LA EXPLICACIÓN PLAUSIBLE

¡Entre todos los amantes, no hay demasiados en los que los celos sean tan perspicaces como los de Valentin!
La traidora más avezada no podría conseguir embaucarlo; y no era de los que se contentara, cuando concebía una sospecha, con las frívolas justificaciones con las que tantos imbéciles se conforman con una facilitada que realmente incita a la risa.
–¡Señora!– gritó.
–¿Que os ocurre? – dijo ella, bruscamente despertada en la habitación nocturna bajo las vagas cortinas blancas que atraviesan los fulgores de la lámpara.
–¡Señora! no penséis justificar con una mentira una aventura que es la más terrible del mundo. Antes, mientras dormíais en el oro oloroso de vuestros cabellos despeinados, yo me he incliné extasiado hacia vos...
–¡Eh! no hábeis hecho mal.
–Me he inclinado cada vez más e iba a besar los rizos que tenéis cerca de la oreja...
–¡Qué difícil es dormir tranquila con un amante como vos!– dijo ella.
–Cuando vi...
–¿Qué?
–Que uno de vuestros hermosos mechones dorados, ¡éste! era sensiblemente más corto que sus vecinos.
–¡Ay!– pensó la joven.
–Y la desigualdad de las puntas indica que unos cabellos han sido cortados ahí recientemente. ¡Ah! ¡ah! soy un observador sutil a quién no escapa ningún detalle. ¡Alguien os ha tomado de los cabellos, señora! Todo prueba que tenéis algún amante...
Ella no le interrumpió, miraba el mechón pelirrojo, menos largo que los demás en efecto.
–Es cierto...–murmuró ella.
–¡Ah! ¡no os atreveis a negarlo!
–Confieso que todas las apariencias me acusan y trato de adivinar...
De repente, ella estalló en carcajadas.
–¡Ah! ¡ya sé! ¡ya sé! Sí, es eso. ¡Nada más claro, nada más sencillo!
–Vais a intentar engañarme con alguna hipócrita excusa.
–¡En absoluto! Vos tenéis el espíritu demasiado fino para que yo trate de decepcionaros; sería una pérdida de tiempo. Pero, en fin, la explicación del misterio que os preocupa no es difícil, y me sorprende que, ingenioso como sois, no lo hayáis adivinado vos mismo de inmediato.
–¡Eh! bien, veamos, hablad, señora.
Ella estaba casi sentada, con las almohadas apiladas detrás de sus delicados hombros; y, fuera de la camisa de malines que se abría, dos redondeces blancas tenían el movimiento de un lento batir de alas.
–¿No erais vos, corazón mío, quién en uno de vuestros poemas, cantabais el amor de los ángeles por las muchachas de la tierra? Ese amor debe ser real, puesto que vos habéis hablado de él. ¡Yo creo lo que decís! Así pues, no podría negarlo, los serafines, los querubines, los arcángeles están prendados de las terrestres esposas y de las vírgenes de aquí abajo. Cuantas veces, por las noches sobre todos, en el lamento del viento, en la claridad de las estrellas o en el fulgor de las lámparas, ellos merodean, invisibles alrededor de sus adoradas. Pero, dado que son inmateriales, o casi, y porque están hechos de azul, de aurora y de nube, no pueden obtener las delicias definitivas que la pasión de los amantes humanos nos obliga con tanta frecuencia, pobres mujeres, a compartir. Ellos remontan su vuelo hacia el cielo con la amarga añoranza de los labios, de los brazos y de los adorables senos que no besarán. ¡Oh! ¡los pobres ángeles! qué cruel les parece el celibato, incluso entre los encantos de las músicas paradisíacas. ¡También todo me inclina a creer que han buscado un medio de mitigar su eterna melancolía! y, ese medio, lo han encontrado merodeando en torno a las camas que envidian y sustrayendo a las jóvenes mortales dormidas cintas, puntillas de encajes, flores y con más frecuencia, mechones de cabellos que cortan con tijeras de oro, y se llevan esos menudos trofeos consolándose de su gris felicidad respirando, a escondidas cuando el buen Dios no los ve, el perfume de un rizo moreno o rubio, una rosa, un encaje o una cinta rosa o azul
Más dulce que todos los perfumes de los que ella hablaba con su voz de tórtola arrulladora, una fragancia salía de su carne rolliza y rosada, que ascendía hacia Valentin; él se sentía deliciosamente enternecido; sus ojos, bajo los párpados un poco palpitantes, se turbaron.
–¿Así que vos suponéis?...–dijo él.
–Yo no supongo, yo afirmo, yo proclamo que un ángel muy temerario, prendado de mi persona – ¿de que os puede extrañar eso?– me ha robado mientras yo soñaba en otra cosa – ¡en voz tal vez, señor! – el extremo de uno de los rayos de mi cabellera de sol. Y, en verdad, soy afortunada por haber advertido este hurto; pues a vos ya os quemaba la sangre. ¡Oh, no puedo entender como habéis tenido no sé que abominable imaginación –¡un amante, yo! ¡Para ser un hombre inteligente, realmente me sorprendéis!– en lugar de pensar enseguida en la verdad que era tan simple, tan verosímil, tan natural!
El ya no la escuchaba, mirándola demasiado. Estremeciéndose en su nido de malines, las blancas redondeces (semejantes a dos palomas), elevaban un poco, como salidas debajo del ala, sus picos rosados.
–¡Dios mío!– dijo él – vuestra hipótesis me parece completamente aceptable; y no veo ningún inconveniente en admitirla, Pero podéis estar segura de que no me hace falta menos, para creer en vuestra inocencia, que una prueba tan evidente. No soy de esos que se dejan engañar por mediocres supercherías de la ordinaria astucia femenina.
–¡Oh! no,– dijo ella
–Mi perspicacia...
Él no acabó. Apasionadamente besaba los queridos senos rosas, los rollizos brazos, los hombros y todos los cabellos despeinados, – mucho más feliz que el ladrón celestial que no tenía más que un solo mechón, ¡pobre ángel!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes