EL EXCLUIDO

Cincuenta años, calvo, con arrugas alrededor de sus apagados ojos, y el labio caído en el intento de una sonrisa fatigada; estaba sentado en el rincón más sombrío de la cervecería; de vez en cuando llevaba a su boca un vaso de cerveza, que volvía a dejar sobre la mesa con lentitud, evitando hacer sonar el mármol. En toda su actitud había un no sé qué de humilde, de inquieto, de indirecto, un instinto de retroceder, con aspecto de pedir perdón por estar allí.
Pero, cuando intercambiamos algunas palabras, levantó la cabeza con un movimiento que sacudía una cabellera imaginaria y una llama se iluminó en sus ojos, mientras su labio se tensaba con la curva firme y elástica de un arco presto a romper, de donde la flecha va a partir.
–Caballero, dijo aproximándose, con sus dos manos abiertas con los dedos crispados; caballero, ¡si encontrase a la Providencia en un rincón de un bosque, la estrangularía!
–¿Ha padecido usted alguna desgracia?, pregunté.
–¡No! Soy un hombre al que jamás le ha sucedido nada.
Y comenzó este deprimente relato:

«A orillas del mar, entre la violencia de los vientos que sacuden y transportan los cantos rodados como hojas muertas, en los espaciosos alrededores de provincias, que se pierden a lo lejos en la cima de una ladera, bajo el espesor verde y sombrío de un bosque, ¡hay libres infancias que desafían a la ola furiosa, o que escalan a los árboles llenos de nidos y muerden en la misma rama la carne de los frutos salvajes! La poderosa vida de las cosas influyendo en ellas, les hincha el corazón, les tensa los nervios, las prepara para las sacudidas de la aventura humana. Yo nací en una calle de las afueras de París, entre dos casas altas, mal pavimentada, un lodazal en invierno, polvorienta en verano, con tiendas salteadas y periódicos a un céntimo. ¡A los doce años no había visto el horizonte! Lo que hacía que fuese muy pequeño, muy débil, tímido y melancólico, que siempre caminase cabizbajo. Ni bien ni mal vestido, ni bien ni mal alimentado, ni rechazado ni mimado, pasaba, ante la puerta de nuestra casa, viendo ir y venir a los mismos vecinos casi todo el tiempo que no estaba en la escuela. ¡La escuela! otra casa, más grande, también aburrida, ni más ni menos. Cuando los muchachos salían después de la clase se producían los gritos, las risas, las peleas y las carreras; en un instante, la melancólica calle revivía, bulliciosa, feliz, más clara también, como si el sol hubiese esperado ese momento para dorar un poco el pavimento y las paredes; al principio yo trataba de mezclarme en esa algarabía: ella no me aceptaba. Tal vez porque era torpe o tenía el aire estúpido, mis compañeros me rechazaban en sus juegos, pero sin cólera, más bien con un deje de piedad, sin un puñetazo. Demasiado débil para ser golpeado. Algunas veces lograba participar en una partida de canicas; no ganaba ni perdía; al final tenía tantas canicas como antes de comenzar; para mí ya no había azar feliz ni desgraciado. Me iba solo, resignado. En mi casa, tras haber dejado en un rincón, siempre el mismo, los libros atados con una correa, me sentaba en la mesa entre mi padre que había regresado cansado de la oficina, vestido de negro y poco hablador, y mi madre que, fatigada de los suelos barridos y los cobres bruñidos, se dormía a los postres con la cabeza en su servilleta, entre las peladuras de las manzanas y los rabos de las uvas pasas. Una lamparita bajo una tulipa verde, proyectaba un círculo blanco sobre el mantel y dejaba a oscuras el papel marrón de las paredes donde no se distinguían los temas de los grabados coloreados. Yo hacía una señal al gato; no me hacía caso, se volvía, con la cola en el aire, yendo a la cocina. Entonces, lleno de un vago tedio, no comprendiendo porque uno está en el mundo, comenzaba a bostezar. Un niño que bosteza es algo espantoso.
«¡Tuve dieciséis años! Una flor que eclosiona, un sarmiento que se ilumina, ese fue mi corazón, una mañana. Porque se vio, lo adivinaba de repente. Algo de mi se iba, y las seguía, cuando los domingos pasaban las señoritas con flores en el sombrero, bajo la sombrilla de tela. Por la noche, inclinado en la ventana, vigilaba a las parejas que cuchicheaban bajo los umbrales de las puertas; ella, apretada en un rincón, él, ante ella, interrumpiendo las palabras para darle un beso en los labios. ¡Oh! ¿Así que era cierto que la boca de la mujer está prometida a la boca del hombre, que esa rosa está hecha para esa abeja? Nada más pensar en ello me invadía un desfallecimiento delicioso; sentía alrededor de mi cuello un brazo dulce que me sofocaba. Pasó mucho tiempo hasta que me fijé en la pequeña mercera que vendía boinas y coloretes en frente de nuestra casa. La vi encantado. La generalidad de mi deseo se concentró, se precisó, era el amor. ¡Un amor ingenuo, infinito! Cuando entraba en la tienda dónde, con una diligencia completamente nueva, hacía los recados a mi madre, unos temblores me sacudían el cuerpo; cuando la vendedora me devolvía el resto del importe, sentía escapar del extremo de sus dedos, al mismo tiempo que las monedas, unos calores que me subían a lo largo de los brazos y de los hombros, ¡hasta la garganta! Pero de nada sirvió que la adorase, que mis miradas le suplicaran, y que le escribiese cien cartas apasionadas al no atreverme a hablarle, dónde mi corazón le ofrecía todos sus sueños y todas sus esperanzas, como un cesta repleta deja caer las flores. Jamás en sus ojos vi un destello de consentimiento, jamás una cólera de rechazo; ni una señal que dijese: ¡Ven! ni un gesto que manifestase: ¡Vete! para ella yo era alguien que no es objeto ni de enternecimiento ni de enfado; acababa de comprar hilo y agujas, eso era todo. Un día que, en un arrebato de locura, le besaba los dedos con frenesí, ella estalló a reír, no poniéndome siquiera en la puerta. Me acordé de mis compañeros de escuela que no querían pegarme. ¡Entonces la desesperación no me hubiese abandonado si otro deseo no me hubiese venido! Algunas veces en mi cama, cuando no dormía, – yo no dormía demasiado – oía una vaga música, casi imperceptible, a lo lejos, ligera, menuda; me daba vueltas en la cabeza, sacudiendo mis ensoñaciones como un revuelo de pájaros en un árbol haciendo mover todas las hojas. Eran polcas y cuadrillas de un baile en un cabaret, más allá de la barrera. Allí, los jueves y domingos, desde que comenzaba a caer la noche, entraban, un poco achispados, unos muchachos de buen humor y unas chicas, rubias y pelirrojas, sin sombreros ni boinas, con grandes melenas desplegadas al viento. ¡Yo también iría a ese baile! Una vez, hacia medianoche, me evadí de la casa dormida. – ¡tenía diez francos en mi bolsillo! – y, a lo largo de las paredes, a pasos apagados, llegué ante el cabaret lleno de risas y danzas. Entré con la impresión de arrojarme en un pozo de llamas que daba vértigo. ¡Oh, visión! bajo el gas, entre los gritos y las música y en el tumulto de los bailes frenéticos, se producían unas elevaciones de faldas, dejando ver unas medias blancas en el aire, por encima de las gargantas palpitantes y de los cabellos despeinados. ¡A todas, todas, todas esas muchachas, yo las encontraba bellas y deseables, ¡y las quería y las tendría! ¿Por qué no? ¿Acaso no se ofrecían? Yo las veía ir de mesa en mesa, sentarse sobre todas las rodillas, beber en todos los vasos. Su descarada forma de tutear a todo el mundo al azar, adelantaba y prometía intimidades libertinas. Inútil siquiera hacerles una señal; desde que me hubiesen visto, vendrían a mi, impúdicas, con sonrisas sarcásticas, diciéndome como a los demás: «¿Cuántos pagas?» y yo, sarcástico también, les respondería: «Todo lo que tú quieras.» No, no, ¡ellas no vinieron! ¡No vino ni una! ¿Tenía un aspecto demasiado tímido, demasiado torpe? Me acordaba de mis compañeros de escuela que no me admitían en sus juegos. ¡Ni una sola, le digo! Vi una a una alejarse a las parejas que se hacían confidencias en voz baja ante el guardarropía. Una muchacha que era fea, –¡era la última! – se volvió hacia mí, parecía querer acercarse. «¡De acuerdo!» pensé yo ansioso. Pero hizo un movimiento de hombros, como de desdén, y se fue completamente sola. Alelado, con los brazos caídos, yo miraba la sala vacía. «Vamos, ¿qué está esperando?» me grito el gerente del baile. ¿Qué esperaba? ¡La vida!
«Y la he esperado en vano por todas partes, por todas. Otros tienen amigos, amantes, esposas, hijos; yo, no. Solo en medio de todos, paso, no se me ve; hablo, no se me escucha. ¿El motivo? Lo ignoro. Es así. Para los demás no importa; para mí, no. Siendo hombre, – ¡y con que intensidad de pasión! – no hay nada humano que no me sea ajeno. En la patria común de la existencia, yo soy el viajero que no sabe la lengua de los habitantes, a quien nadie ofrece hospitalidad. La indiferencia de las cosas y los animales está a mi alrededor al igual que la indiferencia de los seres inteligentes; los muebles de la habitación donde vivo no me resultan nunca familiares ni acogedores; me sorprende incluso que el espejo donde me miro consienta en reflejar mi imagen; un perro rabioso ni siquiera me mordería. Y, pasado ya tanto tiempo, – pues heme aquí viejo, – ¡utilizo mi vida en no vivir! Hace treinta años que voy a la oficina, todas las mañanas, a la misma hora, por el mismo camino, sin que un transeúnte me salude y sin que una rueda me atropelle; regreso todas las tardes por el mismo camino, a la misma hora, sin traer a colación otro recuerdo que el de la eterna y monótona tarea que hoy es lo que ha sido ayer, que será mañana lo que ha sido hoy. ¡Oh! ¡me he enfrentado! ¿Por qué y con qué derecho me veía privado de mi parte de sensaciones y azares? Una idea se apoderó de mi: ¡ser rico! Teniendo fortuna, mucha fortuna, tal vez se es amado u odiado. Las emociones se compran. Arriesgué la escasa herencia que me había dejado mi padre, en no sé qué especulaciones; no subieron pero tampoco bajaron; ni ganancias ni perdidas, como antaño cuando jugaba a las canicas. Una lotería, de la que había comprado cinco mil billetes, nunca se celebró y se me devolvió el dinero; incluso no estaba en mi destino conocer las sobreexcitaciones agudas de la miseria. Una gran rabia se apoderó de mí. Un día, sin razón aparente – como se rompería una porcelana en un salón, para advertir de su presencia, – ¡abofeteé a un hombre! ¡Por fin se darían cuenta que yo también estaba en la vida! El hombre se alejó, no envió testigos, no solicitó excusas, como si hubiese sido abofeteado por el viento que pasa. Llegó la guerra, me enrolé. ¡Ah! esta vez nada podría impedirme verme mezclado en la acción común: a mí, como a todos, las fatigas, los peligros y las glorias. Se me trasladó a una ciudad de guarnición, en Argelia, donde aprendí a hacer la instrucción metódicamente, mientras que otros se batían y se hacían matar en Alsacia. Lo mismo que la vida de la oficina: no ocurriendo nada, no pudiendo ocurrir nada; con el arma al brazo en lugar de la pluma en la mano. Entonces ya no luchaba. Miraba pasar los días como se mira fluir el agua. Y heme aquí roto por los viejos arrebatos estériles, vencido, resignado. Pues sé, siento que toda tentativa de acción será inútil, que una pesada necesidad, imposible de sustraerme a ella, me oprime y me inmoviliza definitivamente, y que debo quedar atascado en el opaco tedio de no ser, hasta el día en el que mi alma, por fin liberada, pueda huir. ¡Si muero! porque tal vez me sea rechazada a mí solo la suprema aventura de la muerte.»

Después de algunos instantes, – mientras el pobre diablo acababa su relato, – en la cervecería se había formado un tumulto.
Unas personas que habían entrado contaban que acababa de declararse un incendio en la Villette, en una fábrica de juguetes. Un incendio formidable, cuyo fulgor, se decía, enrojecía todo el cielo. Y sin duda habría allí muchas víctimas, pues, esa noche, los obreros y obreras habían quedado en los talleres a causa de los trabajos urgentes.
Aquél que me había hablado salió a la calle como alma que lleva el diablo. Buscó con la mirada un coche. No pasaba ninguno. Se echó a correr en dirección a la Villette. Yo lo seguí. Nos apresuramos, en silencio. Sin que pronunciase una palabra, yo adivinaba su pensamiento. Sí, sí, el bravo hombre se sacrificaría; se arrojaría a las llamas; corriendo sin tomar aliento, gesticulaba de un modo que parecía que agarraba a niños y mujeres en las ventanas, entre el fuego y el humo, bajo el desmoronamiento de las vigas abrasadas. Cuando llegamos, el incendio estaba apagado.

Traducción de José M. Ramos
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