos hora, ¡se consuma la deliciosa maravilla del beso y del morder! Tanto que al final, jadeante y cansado, él sucumbe al sopor de los animales saciados.
Entonces ella se levanta.
Lo mira.
El duerme, sí, realmente duerme, como dormía el marido antes.
Lentamente se levanta, recoge sus vestidos, se viste del mismo modo que se había vestido antes.
Se dirige hacia la puerta.
No. El portero.
Pero está la ventana. Ventana en la planta baja. Aparta las cortinas, sin ruido; abre el marco con precaución… ¡él no se ha despertado! Pasa sus piernas sobre el borde. Está en la calle, donde sigue lloviendo en la fría noche de otoño. Va a cerrar las contras y aplica el oído, él todavía duerme. ¡Se echa a correr! Pasa un coche. Llama al cochero, da su dirección, se introduce en el coche. En algunos minutos llega ante su puerta. Paga al cochero, llama, llama todavía, entra, dice su nombre, sube la rampa, comienza a subir la escalera, la terrible escalera que ha descendido con tanta angustia. Sube en la oscuridad, sin vacilar en los rellanos ni en los escalones. Sube, decidida, imperturbable como una sonámbula que conoce su camino. Se detiene en el tercer piso. Allí tiembla. ¡Oh! ¡si su marido se hubiese despertado durante el adulterio ausente! Ella presta atención, ningún ruido. Mete la llave en la cerradura. Ya se encuentra en la antesala. Escucha todavía… nada, el silencio profundo de la madrugada. Se quita sus ropas, las pone sobre la banqueta, empuja un batiente, sigue una pared a tientas, en camisa. Está en el dormitorio conyugal. El marido continúa dormido, con un ronquido regular. Entonces ella se desliza en la cama, y, bruscamente, pesadamente, cae, se hunde en el buen embotamiento del sueño, semejante a un animal que, maltratado durante mucho tiempo, herido y roto, ha ganado finalmente su madriguera, y allí se duerme, segura.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes