LA VIDA AMOROSA

 

LA FIDELIDAD DE COLETTE

 

Colette se expresaba así de dogmática:

–No tengo una buena opinión de los hombres.

–¡Ah! ¡Qué severa eres! – dijo Lila.

–¡Entiéndaseme bien, querida! Lejos de mi la idea de negar que algunos seres viriles están dotados de cualidades que los hacen realmente recomendables. Algunos son guapos, con un rizado en sus finos bigotes morenos; otros son cariñosos; tres o cuatro de cien están adornados de méritos capaces de prolongar hasta el amanecer nuestras meditaciones que no tienen sueño; y, en fin, no vacilo en reconocer que hemos tenido, entre aquellos que nos adoraron, un buen número de amantes completamente dignos de todos los sacrificios que nosotros les permitimos hacer por nosotras. Pero todo eso no importa. Tal como tú me ves, con la experiencia de mis veintitrés años, no tengo una buena opinión de los hombres; y, eso, porque…

–¿Por qué?

–¡Porque no son fieles!

Lila dijo:

–Eso es cierto. Fieles no son. Nosotras no podríamos disimular que nuestros más constantes enamorados son susceptibles de dejarse turbar, apenas recién salidos de nuestros brazos, por el oro rojo de una cabellera que no es la nuestra, o por la promesa de una mirada lánguida bajo unos párpados que parecen no volver a abrirse, o por el olor de una nuca, o por la redondez súbitamente mostrada, en un abrir y cerrar de ojos, de una pierna de amazona. Pero, ¿qué quieres, querida?, hay que ser indulgentes. Al no ser irreprochables, conviene evitar los reproches a los que, rompiendo sus juramentos, no hacen más que seguir nuestro ejemplo; sería el colmo que unas traidoras se quejasen de las traiciones: la infidelidad de nuestros amantes tiene la nuestra por excusa. Pues, hablando con franqueza, no te atreverás a cuestionar que la mayoría de las mujeres dedicadas al amor, – hay personas decantes, es posible, no digo que no, – languidecen su austeridad hasta el punto de rechazar en toda circunstancia las amables novedades de un beso desconocido. ¡Tener un capricho y consentir en ello, es una aventura que no tiene precedentes! ¡Tú sabes lo débiles que somos, por desgracia! Cundo todo conspira en hacernos caer en lamentables pecados, nos hacemos una ley que reconoce que toda resistencia es vana. Bien a menudo, una visita matinal, apenas se ha ido el amante nocturno, obliga a nuestro diván a convertirse en el feliz rival de la cama recién hecha. Por mi parte, lo confieso, no soy de aquellas que merezcan ser sometidas a la estima publica por su firme aferramiento al deber; y, tú misma, en más de una ocasión te has mostrado, pienso, inclinada a tiernos olvidos.

–¡En eso te equivocas!– dijo seriamente Colette. – Yo soy fiel.

–¿Tú?

–Yo.

–¿Fiel?

–De un modo inquebrantable.

–¿A quién? ¿a Valentín? ¿al Sr. de Marciac? ¿al vizconde de Argelés? A…

Colette dijo:

–¡A todos!

 

**

Al ver el asombro de Lila, Colette dijo:

–Mira querida, tu sorpresa no durará mucho. Cuando te haya dado algunas breves explicaciones, te verás obligada a reconocer que, de todas las mujeres que prometen reservarse a aquel que las ama, no hay ni una sola que se me compare.

Sí, soy fiel, ¡porque hay que serlo! Nada me parece más despreciable que recomenzar, con otro enamorado, unas delicias apenas acabadas; una amante no es digna de ese nombre si no se siente capaz de conservar para uno solo el tesoro del que este está prendado. Pero es necesario entenderse, pues hay formas de acomodarse en la severidad del deber.

Tras reflexionar durante un breve instante, continuó:

–Tú sabes que entre los encantos de las que estamos dotadas, entre las voluptuosidades de las que somos dispensadoras, siempre hay una, siempre está una, que encanta de un modo particular a cada uno de nuestros amantes. Uno se entusiasma, con una extraña pasión, del tono rojizo de nuestra oreja, o de la mata ligera de nuestros pequeños embriagadores cabellos cerca del cuello, o de la aromática profundidad de nuestra melena; otro se extasía, hasta el punto de humillar nuestros pechos, sin embargo perfectos, de la redondez de nuestros hombros, de la simpática gordura de nuestros brazos, de la finura de nuestras muñecas, a las que las sortijas de una dama de provincias podrían servir de brazaletes; otro no conoce más exquisita visión que la de nuestro vientre semejante al de un efebo; un cuarto proclama que el frescor helado de nuestra suave pantorrilla lo sume en un éxtasis del que no sale más que para volver a caer en él; la uña rosa de nuestro dedo gordo del pie es lo que pone fuera de sí a un quinto; y el centésimo se vuelve loco cuando, bajo la transparencia de la batista, entrevé el misterio no impenetrable, donde se oculta bajo un mechón, con un deseo de abrirse, la eglantina colorada que es nuestra almita rosa. Y para el cumplimiento de la suprema voluptuosidad, el ardor de nuestros amigos realiza una elección entre nuestra caricias; este se muere si lo besamos distraídamente bajo el leve rizo del bigote; aquel cree convertirse en dios si nuestro aliento encarnizado le insufla en los pulmones toda nuestra vida concentrada; la suavidad de los brazos, –hipocresía que, en un instante, será la misma sinceridad, – acaba con los placeres de un muy lánguido compañero de alcoba, mientras que otro, más violento, exige los transportes casi rudos de un abrazo que desgarra. ¡Espero que me evites una enumeración más larga! Ya he dicho lo suficiente para recordarte la diversidad, según las personas, de las admiraciones y los goces, y ahora te das cuenta como ejerzo, en la más dispersa inconstancia, la más precisa fidelidad.

–No, – dijo Lila–, no lo adivino.

–¡Es que eres muy ingenua! – dijo Colette–; y veo que será necesario ponerte los puntos sobre las íes. Debes saber pues que, – sin negar la realidad de las emociones a la que nos obliga la cortesía o la misericordia, – yo tomo nota, con el mayor cuidado, en cada abandono nuevo, del encanto, de la caricia que incita a los extremos entusiasmos a aquel cuya codicia no tiene queja de mi crueldad; y, a partir de ese momento, esa caricia, ese encanto lo reservo celosamente. No doy a nadie, salvo a él, lo que, mediante su elección ha hecho suyo; soy solo de él en lo que prefiere de mí. ¡Ah! Sería en vano que Valentín, pese a la ternura que me inspira, solicitase besarme el meñique de mi mano derecha, porque ese dedito es el punto especial donde se derriten los labios del Sr. de Marciac. Niego al vizconde de Argelès, lo que exalta al Sr. de Caldelis, o a Gaston, o al marqués de Clèguerec; soy la guardiana inflexible del tesoro de cada uno de los que me han juzgado preciosa; y estaría avergonzada, con un insoportable remordimiento, si no rechazase a mi amante de esta tarde el favor que vuelve adorablemente loco a mi enamorado de esta mañana. ¡De modo que estoy muy orgullosa! Puedo proclamar que ninguna mujer no conserva, al igual que yo, la fidelidad jurada, y admiro en mi espejo a la persona más virtuosa del mundo.

 

***

Lila dijo:

–Eres increíble. Es cierto que tu modo de comprender la fidelidad, que esta división de ti misma en diversas delicias reservadas, es muy capaz de ofrecer sosiego a las conciencias más fácilmente inquietas. ¡Tener veinte amantes y no engañar a ninguno! Eso te permite realizar esta aparente imposibilidad; creo que yo podría también utilizar el medio que tan ingeniosamente has inventado. Sin embargo, me parece que tengo una objeción que hacerte.

–¿Cuál?– preguntó Colette.

–Esta es,– dijo Lila.– Entre al gran número de aquellos para quienes nosotras no somos inhumanas, puede que se encuentren dos que, precisamente, admiren en nosotros el mismo encanto particular, exijan la misma caricia; ¡qué digo! ¡Es posible que haya tres, cuatro cinco!

–¿Y bien?

–¿Cuál sería el medio de complacer a uno sin dejar de ser fiel al otro o a los otros? Llegado el caso de esos encuentros, debes verte en una situación de perplejidad muy penosa y presta a vulnerar la satisfacción de la que tienes el derecho de esperar a cambio de tus condescendencias..

–¡Ah! ¡qué simple eres, mi Lila! Escucha bien. Cuando dos hombres, o tres, o cuatro, o diez, se regocijan en la elección de la misma belleza o de la misma delicia, resulta una prueba manifiesta que, por diferentes que sean en apariencia, son absolutamente semejantes, ¡no son más que uno!

–¿De modo que?...

–De modo que concediendo a todos lo que cada uno desea, no engaño a nadie; y se puede afirmar que se permanece imperturbablemente fiel a un único amor.

–Es justo, – dijo Lila.

Y, mirándose cara a cara, estallaron en carcajadas, con esa risa encantadora, extravagante, fútil, que sacude los cabellos pelirrojos de donde emanan perfumes, con esa risa que absuelve, de sus frívolos crímenes y sus locuras, ¡a aquellas que las cometen y al que las cuenta!

 

 

 

 

CATULLE MENDÈS

Publicado en Gil Blas, 6 de setiembre de 1887

Traducción de José M. Ramos. Pontevedra, setiembre de 2013

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