LAS FLORES Y LAS PIEDRAS PRECIOSAS

Vos, a la que tantos hombres jóvenes adoran, ¡oh, bella y cruel muchacha!, ¿por qué no queréis amarme?
Ella respondió:
–Escuchad una historia:

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«Érase una vez, en un tiempo muy lejano, un aldeano que tenía un jardín tapiado al lado de su choza. Una muchacha que pasaba por allí le dijo: «Buen aldeano, acudo a una cita, cerca del agua, bajo el bosque de sauces; déjame, te lo ruego, entrar en tu jardín; en él cogeré un jacinto para adornar mis cabellos a fin de que mi enamorado me encuentre más bonita.» Pero el aldeano alzó los hombros y se negó con rotundidad. «Sigue tu camino, persona indiscreta; en las pendiente de los barrancos encontrarás bastantes flores para engalanarte; no quiero que se toquen mis jacintos. » Ella se fue muy decepcionada. Llegaron tres pobres colegiales, quemados por el sol, jadeando de fatiga, polvorientos por el largo camino. Se detuvieron y uno dijo: «Buen aldeano, hemos partido muy temprano, desde que se ha apagado la estrella bajo la que hemos dormido, y, tan cansados como parecemos, lo estamos todavía más; déjanos, te lo rogamos, entrar en tu jardín; allí descansaremos sobre la tierra fresca a la sombra de un arbusto florido para recuperar las fuerzas que nos permitan finalizar nuestro viaje.» Pero el aldeano, alzándose de hombros, manifestó su negativa. «Seguid vuestro camino, vagabundos; encontraréis en el bosque bastantes claros donde acostaros sobre la hierba; no quiero que nadie se acueste a la sombra de mis macizos.» Se fueron muy poco satisfechos. Y muchas otras personas pidieron permiso para entrar en el jardín tapiado; un paje quiso interrogar a las margaritas con el objeto de saber si la dama por la que lloraba noche y día se dignaría por fin a sonreírle; una mujer noble, muy orgullosa y vestida de seda roja, tenía curiosidad por saber si los altos tulipanes tenían un aire tan altivo como ella; un borracho, acostumbrado a cantar canciones después de beber, habría desojado con placer rosas en su vaso según el precepto de los poetas. A todos ellos el aldeano dio malas respuestas alzándose de hombros. Tanto fue así que por fin el rumor de su obstinación se propagó por la comarca y llegó a oídos del rey. «¡Que enganchen mi carroza!» Y Su Majestad se hizo conducir con gran boato hasta la pobre cabaña. «Buen hombre, ábreme la puerta de tu jardín; te concedo el honor de querer visitarlo.» El rey pensaba que la cabezonería de la que le habían hablado no se mantendría contra su voluntad. Sin embargo se equivocaba. «Señor, vos tenéis grandes parques por donde se arrastran sobre la arena dorada de los senderos los largos vestidos de las marquesas; id a pasearos allí si os gusta ver flores y árboles. – ¡Cómo! ¡miserable! ¿Es así como replicas a uno de los más grandes monarcas del mundo? ¿No sabes que si quisiera podría ordenar que se te torturase o hacerte perecer entre los más crueles suplicios? – Claro que podéis, señor, y podéis muchas cosas más, pero no entrar con mi beneplácito en mi jardín.» Por fortuna ese rey no era malvado. «Vaya, dijo sonriendo, veo que no obtendré nada mediante amenazas; debo usar otra estrategia. Si consientes en abrirme esa puerta te daré tantas piedras finas que podrán caber en la más grande de tus flores de lis. – Muchas gracias, pero su tallo se rompería bajo su peso. – ¡Te permitiría introducir tus manos en mi tesoro! – No son florines ni ducados lo que me gusta tener a manos llenas. – ¡Te haré príncipe y te concederé la mano de mi hija! – No es una princesa lo que amo. » De modo que el rey se vio obligado a regresar a su palacio, tan apenado como la muchacha y los colegiales, como el paje, la noble mujer y el borracho. Entonces, el aldeano, una vez solo, entró en su jardín. ¡Oh! ¡las innumerables y deliciosas flores! Rosas sin igual, más exquisitas que bocas de mujer, florecían por todas partes; la blancura de los jazmines formaba una mantelería de nieve aromática donde explotaban, aquí y allá, la púrpura de las pionías; entre los arbustos de siringas, bajo las glicinas colgantes, cerca de pomposas dalias, sonreían por millares, con un estallido incomparable, los claveles los amarilis, las begonias, los asfódelos, como si todos los invernaderos del paraíso se hubiesen deshojado sobre ese rincón de tierra. «¡Oh, mis flores, mis queridas flores!, dijo el aldeano radiante, sois demasiado bellas para ser expuestas a la curiosidad banal de los transeúntes, aunque sean reyes, y yo solo, durante todos los veranos, ¡me extasiaré con vuestros colores y me embriagaré con vuestros perfumes!»

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– El cuento me ha parecido bonito, ¡tan dulce es vuestra voz! pero no me habéis explicado, ¡oh bella y cruel muchacha a la que todos los jóvenes adoran!, ¿por qué no queréis amarme?
Ella respondió:
–Escuchad otra historia.

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«Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un gnomo que vivía en una gruta al fondo de la cual, protegido tras una roca, había un gran tesoro; y ese tesoro no solamente estaba constituido por lingotes y monedas de oro, sino que también contenía pedrerías y talismanes tan preciosos que ninguna hada poseía nada parecido. Un mendigo que pasaba por allí, dijo al gnomo: «Buen señor, hace más de dos días que no he comido y casi voy desnudo en esta fría mañana. Déme un limosna, os lo ruego, para poder comprar pan en la aldea vecina y vestirme para estar un poco caliente.» El gnomo no respondió más que mediante una gran carcajada y rechazó al harapiento. Un joven, completamente fatigado de haber corrido, cayó de rodillas ante la entrada de la gruta. «Buen señor, suplicó, no me quedará otro recurso que la muerte si vos no acudís en mi ayuda. Amo con el más apasionado amor a la hija de un campesino que me corresponde igualmente. Pero el padre, muy avaro, me considera demasiado pobre para convertirme en su yerno. ¡Oh! por piedad, dadme alguna cantidad de dinero, – ¡vos sois tan rico que os costaría poco! – sino me colgaré en ese árbol del camino, y la que amo se arrojará al río donde se encontrará su cuerpo pálido y frió entre las flores de lis de agua y los tristes nenúfares» El gnomo respondió igualmente con una carcajada y expulsó al enamorado. Éste se ahorcó en el árbol y la hija del campesino se ahogó en el florido río; el gnomo no fue presa de ningún remordimiento. Una multitud horrorosa, todo un pueblo de enfermos y moribundos, se precipitó hacia la gruta, profiriendo desgarradores clamores, pues, debido a la ira de un mago, la peste había asolado la comarca. «¡Señor, buen Señor, aleje de nosotros el peligro, sálvenos! Sufrimos tales dolores que no os podríais hacer una idea de los mismos, y todos, antes de una hora, estaremos yaciendo en la tumba. Pero si vos nos dais una sola de vuestras piedras preciosas que son talismanes, recuperaríamos la salud enseguida y en lugar de arrastrarnos, moribundos por los guijarros, bailaríamos cantando alrededor de fogatas de jolgorio. » Entre la multitud había ancianos prestos a entregar el alma, jóvenes muchachas más pálidas que el sudario con el que pronto las vestirían; había madres practicamente sin vida que besaban con lágrimas a sus hijos casi expirantes. ¡El gnomo estalló en tales carcajadas que pareció oírse una bandada de cuervos! y expulsó a esos miserables que, demasiado débiles para regresar a sus casas, fueron muriendo sobre el camino. Entonces, al quedar solo, fue hacia el fondo de la gruta e hizo girar la roca. ¡Oh! ¡los innumerables y deslumbrantes pedrerías! en prodigiosos montones se encontraban esmeraldas, jacintos, amatistas, zafiros, rubíes, brillantes, topacios, turquesas, turmalinas, las más bellas de todas las gemas; y se hubiese dicho que un cielo de verano había dejado caer tras la roca sus millones de estrellas. «¡Oh, mi tesoro! ¡mi querido tesoro! ¡rayos! ¡esplendores! ¡deslumbramientos! eres demasiado magnífico para que te entregue a la codicia de los mendigos o que te sacrifique a la salud de los viles mortales, y yo solo, hasta que mis ojos se apaguen, ¡me regocijaré con tus colores y me deslumbraré con tus llamas!»

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– Ese cuento, aunque un poco triste, no me ha parecido menos bonito que el anterior, ¡toda vez que vuestra voz es tan dulce! Pero, esta vez todavía, ¡oh, bella y cruel niña!, no me habéis explicado por qué no queréis amarme.
Ella respondió:
–Escuchad la última historia.

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«Una vez, en la oscuridad, con la frente sobre la almohada y acariciada por los encajes de las cortinas, me disponía a dormir. ¡Pero no debe creerse que los ojos de las jóvenes muchachas se apagan cuando se cierran los párpados! No pudiendo mirar ya hacia afuera, miran para dentro; y pude ver en mí, – en mi corazón y en mi alma, – el más adorable de los espectáculos: unos candores tan frescos y tan tiernamente sonrojados, de tan blancas inocencias, de tan delicados pudores, que ni rosas, ni flores de lis, ni jazmines le hubiesen sido comparables detras de la tapia del aldeano y, al mismo tiempo, unas esperanzas tan calurosas, unas ternuras tan ardientes que no había allí menos fulgores que en la gruta del gnomo. ¡Qué flores! ¡Qué pedrerías! ¡Qué jardín soy y qué tesoro! ¿Quién pues sería digno de contemplarme, de poseerme? me sé demasiado deliciosa y demasiado preciosa para no ser avara de mi misma. Amad, suplicad, suspirad, llorad, ¡no me importa! Incluso, como en uno de los cuentos, aunque fueseis un rey, cuando incluso, como en el otro, os arrastraseis moribundo por los caminos, no obtendríais ni mi más pequeña rosa, ni mi ópalo menos luminoso. ¡Ah! reinad o morid: yo me encojo de hombros o me río; ¡y reservo intactos todos mis encantos para la sola mirada de mis ojos cerrados!»

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes