LA FLOR QUE TIENE FRÍO

No había nada más extraordinario y encantador que esa flor en ese campo de nieve. ERa la rosa más pequeña de un pequeño rosal. ERa tan endeble, con sus pálidas rojeces, tan frágil, que pasando alguien por allí no habría podido explicarse como resistía al frío y a los severos vientos del norte. No es costumbre de las gavanzas sobrevivir a las estaciones calurosas! Sin embargo, instruido de cosas como yo lo era, no quedé especialmente sorprendido por esa flor en la nieve. El pasado abril, una hada con alas de mariposa había atravesado la llanura entonces completamente verde y había rozado el campo con la punta del dedo pulgar de su pie, dejando allí algo de primavera. Y en ese lugar la flor había nacido y se desarrollaba sin marchitarse.
Pero tenía mucho frío; con su blancura apenas rosada estremeciéndose, hacia pensar en la desnudez de un niño en una cuna de escarcha.
Como yo la observaba:
–Señor – dijo la pequeña gavanza – no hay destino más miserable que el mío y me aflige considerablemente que no pueda morir y deshojar como las demás florecillas; pues el invierno, impotente para marchitarme, me congela; siento mil espinas frías que son puntas de témpanos penetrando en mi delicada pulpa. Si vos no tenéis un corazón inexorable, tened piedad de mi, os lo ruego. Haga lo posible para que tenga sobre mí, a mi alrededor, no más que un instante, un poco de calor. ¡Todo lo que tengo de bello y fragante, lo daría con alegría por un rayo de sol de verano!
Como podéis adivinar quedé muy conmovido por tal discurso. Pero ¿cómo acudir en ayuda de la rosa que tiritaba en el cruel aire? No era cuestión de rogar a las nubes que se entreabriesen para dejar pasar algunos chorros de luz cálida; no había calor detrás de las taciturnas nubes blanquecinas. Tuve la idea de ir al bosque vecino, recoger unas ramas y hacer un fuego alrededor del delgado tallo; pero los vientos del norte hubiesen apagado enseguida la llama y dispersado las brasas. ¿Qué, entonces? ¿Me vería obligado a dejar sufrir en el largo invierno, sin reposo, a la bonita suplicante? Por fortuna no dejo de tener una imaginación bastante fecunda e ingeniosa. Corrí hacia el domicilio donde me esperaba fielmente la Amiga de cabellos dorados. Le conté la aventura y le expliqué mi proyecto. Ella no dudó en seguirme, vestida apresuradamente, completamente cubierta con abrigos de pieles. Pronto llegamos al campo de nieve, y mi amiga se inclinó hacia la flor, liberando sus cabellos. «¡Oh! ¡qué dulce es abrirse al sol!» dijo la pequeña rosa del campo de nieve.

Traducción de José M. Ramos
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