FAVORES

I

Muy aprisa, muy aprisa, con un parloteo de loro que se apresura, Lisa de Belvèlize se puso a hablar, sin siquiera tomar tiempo para quitarse su abrigo.
–Buenos días, querida. Sí, soy yo. No os levantéis. No me preguntéis como estoy, ni de dónde llego, ni si he hecho buen viaje. ¡No es momento de esas cortesías irrelevantes! Os vengo a anunciar una terrible noticia. Vaya, tienes un vestido de terciopelo gris, con unas borlas malvas, parecido al mío. He observado una cosa: a menudo nos hemos vestido de igual modo, sin dirigirnos la palabra. Un efecto de la simpatía. Siempre me habéis impresionado. Yendo al grano le diré, amiga mía, los hombres son unos monstruos. No es que usted deba afligirse en exceso por lo que pasa: ¿He dicho una terrible notica? Me he equivocado. Se trata de un incidente muy común, del que una se consuela pronto, suponiendo que tenga necesidad de consolarse. No hay una mujer, ni una, a la que haya ocurrido lo mismo. Tan solo que mi vestido es un poco menos abierto por delante; vos podéis escotaros tanto como gustéis, gorda como sois. ¡Sois muy afortunada! Tocad bajo mi blusa, casi nada. Todo plano. Sin embargo, eso no es malo. En cuanto a los maridos, no valen más que por el temor que se les tiene. Al principio, cuando se nos muestra su conducta, bruscamente, una experimenta tal vez un poco de irritación. No se les tiene en cuenta, no; incluso sería muy comprometido serles fieles, lo que los encumbraría; no importa, su traición tiene algo de molesto cuando no se está acostumbrada a ello; pero es un hecho. En fin, como de algún modo habríais de adivinar este suceso, es necesario que yo os lo haga saber, puesto que todo el mundo habla de ello. ¡Es un deber de amiga! un deber que vos no dudaríais en cumplir, vos también si se presentase la ocasión.
La baronesa de Linége escuchaba sonriendo, con aspecto de no entender nada.
–Tiene usted razón,– dijo ella,– al pensar que yo soy capaz, hacia vos, de todo lo que sois vos capaz hacia mí. Pero la noticia, terrible, o no terrible, todavía estoy esperando a que me la cuente.
–¡Cómo! ¿no la habéis adivinado aún?
–No, os lo juro.
–Sabed pues que vuestro marido...
–¿El Sr. de Linège?
–Señora, supongo que no tenéis otro.
–¡Eh! bien, ¿mi marido?
–¡Débeis saber que os engaña, querida!
–Dios mío, ¡cómo me sorprendéis!– dijo la baronesa con la tranquilidad más perfecta. Jamás hubiese imaginado eso de él; siempre en el casino cuando no está en sus caballerizas, ¿dónde puede encontrar tiempo para los salones! ¿Así que de verdad, el Sr. de Linège tiene una amante?
–¡Sí!
–¿Desde cuando?
–Desde hace tres semanas.
–¿Exactamente? ¡Qué informaciones precisas tenéis!
–Tres semanas... tal vez un poco más, tal vez un poco menos... No puedo decir... algunos días más o menos...
–Sin duda, sin duda. ¿Es en París donde ha comenzado el asunto?
–No, en el castillo de los Perlières, donde yo estaba de veraneo...
–¿Mientras vuestro marido cazaba el zorro en Escocia?
–Sí.
–Pero, ¿entonces se trata de una mujer de nuestro mundo?
–Desde luego! ¡de la mejor sociedad!
–¡Perfectamente! Eso me alegra mucho. Entre nosotras, el Sr. de Linège se ha convertido en un palafrenero desde que se dedica a las carreras de caballos; temía que me hubiese proporcionado alguna rival indigna, actriz o casquivana, de esas chicas que se ven en los palcos de primera fila. Vos me tranquilizais, y dado que la amante de mi marido, de buena familia y elegante, sea además un poco bonita, yo me declararé plenamente satisfecha.
–¡Querida, dejadme abrazaros! ¡Aceptáis esta aventura de la manera más admirable! No arriesgo nada pues diciéndoos toda la verdad. Sí, vuestra rival es bonita, muy bonita; incluso hasta se llega a decir que es bella.
–¡Ah! mejor.
– Pero no es de su belleza de donde emanan sus más irresistibles seducciones. Unos son unánimes en adorar, otros en odiar en ella a una de esas personas llenas de capciosos artificios, que ha aceptado de la herencia de las Circés y de las Armides todo lo que la magia tiene de compatible con la modernidad; y ese es el aspecto sórdido de vuestro asunto; pues, sencilla como vos sois, o al menos me lo parece, no podríais triunfar sobre una mujer que, para seducir a sus víctimas, no tiene reparos en emplear los más sutiles y refinados hechizos.
–Es cierto que somos, vos y yo, tan ingenuas como es posible. Pero ¿sabéis que me intrigáis mucho? ¿Quién es pues mi rival?
–Me sorprende que su nombre no haya subido a vuestros labios, después de lo que le he contado. Es la temible flirteadora, la sabia, la perversa, la condenada, – ¡La señora de Ruremonde!
Pero la baronesa de Linège no pareció horrorizada del todo. Pensó durante un instante, luego, alzando los hombros, con un bonito movimiento que hizo estremecer las cintas malvas de las borlas, dijo:
–No.
–¿Cómo no? ¿vuestro marido no os engaña?
–¡Oh! sí. Desde hace tres semanas. Y el asunto ha comenzado en el castillo de los Perlières, donde vos veraneabáis. Excepto que la amante del Sr. de Linège no es la Señora de Ruremonde porque ella no ha abandonado París en esas fechas.
–¿No es...?
–¡Eh! ¡no, querida, puesto que sois vos!

II

¡Difícilmente se harían una idea de la cara de pillada in fraganti que puso Lise de Belvélize! Pues nada era más cierto: ella había mostrado un poco de crueldad, ese otoño, hacia el Sr. de Linège; la comedia del flirteo, comenzada una mañana de caza y continuada las noches de teatro – ella Onfale, él Hércules, un Hércules muy real – había tenido un tierno desenlace en una noche sin luna, propicia para las escalas. Y lo que redoblaba la confusión de la culpable, era el fracaso de su mentira. Como se había comprometido bastante visiblemente por el barón en el castillo de los Perlières, y que el rumor de esa aventura no hubiese dejado de llegar hasta la señora de Linège, un día u otro, ella había pensado en desviar las sospechas de su amiga –¡eh! sí, de su amiga, mucho de cariño se mezcla un con un poco de traición – hacia la marquesa de Ruremonde, cuya fama era propicia a las calumnias. Pero he aquí que esa estratagema no había servido de nada: advertida por alguien malicioso, o por un secreto instinto, ¡la esposa traicionada sabía todo! No hay que decir que pasado el primer momento de turbación, Lise de Belvèlize no dejo de protestar contra una acusación que ella juraba la más falsa y la más injuriosa del mundo. ¡Ella! ¡faltar a sus deberes! ¿Por quién se la tomaba? Gracias a Dios, ella no tenía nada que reprocharse, y hubiese preferido morir cien veces que dejarse, en una sola, besar la mano por el marido de... Pero a causa del aire que tenía la baronesa, un aire de certeza a la que nada hay que replicar, Lise juzgó bueno no perseverar en su inútil hipocresía; tomó la mejor decisión que tuvo a mano: dejarse caer en un sofá, casi desvanecida, con pequeños sollozos, muy bien fingidos, que tenían intención de enternecer los corazones menos inclinados a la misericordia.

III

La Señora de Linège no estuvo tan solícita para perdonar a su arrepentida amiga; ella es, por naturaleza, muy proclive a la clemencia; se acercó, no enfadada, sonriente, y con una voz que nada tenía de severa, dijo:
–¡Eh! pequeña, ¿por qué desolarse así? Creed que os aprecio porque, en un momento de debilidad, – tres semanas no es más que un momento, – habéis consentido, por amistad hacia mí tal vez, en no desesperar al Sr. de Linège. ¿Acaso me quejo? ¿Acaso grito y lloro? Los maridos, decíais hace un rato, no valen más que por el temor que se les tenga. ¡Tenéis toda la razón! Miradme; ni estoy triste ni soy feroz. No será tal bagatela lo que nos impida llevar vestidos semejantes, sin dirigirnos la palabra, por simpatía. Os aseguro, mi querida pequeña, que no os quiero mal del todo.
–¿En serio? – balbuceaba Lise de Belvèlize con un sollozo.
–¡En serio! Y la prueba es que os voy a hacer un favor. Fíjese, aquél precisamente que vos habéis fingido querer hacerme a mí. Solamente que yo no mentiré.
–¿Un favor?
–Sí. Debeis saber una terrible noticia. ¡Oh! ¡no debeis afligiros en exceso por lo que acontece!...
–¿Cómo? ¿Que? ¿Qué noticia?
–¡Vuestro marido os engaña!
Lise de Belvélize dio un brinco, con los ojos secos y el rubor de la cólera en las mejillas; pues es de esas personas que, no viendo ningún daño en el mal que hacen, consideran como un crimen irremediable la menor revancha que se decidan a cometer contra ella.
–¡Mi marido me engaña!
–Dios mío, sí, querida: ¿He dicho una terrible noticia? He cometido un error. Se trata de un incidente muy común, del que una se consuela pronto, suponiendo que haya necesidad de consolarse.
–¿Estáis segura?
–Todo el mundo habla de ello. Esas traiciones tienen no sé que de irritantes, cuando no se está acostumbrada a ellas; pero es un hecho.
–¿Desde cuando?
–Desde hace tres semanas.
–¡Entonces no fue a Escocia!
–No del todo. Debía contaros la verdad. ¡Era un deber de amiga!
–¿Y quién es mi rival? Vos lo sabéis, ¡decidmelo!
–¡Ah! esta es la parte sórdida del asunto. Pues, sencilla como es usted, no sabría triunfar sobre una mujer que, para encantar a sus víctimas, no tiene ningún reparo ante el empleo de los más sutiles, de los más refinados...
–¡La Señora de Ruremonde!– exclamó Lise de Belvèlize, furiosa a más no poder.– ¿Cómo es posible? ¿Cómo? Yo había imaginado... por broma... y precisamente, es ella...
Pero la baronesa de Linège la interrumpió con tal carcajada que sus senos, pues ella es un poco gorda, salían a medias, completamente sacudidos, del corsé de terciopelo.
–No, no, no es la señora de Ruremonde la amante de su marido.
–¿No es?...
–¡Eh! ¡no, querida, puesto que soy yo!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes