EL GRAN BAILARIN

A pesar de lo que hay de ridículo en bailar en uno de esos bailes de caridad o de empresas, en el Gran Hotel o en el Hotel Continental, el Sr. de Puyroche, apartado de la multitud, no vaciló en pedir un vals a una joven, demasiado escotada, sin mangas, vestida con colores extravagantes, con muchas cintas al vuelo, bonita, rara, divertida, con aspecto de estar sola y de no querer continuar estándolo.
Ella le respondió con un bonito acento americano, mostrando unos dientes puntiagudos y blancos, puntiagudos para morder, blancos para ser besados:
– ¡Oh! ¿realmente, señor, quiere usted bailar conmigo?
– Es uno de mis deseos más intenso.
–¿Bailar? ¿aquí?
–¡Sin duda! ¿Dónde si no?
–¿Sobre este parqué?
–A menos que siendo un ángel acostumbrada a bailar entre las estrellas, no consienta usted en prestarme dos alas un poco usadas que ya no le sirvan.
–No, no – dijo ella riendo hasta sus rosadas encías – no soy un ángel, pero si usted quiere bailar conmigo debe usted seguirme lejos de toda esta muchedumbre.
¡Seguirla! él no pedía más.
Cuando abandonaron la sala, ella subió, él precediéndola, la gran escalera del hotel, siguió a lo largo de la pared de un pasillo y empujó una puerta; se encontraron en la habitación donde se alojaba la extranjera.
Ella dijo con un poco más de acento:
–¿Realmente sigue deseando bailar conmigo?
–¡Siempre! ¡más que nunca!
–¡Pues bien!,– dijo ella –¡Bailemos!
Él se acercó con los brazos abiertos para el abrazo; ella tenía los hombros redondos, muy gureos; y la doble redondez de su pecho se alzaba, dulcemente palpitante, fuera de las sedas y de los encajes, como saldrían del nido dos tórtolas con los picos rosados.
–¡Ah! ¡no! – dijo ella – ¡no así!
–¡Eh! ¿Y cómo, entonces?
–Fíjese.
Ella fue a coger en un rincón, detrás de un mueble, una cuerda enrolladas, subió sobre una silla, colgó, sobre la pared, a una fuerte alcayata de cobre, uno de los extremos de la cuerda, descendió, atravesó la habitación, subió sobre una consola, suspendió el otro extremo en otra alcayata, brincó, se encontró de pie, con un solo pie apoyado en el trenzado de cañamo, con toda su falda elevada en el balanceo; y, bajo sus brazos levantados, se rizaba un musgo de oro.
– Soy una equilibrista – dijo riéndose – Acabo de llegar de Nueva York y tengo que ebutar el próximo mes en el Circo de Invierno, y tengo esta cuerda en mi apartamento para «practicar» como decimos nosotros. Vamos, señor, quiero bailar con usted, venga!
El Sr. de Puyroche no es uno de esos hombres pusilánimes a los que el peligro puede desvanecer el deseo! Por otra parte, habiendo obtenido éxitos en la pista del circo mundano, él se consideraba bastante buen gimnasta.
Sin aparentar la menor sorpresa, dijo:
– ¡Ahí voy!
Pero se detuvo, fingiendo alguna aprensión:
–¡Ah!, diablos, ¿sin red? me romperé el cuello.
–No tengo red – dijo ella.
– Esto la puede suplir.
Con una mano vigorosa tomó la cama por el respaldo y la situó bajo la cuerda, se subió reuniéndose con la bonita americana; y ambos permanecieron de pie sobre el «hilo», en frac negro y vestido de seda con dobladillos de color rosa.
–¡Oh! eso está muy bien – dijo ella intensificando su acento;– ¡tienen mucha razón los que dicen que los franceses son unos gentleman muy valientes!
¡Pero no es muy fácil mantenerse en pie sobre la cuerda cuando no se tiene costumbre! Él se inclinó hacia la izquierda demasiado, – ¡torpe, oh, muy torpe! – perdió el equilibrio arrastrando en su caída a la bonita funambulista, y cayeron sin hacerse ningún daño en la red. El Sr. de Puyroche, más tarde, contaría que él no lamentaba en absoluto – a pesar de lo que habría tenido de ridículo bailar en un baile de caridad o de empresa – haber pedido un vals a esa bonita extranjera, demasiado escotada, sin mangas, vestida con colores extravagantes y con muchas cintas al vuelo.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes