FATALIDAD

I

Acodada en la ventana adornada con flores de la casita de campo, Juliette mira discurrir el agua, y la divierte ver su bonita imagen girar y desaparecer en los remolinos de las menudas olas.
Pero ella no está ocupada únicamente del río verde y dorado que fluye bajo los sauces.
Piensa también en Valentín que no tardará en venir a la habitación hasta ahora prohibida, –¡Oh, temores y deseos mezclados de la primera cita! – y se pregunta no sin inquietud:
«¿Lo amaré o no lo amaré? ¿Seré clemente o cruel? ¿Le concederé, con una mirada tierna, permiso para quedarse; o con mirada severa le ordenaré alejarse sin la posibilidad de regresar?»
Está realmente muy confusa, no sabe que partido tomar; es una persona virtuosa que por lo común no se arriesga a aturdir ni su corazón ni lo demás.
Entonces le sobreviene una idea: cogerá en los verdores de sus ventanas esa enredadera de campanillas que zigzaguea y la arrojará al río; si se detiene en una de las grandes piedras esparcidas o en una de las ramas de los árboles que penden, amará a Valentín; por el contrario le dirá: «Caballero, ¿qué viene usted a hacer aquí?» si la enredadera sigue la corriente del agua.
La coge, la arroja y mira; ningún obstáculo interrumpe la lenta huida de la flor sobre la superficie dorada y verde; y Juliette, rompiendo a reír, exclama: «¡Ah! pobre muchacho!».

II

Sin embargo, piensa que es una lástima realmente. Con sus audaces veinticinco años, con la impertinencia de su bigote y el sueño tierno de su mirada, Valentín no es de esos enamorados que son fáciles de desdeñar; su voz, incluso cuando dice no importa que palabras, contiene unas caricias que turban, y, cuando murmura «Os amo», parece que se le salga el corazón. Juliette ha observado que todas las mujeres, – unas con castos sonrojos, otras coloradas también donde el pudor no existe para nada, – disfrutan considerando a ese joven apuesto, ofreciéndole voluntariamente la mano, no retirándosela lo suficientemente aprisa; e incluso la más prudente no se preocupa nunca de tomar un aspecto ofendido, si durante el baile él la estrecha un poco más de lo debido o acerca su respiración demasiado a los rizos del cuello. Por lo que a ella respecta, se confiesa con franqueza que no siempre ha sabido permanecer tan indiferente como habría convenido a las tiernas instancias de Valentín, y tal vez hubiese sido sin horror sumisa si la enredadera se hubiese enganchado a un guijarro o a alguna ramita. Pero, gracias a Dios, su virtud está a salvo, según la voluntad del destino, y Juliette ¡dará el bello ejemplo de una decente resistencia! Es realmente afortunado que ni una piedra, ni una rama... De pronto, se pone muy seria. Recuerda que se produjo un golpe de viento en el momento que arrojaba la flor. Ese golpe de viento no formaba parte del juego. Sin él, la enredadera habría caído sobre algún otro punto de la líquida superficie, y ¿quién sabe lo que habría ocurrido en ese caso? Juliette es un alma leal que no concibe hacer trampas con la suerte; obligada a reconocer que la prueba no ha sido decisiva, que no cuenta, que deber recomenzar, ¡recomenzará! Pero no del mismo modo.
Observa, al otro lado del angosto río, un jilguero que bate las alas, con pequeños trinos, encima de una mata de siringas.
Si el pájaro, antes de algunos minutos, se posa sobre una de las flores, ella se resignará a no desesperar a Valentín, pero le negará toda esperanza si el pájaro levanta el vuelo a lo lejos.
Apenas ha propuesto esta alternativa al azar, cuando el jilguero abre sus alas con un estremecimiento y huye desapareciendo.
«Estoy de enhorabuena, dice Juliette. Esta vez no hay duda posible: el destino aprueba los sentimientos de decencia que me son naturales.»
Y si suspira un poco, es de satisfacción, la decente muchachita.

III

Así pues, está decidido. Él la mirará en vano con esos ojos languidecientes y suplicantes; será en vano que, arrodillado, murmure todas las queridas palabras, haga todos los juramentos; pues ella permanecerá impasible, adoptará un aspecto tan serio, incluso tan indignado, que él se sentirá imposibilitado, y se retirará cabizbajo pidiendo perdón. ¡Ah! sin duda ella no podrá ocultárselo, no le resultará fácil mantener tal austeridad! Valentín tiene modos de ser temerario con dulzura, desconcertando a las más sinceras frialdades. Luego piensa en algo terrible. ¿Si, rechazado por ella, él se dispusiese a amar a otra mujer? Ante esta idea se le encoge el corazón. Una pequeña lágrima le moja los ojos. ¡Valentín enamorado de la Sra. de Courtisols, o de la Sra. de Argelés! Con la pena le invade la cólera. Da una patada y, con gesto repentino, tiende sus manos donde las uñas son garras, como si las dirigiera al rostro de su rival. Pero no tarda en dominarse. Él puede amar si tal es su gusto; ella sabrá contemplar sin lamentos ni debilidad la felicidad que él deba a otra; no hay que reconsiderar lo que está decidido. Incluso para evitar peligrosas tentaciones, para escapar a posibles peligros, ella toma una gran decisión: no esperará a Valentín, saldrá. Cuando él llegue encontrará la casa vacía. Se da prisa, pone su sombrero, arroja una mantilla sobre sus hombros; ya ha empujado la puerta y va a bajar la escalera. Pero entonces se produce un tumulto de gritos y risas bajo la ventana, a orillas del río. Ella regresa a la ventana y mira, inclinada entre las flores que oscilan. Cerca del agua, un grupo de niños jugando, corre, va y viene, se divierte arrojando piedras a los pájaros espantados. «Ciertamente, se dice Juliette, es necesario confesar que no tengo suerte y que todo se confabula para que se mantengan mis incertidumbres; pues, al fin y al cabo es seguro que si el jilguero ha levantado el vuelo ha sido por culpa de esos niños que, ocultos tras algún zarzal, ¡le han lanzado piedras!»

Esta vez, intentará una prueba que no podrá presentar nada de dudoso. Ha cerrado la ventana por temor a un golpe de viento o a las piedras lanzadas que manipulan el azar; y de entre los encajes y los pequeños objetos de un cajón, extrae una borla de polvos de arroz, un poco de plumón de cisne, toma una cinta rosa que le sirve para atarse los cabellos, pesa en una mano el ligero plumón de cisne, pesa en la otra la cinta ligera, y las arroja al aire a la vez con todas sus fuerzas, jurando acoger a Valentín con misericordia si la cinta cae la primera sobre la alfombra, pero expulsarlo sin piedad si es el plumón el que cae primero. No creáis por un solo instante que ella ha fundado alguna culpable esperanza sobre el mayor peso de la cinta. Ha pesado sin malicia, ha considerado los pesos iguales. Y ahora los dos frívolos árbitros de su destino, – el ala blanca y el ala rosa, – comienzan a descender con una temblorosa lentitud. La cinta toma la delantera. Juliette tiene un gran miedo. ¡Cómo! ¿El destino exigiría que no se resistiese a inmodestas acometidas? ¿Tendría que sentir, muy cerca de sus labios, la bonita impertinencia de los bigotes de Valentín? Extremo temible. Pero no, la cinta, que se ha desplegado, cae mucho menos rápido ahora, y el plumón de cisne ya no planea, parece pesado, se apresura. Ansiosa, Juliette se ha arrodillado para seguir más de cerca las peripecias supremas de la lucha. El plumón desciende siempre. Mejor. Ella se inclina aún, jadeante. ¡Victoria! la cinta se queda atrás, el plumón va a tocar la alfombra. Por desgracia, Juliette, en su triunfo no ha pensado en aguantar su respiración, y, para gran pesar suyo, – ¡oh, su muy grande pesar!,– el plumón vuelve a retomar el vuelo mientras la cinta se posa, como una mariposa rosa, sobre una flor del estampado de la moqueta. «Tendré entonces, dice la honesta muchachita, que resignarme a los más penosos sacrificios. Pero al menos tendré el consuelo que no hubiese tenido en mi falta.»

Publicado en Gil Blas, 29 de febrero de 1884
Traducción de José M. Ramos
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