LAS GOLONDRINAS
I
Cuando comenzaron los postres:
– ¡La felicidad está al alcance de todo el mundo!– exclamó uno de los invitados,
con la mirada y los labios iluminados – y yo he procurado echarle el guante.
¡Ah! realmente, ¿como iba a preferir los bombones negros entre mis dientes en
lugar de saborear los rosas? ¡Sería de idiota! De todas las cosas absurdas
propias de la humanidad, la depresión es la mayor de todas. El hombre
melancólico se parece mucho a un imbécil. ¡Pase llorar! El dolor es una especie
de goce puesto que forma parte de la vida. Pero yo me mofo despiadadamente de la
melancolía, ¡ese pasto de poetas elegíacos! No soy rico, no soy famoso, a mis
cincuenta años ya no soy apuesto, mi cráneo está calvo y mi barba teñida, – pues
tiño mi barba, – ¡no importa!, pero gracias a Dios y a mí mismo, soy un mortal
absolutamente feliz.
–Le envidio – dije yo.
–No lo haga, pues estando satisfecho soy bueno y divulgo con mucho gusto el
secreto de la absoluta felicidad. ¿No es cierto que en la mayoría de los vivos,
este triste humor negro en el que pierden el gusto por vivir se debe a su falta
de estima por los hombres y las mujeres, aumentada día a día en su desdén hacia
los vanos placeres cuya mentira por fin han reconocido, en una palabra, a la
desilusión?
–Sin duda.
–¿Y que la existencia, a pesar de sus catástrofes bastante raras en definitiva,
les sería agradable y les sonreiría si hubiesen conservado o reconquistado la fe
de las cándidas adolescencias?
–Estoy completamente de acuerdo.
–¡La felicidad está pues en quién la quiere! puesto que para obtenerla basta
ordenar a la experiencia: «Chochea» creyendo en el bien, en lo bello, en la
amistad, en el amor, en la alegría, considerando el mundo con los ojos radiantes
de un niño.
II
Con su vaso vacío, continuó:
– Lo veo a usted con una sonrisa escéptica alzando los hombros. ¿Acaso considera
imposible conservar la inocencia o volver a recuperar la ingenuidad? Se
equivoca; le aseguro que se consigue con un poco de buena voluntad. Fíjese, yo
que le hablo, a los treinta años (¡momento temible!) he estado a punto de
volverme como tantos otros, escéptico, desdeñoso, amargado, es decir
espantosamente infeliz. Una mujer adorada me había engañado con mi mejor amigo;
el más honrado de los notarios de provincias había perdido, jugando a los
treinta y cuarenta1, los dos tercios de mi fortuna, y mi perro
me había mordido. Esos golpes fueron duros. Tenía buenas razones para creer en
la perfidia de todas las amantes y de todos los amigos, en la improbidad de
todos los funcionarios públicos, en la rabia de todos los canes; incluso nada me
impedía, en la absurda lógica de las decepciones, ¡negar a partir de entonces el
azul del cielo, el canto del ruiseñor y el bermellón de las rosas! Procuré no
ser estúpido hasta ese punto. Ante las evidentes traiciones oponía con
resolución la ceguera de mi buena fe; ellas no existirían puesto que no las
vería; y de ese modo salvé mi alma del irremediable desencanto.
– ¿No le llevaría esa ciega confianza a conservar la amante, a dejar el último
tercio de su capital a su notario y a acostar en su cama a su perro rabioso?
– ¡Eso es precisamente lo que hice! y fui bien recompensado, pues, conmovidos
por mi indulgencia, la mujer me ha demostrado durante mucho tiempo una tierna
fidelidad, el funcionario público ha administrado el resto de mi fortuna con
leal diligencia, y el caniche me miraba, al despertar, con sus ojillos
enternecidos.
–¿Es eso así?
–¡Sin duda, puesto que lo he creído! Además, no pienso en ocultar que los
primeros infortunios me resultaron crueles; al principio me costaba mucho
esfuerzo rechazar las crueles lecciones de la experiencia. Pero poco a poco tomé
el hábito de negar las amarguras, y ahora soy inocente, ignorante y feliz sin
esfuerzo. En realidad no creo en el mal; estoy dispuesto a jurar que no existe;
desconozco incluso la fealdad, tanta belleza envuelve el sueño que tengo en los
ojos; soy, por todas partes, como una casa de cristal maravilloso en el que cada
vidrio, color de un paraíso, hubiese sido colocado por el buen vidriero del que
habla Baudelaire; y admiro la tierra a través de los cielos. Si se me dijese que
se encuentran en el mundo ciudades menos bellas que Venencia, paisajes menos
exquisitos que los cuadros de Corot, enamoradas con la mentira en los labios,
amigos que hablan mal de uno cuando han traspasado la puerta, me troncharía de
risa, incrédulo; lo que quiero saber, lo que sé, es que en cada alto de los
viajes, se encuentran ciudades de alabastro rosa doradas por el sol o forestas
solitarias llenas de pájaros y tigres sin maldad; que las bocas femeninas,
vírgenes de maquillajes, tienen besos tan sinceros como los puños de las manos
de los hombres. Estoy seguro de todas las honestidades y de todos los heroísmos;
Si el Sr. Rothschild quisiera instituir tantos premios de virtud como personas
extraordinariamente virtuosas hay, no tardaría en quedar reducido a la más
extrema miseria, – ¡pero todos los banqueros del mundo harían una suscrición
para devolverle su fortuna! – y es evidente que si los cien curiosos ocupados en
mirar desde lo alto de un puente como se ahoga una mujer o un niño, no se
arrojan al agua de un solo impulso, es por modestia o por caridad, para dejar a
algún pobre diablo el honor y la recompensa del salvamento. En cuanto a lo que
se refiere al talento, ¡todos los poetas, todos los pintores, todos los actores
lo tienen! resulta incluso infinitamente extraño que no lo posean. Encuentro ese
legítimo optimismo en las más mínimas cosas que constituyen mi dicha; apruebo
las salsas de los restaurante ilustres, no dudando ni un minuto que la
mantequilla no sea otra cosa que mantequilla, que el jugo de la carne no sea
jugo de carne en efecto; si pido un castillo de Yquem, estoy seguro que me
sirven castillo de Yquem, y encuentro el vino excelente gracias a esa certeza.
¡Eh! ¿Por qué me iban a engañar? De modo que, seguro de la honradez de todos a
causa de la bondad que yo tengo por todos, aprobando el tiempo que hace,
admirando a las personas que pasan, convencido de ser querido, – pues ellas no
me sonreirían, las hermosas, si no me estimasen, – ¡paso extasiado a través de
esta vida que para tantos otros resulta tan amarga!
III
–Sí, – dije yo, tras un silencio – el arte de no perder o de
volver a encontrar las ilusiones es también el arte de la felicidad, y muchos
hombres, al igual que usted, quieren creer que la fugitivas quimeras siempre
están allí. He conocido en mi país, en el campo, a un viejo que le chiflaban las
golondrinas; su mayor placer era verlas volar, blancas y negras, tan finas, en
el patio y en el jardín, con sus bruscos giros, y posarse sobre las pizarras, al
borde del tejado; la sonrisa de su corazón se proyectaba en sus labios cuando
entraban en el bonito tumulto hambriento del nido. Llegaron los días de otoño y
las golondrinas partieron. ¡Pero él decía a todo el mundo que no habían
levantado el vuelo! Y, en efecto, a pesar de los fríos y las primeras nieves, él
tenía golondrinas en el salón y en las habitaciones, las tenía por todas; pero
no solamente las golondrinas de nuestras primaveras, sino también las
golondrinas de todos los mares y cielos: ¡vencejos, aviones comunes y zapadores
que mueven sus alas sobre la arena de los ríos, oropéndolas con el vientre
rosado que vuelan por parejas bajo la fina lluvia, lentos charranes de cabeza
negra acostumbrados a inclinarse sobre los mástiles, rabitojos de vientre rosado
y fumareles, y las golondrinas que anidaron entre los senos de una diosa en los
bosques sagrados de Ática! Cuando el buen viejo recibía a algún extranjero,
nunca dejaba de hacerle admirar sus fieles golondrinas, y a mirarlas, a
mostrarlas, con su rostro sonriente. Salvo que...
–¿Salvo qué? – preguntó el hombre feliz.
–¡Salvo que sabía perfectamente que estaban disecadas!
Traducción de
José M. Ramos
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