EL BUEN BEBEDOR

Yo, John Knickerbocker, burgués de Londres, ventrudo como un posadero de vodevil, con la nariz granulada de bonitas verrugas sanguinolentas, puedo decir que no hay un caballero en la vieja Inglaterra, ni en el continente, que se atreva a vanagloriarse de haberme visto rodar bajo la mesa. La ginebra, el brandy, el ron, la cerveza, jamás me han vencido. Cuando me preparo un lecho de buenos asados al queso, un río de alcohol puede chorrear por mi garganta sin alterarme en absoluto. Mi capacidad es incomparable. Yo bebo y contengo desmesuradamente. Si se abriese mi vientre, saldría que beber, durante todo un domingo, para todos los borrachos de Dublín. No hay más que dos personas a quien yo reconozca facultades dignas de elogios, desde el punto de vista de los engullidores de líquidos; es mi compadre Anaximandre Pounoner, un muy buen bebedor de cerveza, y mistress Flora Knickerbocker, mi esposa, verdaderamente notable en lo que concierne al brandy. ¡Los estimo! pero debí compadecerlos un día que llevaron la audacia hasta querer rivalizar conmigo. Apenas habían vaciado, él, treinta botellas de cerveza, y ella, cuatro botellas de aguardiente, cayeron bajo la mesa, juntos, en los brazos uno del otro. Yo seguí bebiendo toda la noche, fresco, dispuesto, imperturbable, me dio pena oírlos, de lo incómodos que estaban, emitir suspiros melancólicos y lamentos que partían el alma, que entremezclaban de besos y caricias, como personas que han perdido la cabeza. Y al día siguiente por la mañana, – realmente yo comenzaba a tener sed – todavía estaban aún tan borrachos que tuve que realizar todos los esfuerzos del mundo para hacerles comprender la inconveniencia que había por mi parte, de dejarlos acostar en la misma cama.

Traducción de José M. Ramos
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