LA VIDA AMOROSA

 

EXTRAÑO MÉRITO

 

Desde que es la favorita sin parangón de ese joven sueco, hijo de príncipe, que le envía con bastante frecuencia un ramo de violetas de dos centavos, donde se oculta, entre las florecillas, un diamante de Brasil sobre el que el Monte de Piedad prestaría quince mil francos como mínimo, Colette se ha convertido en una impertinente, y no se podría ver nada más desdeñoso que la mueca que a distancia dispensa a sus compañeras de antes: Jo, que compra en las tiendas de novedades vestidos ya hechos; Lo, que se muestra, en la avenida de las Acacias, en un coche del Círculo, y Zo, casi populachera, que es la amante, dos veces por semana, martes y sábado, de un estudiante que tiene alquilado una habitación en un quinto piso, desde donde se ven florecer las lilas en el jardín de Luxemburgo. Apenas consiente en mostrarse familiar con la pequeña Lila, su amiga de los días menos principescos, a quién la une el recuerdo de tantas aventuras comunes, de tantos besos; incluso recibirla sería una especie de divorcio; pero, orgullosa, le gusta regañarle. Ayer aún, tumbada sobre la chaise longue cuyo satén escarlata se atenúa bajo una funda de alençon:

–No querida, ¡no puedo aprobarte! Y estoy completamente sorprendida por la insistencia que pones en no ceder a otras jóvenes mujeres, más humildes, que se podrían contentar, el amante al tanto afecto prodigas desde hace seis meses. ¿Acaso soy un alma desnuda de parcialidad respecto a las personas que se abandonan a tiernas faltas? ¿Repruebo los caprichos? ¿Me crees capaz de censurar no importa que labios que, después del champán, no saben ya en que boca, abejas enloquecidas, se posan? Yo consiento, desde luego, en los dulces transportes, y tú no me insultes creyendo que soy una mujer decente de austeros principios; en una palabra, sin duda he merecido, por muchos pecados sin remordimientos, ser sospechosa de indulgencia. Pero, me parece que las locuras no son amables si no son breves, y nada excusa tu prolongado vínculo, hasta la constancia matrimonial, por un hombre que me parece apenas digno de que, en un instante de olvido, ¡sean retiradas con rapidez todas las batistas después de cenar!

Lila, bajo esta reprimenda, no pudo impedir enrojecer; pues, finalmente, hay algo de enojoso para una parisina como ella, al ser sorprendida en flagrante delito de constancia, y, casi, de fidelidad.

Sin embargo, se atrevió a responder:

–¡Ah! ¡si supieses por qué encantadora virtud estoy aferrada a Valentin! ¡Yo no cuestiono, no, que mi conducta pueda parecer tener algo de reprobable! Pero tú no conoces al que amo.

–¡Bueno!– dijo Colette, – yo lo conozco más de lo que tú crees, y sus méritos no me parecen lo bastante excesivos para proporcionar una excusa suficiente para justificar la pasión en la que te complaces. De entrada, no es guapo.

–Reconozco que es menos agradable de mirar que los Adonis y los Endimiones de los museos.

–No es rico.

–¡Eso es cierto! Lo he arruinado dos veces, y la tercera herencia que espera con frenesí no bastará para pagar mis deudas con el sastre.

–No se distingue por el furor prolongado y nunca disminuye unas caricias que no se perciben más que hacia mitad de la tarde ya franqueada la aurora.

–Debo alabar en él una virtud a la cual estoy obligada a reconocer, a pesar de mi modestia natural, y es que los encantos de los que estoy provista, y la amable experiencia que le concedo, no se ofrecen si no es a cambio alguna facilidad e incluso de una ayuda apreciable.

–¡En fin, un hombre parecido a la mayoría de los hombres!– dijo Colette alzándose de hombros.

–No, él es paticular por un merito que no se podría alabar lo suficiente.

–¿Y cuál es, querida?

Lila dijo:

–Vas a saberlo.

 

***

 

Ella preguntó, seria:

–¿Engañas a tu amante?

–¿A cuál? – preguntó Colette con esa ingenuidad que no se encuentra en igual grado en ninguna otra persona.

–Al que te envía ramos de violetas de dos centavos donde se ocultan los diamantes de Brasil.

–¡Eh! ¿cómo podría estar segura de amarlo, si no lo engañase? No se adora realmente lo que se prefiere. Además, príncipe, rico y guapo como es, debo sacrificarlo, de vez en cuando, a algunos rivales.

–Pero, cuando incluso el más imperioso de los deberes no te obligase a la traición, ¿engañarías a tu amigo?

–Eso es obvio, puesto que la infidelidad, incluso frecuente, siempre tiene, por el misterio de lo imprevisto, un picante que se quisiera en vano negar; y, desde luego, de las dos funciones de los labios femeninos, beso y mentira, no es la mentira la que es menos agradable.

– ¡Como te quiero cuando hablas así! Sí, nosotros encontramos en los cambios no sospechados delicias que permanecen inimaginables para las jóvenes mujeres ingenuamente atadas a un solo cariño. ¡Pero confesemos una cosa,  querida! Gracias a la perfecta estupidez de la mayoría de los hombres, el más atrayente placer de la traición nos es sustraído, – quiero decir el orgullo y satisfación de haber usado, para engañarlos, ingeniosas hipocresías; ellos, por lo común, son tan poco sutiles que nuestra sutileza no necesita ejercerse; y resulta también humillante en alto grado no estar obligada a recurrir a estratagemas bizarras, atrevidas, nuevas, donde triunfaría nuestra habilidad. ¡Todo lo que se les dice, lo creen! Es desolador. La misa, o el baño, les parece todavía una excusa válida para las salidas matinales. Si decimos: «¡Mira que es feo», hablando de su mejor amigo, admiten que en efecto lo encontramos feo. ¡La parada de taxis sin coches, o el ómnibus perdido, es suficiente para explicar nuestros regresos a la hora en la que se sale del baile de la Ópera! E incluso hay hombres que, – cuando les decimos que hemos ido a visitar a nuestra abuela, un poco enferma, a Courbevoie, – no se niegan a creer que tengamos una abuela en efecto! ¡Reconocerás conmigo, querida, que nada iguala en impertinencia una fe tan exagerada! Y nuestro enojo es análogo al que experimentaría un pianista, prodigioso , virtuoso, capaz de todos los arpegios y de todas las florituras, a quien su auditoria no pidiese, por estar maravillado, más que la cantinela  «¡Ah! os diré, mamá», ¡tocada con un solo dedo!

–Resulta del todo evidente, – aprobó Colette, – que la estúpida confianza de nuestros amigos tiene con qué desazonar a las personas que, como nosotras, les gusta dar muestras de su sutileza natural, desarrollada y afinada por el largo hábito de las bonitas mentiras.  Pero lo que acabas de decir no me explica en ningún modo la razón de…

–¿La razón de que me obstine en no enseñar la puerta, después de tantas noches, a Valentin?

Con un bonito gesto de orgullo Lila continuó, casi a gritos:

–Apenas guapo, no rico, poco hercúleo, lo adoro y lo conservo, porque, entre todos los hombres a los que he concedido la dicha de probarme que me lloran, jamás he encontrado uno solo que fuese, al contrario que él, ¡difícil de engañar!

 

***

 

–Sí, – prosiguió Lila con entusiasmo,– él sabe todas las supercherías banales, no se deja tomar en ninguna trampa que fuese ya tendida, ¡no cree en ninguna de las mentiras a las que tengo por costumbre de recurrir! ¡Es extraordinario! ¡Ah! ¡no es a él a quién se le pueda hablar de misa, de baño, de ómnibus perdidos, de taxis ausentes y de abuelas o tías o tios! Incluso, si, mediante una habilidad complicada, se usase de esos absurdos pretextos con la esperanza de que su estupidez – demasiado excesiva para ser mentira, – lo inclinase a admitirlos, no conseguiría defraudarle! Por la precisión de su mirada, por la seguridad de su investigación, logra desbaratar todo ardid. ¡Es extraordinario, te lo digo! No te sigue, no te hace seguir, – pues es un hombre galante; no importa, él sabe a dónde has ido; incluso las confesiones a medias, – ese recurso supremo cuando una no puede decir ya que no, – ¡no sirven de nada con él! Puedes creer que alguna vez ha contado, antes de que fuese a comprar guantes a los almacenes del Louvre, las arrugas que había bajo mi corsé o en la batista de mi camisa, pues, por la noche, a la hora de desvestirse entre los besos que preludian, él hace: «¡hum!» como si se diese cuenta que hay una arruga de menos o de mas. En fin, querida, ¡figurate! No adivina solamente que se le fue infiel; también adivina las fidelidades a las que se ve reducido por circunstancias enojosas, imprevistas. Sabes que más de una vez, ocurre, por una razón u otra, –¡ah! querida, que poca cosa son los hombres y como engañan las apariencias! – regresa con aspecto de inocente, como si esperase encontrar alguna ocasión de remordimiento. Pues bien, Colette, en semejante caso, cuando regreso, Valentín me mira con dulzura, me estrecha las manos, casi enternecido, y  murmura: «¡Pobre pequeña! ¡oh! ¡pobre pequeña!»

 

***

 

Maravillada, Colette dijo:

–Tendré mucho cuidado, a partir de ahora, de reprobar el afecto prolongado y la estima que tú has dispensado a ese joven: ¡son legítimos! ¡se le deben! Sin embargo, por perspicaz que sea, ¡sin duda consigues engañarlo!

–¡Esa es mi gloria! –exclamó Lila. – Sí, a base de combinaciones tan milagrosamente ingeniosas, que, con una sola de las comedias que represento, se podrían hacer doscientos vaudevilles, de los cuales el más simple sería mas complicado y más fecundo en sorpresas que todo el teatro del Sr. Sardou. Algunas veces consigo en dejar depositar un beso sobre mis labios, furtivamente, detrás de una puerta, en un minuto, sin que Valentín sospeche que mi boca fue tomada, ¡o al menos parece no sospecharlo! Y entonces me regocijo orgullosamente. No sin turbación, sin embargo; ¡pues conozco su malicia infinita! ¿Quién sabe si no experimenta placer admirando el arte que yo despliego con la esperanza de engañarlo, tanto placer como yo misma tengo en creer que lo engaño? Su aparente aspecto de ignorar todo tal vez sea una amable recompensa, que él concede, para su satisfacción, a los loables esfuerzos que hago; y el consiente en ser ridículo para no contrariarme.

 

CATULLE MENDES

Publicado en Gil Blas el 27 de marzo de 1888

Traducción de Jose M. Ramos. Pontevedra. ocstubre 2013

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