LAS FLORES EN EL AGUA

Había en el valle un pequeño lago con palideces de ópalo, tan pequeño que un único árbol, un abedul, bastaba para proporcionar unos destellos se sombra clara; y lo que se reflejaba allí de cielo, cuando el viento inclinaba las ramas del otro lado, habría podido captarse por un ojo un poco grande.
Una mañana, la hija del rey – la que en las canciones de mi país mira desde la ventana pasar los bonitos tambores regresando de la guerra, – se encontraba al borde del lago, muy ocupada con una libélula que rayaba el agua con vivos zigzags; incluso, para no perderse todo el frenético movimiento del insecto, había depositado sobre la orilla su muñeca vestida de brocados y oro que parecía una dama de honor acostada en la hierba.
Pues la princesa, aunque sus quince años hubiesen florecido el mes pasado con las primeras ínfulas primaverales, era una muchachita totalmente ingenua todavía, corriendo tras las mariposas, contenta de la madrugada a la noche por un herrerillo descubierto. Que fuese bonita no se dudaba y le gustaba que hubiese en su espejo, cuando se miraba, un encantador rostro sonrosado bajo unos cabellos del color del sol. Pero nunca se había preguntado de que sirve ser bonita, ni lo que se hace con los ojos azules y los labios en flor. No tenía en su pequeña alma ni una sombra, ni incluso la de un sueño. Y comprendía menos el mundo porque los príncipes que eran recibidos en la corte de su padre la miraban con aire extasiado, emitiendo grandes suspiros; cuando los tambores que regresan de la guerra pasaban ante el palacio cantando: «Hija del rey, ¿quieres ser mi esposa?» tenía todas las penas del mundo cuando se le impedía irse con ellos, tanto era su ignorancia de lo es ser la mujer de alguien. Le habríais pedido, so pretexto de enseñarle un juego, que se acostase cerca vuestra, sin camisa, que ella no habría experimentado ningún pavor, e incluso se hubiese apresurado a quitarse su vestido y todo lo demás si le hubieseis prometido, con un gran juramento, no hacerle cosquillas.
De súbito, emitió un grito. ¿Ocurrió que inclinándose hacia el lago para ver más de cerca la libélula, había estado a punto de caer, al deslizársele un pie por la húmeda hierba? No, pero había visto, todavía veía algo muy extraordinario. En el fondo del lago había un lis ¡más blanco que el marfil y la nieve! y permaneció mucho tiempo, soñadora, considerando la cuestión; pues al fin y al cabo no es ordinario que los lis de los jardines florezcan en el agua.

II

Pasado algún tiempo, llegó a la corte un joven que tocaba la guitarra y que tenía por oficio, como los pájaros, cantar canciones. Las sabía tan bonitas que un hada sin duda se las había enseñado; pero su voz sola hubiese bastado en iluminar el alma, de tan hermosa y placentera que era. Todo el mundo convino, incluso los príncipes que no se preocupan demasiado de las cancioncillas ni las baladas, incluso las gentes de armas acostumbradas a deleitarse con el grito ronco de los clarines, que era un placer infinito escuchar a ese músico; cuando daba la vuelta al corro que lo escuchaba, tras haber contado amorosas leyendas, muchas piezas de oro caían en su platillo. Solamente la hija del rey no le daba nada, muda, con los ojos medio cerrados, perdida en un sueño. Se había convertido en otra a causa de sus canciones, y era de su corazón del que quisiera hacer limosna. Ya no se fue más divertida ahora a mirar estremecerse las alas de la libélula ni a descubrir herrerillos. Comprendía por qué tantos príncipes, en la corte de su padre, la miraban emitiendo grandes suspiros, lo que decían los guapos tamborileros pasando bajo la ventana. Como las señoritas de las que el guitarrista contaba sus aventuras, a ella hubiese querido seguir por los bosques y los montes a algún galante caballero que le hubiese llevado en brazos hasta la hora de los dulces anocheceres! Aunque se estremecía asustada y encantada, quiso responder no, hizo la señal de sí, una vez que el cantante, pasando cerca de ella, se atrevió a decirle al oído que la esperaría, llegada la noche, a orillas del pequeño lago, bajo el abedul.
Ella llegó a la cita temblando. Allí, bajo las ramas también musicales, él cantó para ella todos los bellos poemas que sabía; los inventó todavía más bellos; y ella escuchaba, conmovida, muy cerca, desde tan cerca que sintió por fin la canción besarle los labios! Entonces él se calló. El silencio rumoroso de la noche fue su único epitalamio. Con los brazos entrelazados y las bocas unidas, – en la mullida hierba donde antes se había acostado su muñeca, – se abrazaron deliciosamente, poniendo la sombra cortinas a su lecho conyugal, mientras la luna, al igual que una discreta lámpara, se amortiguaba con una nube.
Pero de repente, – ocurrió a la pálida hora donde se apagan las últimas estrellas, – la hija del rey emitió un grito. ¿Qué había ocurrido? ¿Había tenido miedo a causa de un ruido de pasos que se acercaba, a causa de alguien que acechase a través de las ramas? No, pero, inclinando la cabeza, había visto, y todavía veía algo extraordinario. En el fondo del lago había una rosa más roja que el coral y los rubís! y permaneció mucho rato, soñadora, considerando la cuestión; pues al fin y al cabo, no es ordinario que las rosas de los jardines florezcan en el agua.

III

El rey fue presa de una gran cólera, cuando su hija le manifestó que pretendía casarse con el guitarrista; tanto o más que, desde hacía tiempo, había resuelto entregarla en matrimonio al sobrino del emperador de Trébizonde. ¡Agitó su cetro con aire formidable! declarando que nunca consentiría en aceptar por yerno a un recitador de sonetos, a un titiritero que se dedicaba a amenizar las bodas pueblerinas! Todo eso no valió de nada. La princesa rogaba, lloraba, gritaba, y él optó por decidirse a contentarla, para gran escándalo de los cortesanos y los príncipes, cuando ella hubo confesado el misterio de la hierba nupcial, por la noche, a orillas del lago. Pero una nueva sorpresa estabas reservada al monarca. Lejos de mostrar la menor alegría por la noticia del glorioso himeneo que le habían ofrecido, el recitador de baladas dijo que no quería casarse, alegando como única razón que algunas pájaros no sabrían cantar enjaulados; y aprovechó la estupefacción en la que quedaron sumidos todos los asistentes por resta respuesta para desaparecer en una carcajada antes que de que se hubiese pensado en castigarlo por su insolencia. ¡Qué desgracia! ¡Qué tristeza para la hija del rey! No se encolerizó, tal era su pena. De este modo no conocería más la dulzura de las músicas, de los besos después de las músicas; y una larga amargura siguió a esas breves alegrías. Se trataba en vano de consolarla; ella huía, permanecía encerrada en sus aposentos, mirando desde su ventana el camino por donde había huido el ingrato, no pudiendo creer que ya no regresaría, acechando en el silencio o en los ruidos del camino la canción del retorno; o bien estaba sola, largas horas, a orillas del pequeño lago, contemplando con ojos mojados por las lágrimas la querida hierba pisada que todavía no se había levantado.
Una vez, como ella bajaba su cabeza, pesada por tristes pensamientos, emitió un grito. ¿Qué ocurría? ¿Era que un nuevo dolor mordía ese corazón ya desgarrado? No, un único dolor, siempre; pero había visto, todavía veía algo extraordinario. En el fondo del lago había una caléndula, una caléndula pálida, apagada, como un rayo descolorido! y permaneció mucho tiempo, soñadora, considerando la cuestión; pues al fin y al cabo, no es ordinario que las caléndulas de los jardines florezcan en el agua.
Pero entonces, del tronco del árbol, entreabierto, salió una pequeña dríada, o una pequeña hada, que dijo a la hija del rey:
– No son flores auténticas las que se ven en el fondo de este lago; debes saber, ¡oh mi encantadora princesa, pura antes como los lis, abierta ayer como una rosa roja, más melancólica hoy que las pálidas caléndulas!, ¡debes saber que has venido al borde del lago donde se reflejan las almas!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes