FATALIDAD I Acodada en la
ventana adornada con flores de la casita de campo, Juliette mira discurrir el
agua, y la divierte ver su bonita imagen girar y desaparecer en los remolinos de
las menudas olas. II Sin embargo,
piensa que es una lástima realmente. Con sus audaces veinticinco años, con la
impertinencia de su bigote y el sueño tierno de su mirada, Valentín no es de
esos enamorados que son fáciles de desdeñar; su voz, incluso cuando dice no
importa que palabras, contiene unas caricias que turban, y, cuando murmura «Os
amo», parece que se le salga el corazón. Juliette ha observado que todas las
mujeres, – unas con castos sonrojos, otras coloradas también donde el pudor no
existe para nada, – disfrutan considerando a ese joven apuesto, ofreciéndole
voluntariamente la mano, no retirándosela lo suficientemente aprisa; e incluso
la más prudente no se preocupa nunca de tomar un aspecto ofendido, si durante el
baile él la estrecha un poco más de lo debido o acerca su respiración demasiado
a los rizos del cuello. Por lo que a ella respecta, se confiesa con franqueza
que no siempre ha sabido permanecer tan indiferente como habría convenido a las
tiernas instancias de Valentín, y tal vez hubiese sido sin horror sumisa si la
enredadera se hubiese enganchado a un guijarro o a alguna ramita. Pero, gracias
a Dios, su virtud está a salvo, según la voluntad del destino, y Juliette ¡dará
el bello ejemplo de una decente resistencia! Es realmente afortunado que ni una
piedra, ni una rama... De pronto, se pone muy seria. Recuerda que se produjo un
golpe de viento en el momento que arrojaba la flor. Ese golpe de viento no
formaba parte del juego. Sin él, la enredadera habría caído sobre algún otro
punto de la líquida superficie, y ¿quién sabe lo que habría ocurrido en ese
caso? Juliette es un alma leal que no concibe hacer trampas con la suerte;
obligada a reconocer que la prueba no ha sido decisiva, que no cuenta, que deber
recomenzar, ¡recomenzará! Pero no del mismo modo. III Así pues, está decidido. Él la mirará en vano con esos ojos languidecientes y suplicantes; será en vano que, arrodillado, murmure todas las queridas palabras, haga todos los juramentos; pues ella permanecerá impasible, adoptará un aspecto tan serio, incluso tan indignado, que él se sentirá imposibilitado, y se retirará cabizbajo pidiendo perdón. ¡Ah! sin duda ella no podrá ocultárselo, no le resultará fácil mantener tal austeridad! Valentín tiene modos de ser temerario con dulzura, desconcertando a las más sinceras frialdades. Luego piensa en algo terrible. ¿Si, rechazado por ella, él se dispusiese a amar a otra mujer? Ante esta idea se le encoge el corazón. Una pequeña lágrima le moja los ojos. ¡Valentín enamorado de la Sra. de Courtisols, o de la Sra. de Argelés! Con la pena le invade la cólera. Da una patada y, con gesto repentino, tiende sus manos donde las uñas son garras, como si las dirigiera al rostro de su rival. Pero no tarda en dominarse. Él puede amar si tal es su gusto; ella sabrá contemplar sin lamentos ni debilidad la felicidad que él deba a otra; no hay que reconsiderar lo que está decidido. Incluso para evitar peligrosas tentaciones, para escapar a posibles peligros, ella toma una gran decisión: no esperará a Valentín, saldrá. Cuando él llegue encontrará la casa vacía. Se da prisa, pone su sombrero, arroja una mantilla sobre sus hombros; ya ha empujado la puerta y va a bajar la escalera. Pero entonces se produce un tumulto de gritos y risas bajo la ventana, a orillas del río. Ella regresa a la ventana y mira, inclinada entre las flores que oscilan. Cerca del agua, un grupo de niños jugando, corre, va y viene, se divierte arrojando piedras a los pájaros espantados. «Ciertamente, se dice Juliette, es necesario confesar que no tengo suerte y que todo se confabula para que se mantengan mis incertidumbres; pues, al fin y al cabo es seguro que si el jilguero ha levantado el vuelo ha sido por culpa de esos niños que, ocultos tras algún zarzal, ¡le han lanzado piedras!» Esta vez, intentará una prueba que no podrá presentar nada de dudoso. Ha cerrado la ventana por temor a un golpe de viento o a las piedras lanzadas que manipulan el azar; y de entre los encajes y los pequeños objetos de un cajón, extrae una borla de polvos de arroz, un poco de plumón de cisne, toma una cinta rosa que le sirve para atarse los cabellos, pesa en una mano el ligero plumón de cisne, pesa en la otra la cinta ligera, y las arroja al aire a la vez con todas sus fuerzas, jurando acoger a Valentín con misericordia si la cinta cae la primera sobre la alfombra, pero expulsarlo sin piedad si es el plumón el que cae primero. No creáis por un solo instante que ella ha fundado alguna culpable esperanza sobre el mayor peso de la cinta. Ha pesado sin malicia, ha considerado los pesos iguales. Y ahora los dos frívolos árbitros de su destino, – el ala blanca y el ala rosa, – comienzan a descender con una temblorosa lentitud. La cinta toma la delantera. Juliette tiene un gran miedo. ¡Cómo! ¿El destino exigiría que no se resistiese a inmodestas acometidas? ¿Tendría que sentir, muy cerca de sus labios, la bonita impertinencia de los bigotes de Valentín? Extremo temible. Pero no, la cinta, que se ha desplegado, cae mucho menos rápido ahora, y el plumón de cisne ya no planea, parece pesado, se apresura. Ansiosa, Juliette se ha arrodillado para seguir más de cerca las peripecias supremas de la lucha. El plumón desciende siempre. Mejor. Ella se inclina aún, jadeante. ¡Victoria! la cinta se queda atrás, el plumón va a tocar la alfombra. Por desgracia, Juliette, en su triunfo no ha pensado en aguantar su respiración, y, para gran pesar suyo, – ¡oh, su muy grande pesar!,– el plumón vuelve a retomar el vuelo mientras la cinta se posa, como una mariposa rosa, sobre una flor del estampado de la moqueta. «Tendré entonces, dice la honesta muchachita, que resignarme a los más penosos sacrificios. Pero al menos tendré el consuelo que no hubiese tenido en mi falta.» Publicado en Gil
Blas, 29 de febrero de 1884 |