PEQUEÑAS LEYENDAS

 

GUIGNONNET[i]

 

¿Quién contaba? el abuelo, anciano, con la cabeza vacilante; y el nieto escuchaba, apenas seis años, con su cabecita sonrosada y rubia.

 

***

 

«Érase una vez…»

–¿Dónde fue eso?

–En un país. Érase una vez que había un hombre y una mujer – aldeanos como nosotros, pero más desgraciados, – un hombre y una mujer que jamás tenían pan para cenar antes de ir a dormir.

–¿Y en la sopa?

–Ni siquiera tenían sopera, porque el gato la había roto. Así pues, tanto el hombre como la mujer, eran completamente pobres y lo que los hacía aún más tristes era que su hijo no tenía orejas.

–¿Entonces, no oía?

–De hecho, sí.

–¿Por dónde?

–Por la nariz…, tal vez, o por los ojos; la historia no detalla esa información.»

El nieto, – seis años, reflexionó y dijo:

–Esta historia no es divertida.

–No es más que el comienzo. Verás luego. Ahora bien, el niño que no tenía orejas y que oía muy bien, escuchó un día al padre contar a la madre que en una montaña de ese país había una gruta donde un brujo muy rico había ocultado mucho oro y plata, y que, mediante su permiso, el tesoro pertenecería a aquel que tuviese el valor de ir a buscarlo superando mil peligros.

–¿Un brujo?

–Como en la Princesa Azul.

–¡Ah! Sí.

–Guignonnet, que así se llamaba muchachito. pensó: «Me gustaría ir a la montaña a buscar el oro y la plata del brujo, porque cuando seamos ricos, papá y mamá ya no tendrán necesidad de trabajar como lo hacen y no se acostarán sin cenar.» Como puedes comprobar, el niño sin orejas tenía un buen corazón; decidió partir hacia la montaña, él solo, sin decir nada a nadie, porque quería dar una sorpresa a sus padres cuando regresase con el tesoro. Lo que hubiese podido hacerle dudar era que, normalmente, no tenía mucha suerte en lo que emprendía. Cuando había hecho algo muy bien, la aventura daba un giro de modo que la impresión final era que lo había hecho todo muy mal. Hay personas como él en la vida, a quiénes nada sale bien y que siempre son acusados por error. Así, un día, habiendo visto a un pobre en el camino, y aun siendo pobre él también, le dio una limosna, un centavo que le habían dado,. Pues bien, ¿Tú crees que el mendigo le dio las gracias? Nada de eso, le arrojó el centavo a la cara y le gritó, mostrando los puños en actitud de amenaza: «Es muy vil engañar a los pobres. ¡Dios te castigará!»

–¿Por qué le dijo eso el mendigo?

–El centavo era falso, pero no era culpa de Guignonnet, puesto que se lo habían dado. En otra ocasión oyó una gallina que cacareaba en el establo y no dejaba de hacerlo. Tuvo piedad, saltó de la cama – pues era antes del amanecer – y fue a socorrer al pobre animal. La vio en una especie de cesta redonda donde cacareaba para pedir ayuda. Guignonnet la acarició; ella seguía quejándose siempre. Entonces él se dijo: «Creo que en la cesta hay alguna alimaña que la muerde bajo las plumas.» A él le gustaba ayudar, agarró la cesta, la movió con la intención de hacer salir a la gallina que, de este modo, estaría liberada. La gallina huyó, en efecto, asustada, con las alas batiendo; pero, ¿sabes lo que cayó de la cesta? doce hermosos huevos. Y todos los huevos se rompieron. Y como ya te imaginas, Guignonnet fue regañado y golpeado por sus padres que habían dejado los huevos en la cesta para que la que gallina los incubase. Sin embargo el pequeño muchacho sin orejas había creído ser útil a la gallina. Y bien, a propósitos de sus orejas, debo decirte como las había perdido; pues sucedió una vez en un rincón del bosque. Guignonnet tenía ocho años. Se encontró con un perro muy negro, sentando sobre sus patas traseras, y que fumaba su pipa tranquilamente.

–¿Fumaba su pipa?

–Sí. En el país donde vivía Guignonnet era frecuente encontrar a los perros fumando su pipa paseándose por las calles o por el camino; en nuestro país son mucho más raros. En fin, el perro que Guignonnet encontró, fumaba su pipa tranquilamente, o más bien no, no la fumaba. Pero no era culpa suya; acababa de apagarse. Guignonnet se acercó y dijo al perro negro: «Señor perro, si usted quiere, yo iré a buscarle cerillas.» Eso era muy amable, muy bonito. ¡Bueno! el perro se levantó sobre sus patas traseras, adoptó un aspecto furioso y se arrojó sobre Guignonnet, y, de dos mordiscos, le arrancó las dos orejas. Después de lo que tomó su camino a través de los helechos y desapareció por completo.

–¿Con las orejas de Guignonnet?

–Con las orejas.

–Dime, abuelo, ¿en la historia se las devolverá al final?

–Eso no te lo puedo decir todavía. Quién escuche sabrá. Comprenderás que todas estas desgracias habían hecho a Guignonnet un poco tímido; pero no importa, el deseo de hacer el bien era más fuerte que el temor a ser maltratado; y, una noche, cuando todo el mundo estuvo dormido en la choza, se levantó sin hacer ruido, salió, con sus zapatos en la mano, y, sin tener miedo, aunque los caminos estaban muy oscuros, se fue en dirección a la montaña.

» Esta montaña era completamente negra; no había camino para subir a ella, y, además, Guignonnet no sabía en qué lugar se encontraba la gruta; de modo que estaba muy confundido y a punto estuvo de regresar a su casa. Pero ocurrió que un gran cuervo comenzó a volar sobre la cabeza del muchacho; mientras volaba, graznaba de un modo terrible; se hubiese dicho, al contrario, que ese pájaro negro tenía buenas intenciones, quería dar buenos consejos al niño sin orejas. Guignonnet lo miró. Le pareció que ya había visto esa gran cabeza puntiaguda, que tenía en su pico una rama de pino, le recordaba un poco al perro negro que fumaba su pipa. A causa de ese parecido, el niño quiso irse, temiendo por sus ojos y por su nariz, puesto que ya no tenía orejas. El cuervo, siempre sobrevolándolo, le dijo: «Guignonnet, siéntate entre mis dos alas, te llevaré al lado de la gruta donde el mago oculta su tesoro.» Después de haber hablado de ese modo, el cuervo se posó en tierra con todas las plumas extendidas; era un pájaro tan grande que Guignonnet, que era muy pequeño y delgado, porque no comía demasiado, pudo encontrar fácilmente sitito entre las largas alas. Luego, el cuervo levantó el vuelo. Guignonnet no tenía miedo; pensaba en el placer que experimentarían sus padres cuando les llevase el tesoro de la montaña. Apenas llegaron a lo más alto de la cima, el cuervo se abatió entre un montón de maleza, en una especie de grieta que era muy negra y horrible, en tanto se veían brillar aquí y allá unos espantosos ojos de búhos y lechuzas. Guignonnet puso pie en tierra diciendo: «Gracias, señor cuervo; os ruego ahora que me indiquéis el camino que conduce a la gruta.»  ¡Pero el pájaro ya no era un pájaro! Había cambiado muy rápido y se había convertido en un malvado enano muy negro que miraba a Guignonnet con una sonrisa maliciosa, y que tenía una pipa en la boca. Guignonnet pensó todavía en el perro que le había robado sus orejas. Sin embargo no se inmutó. «Señor enano, dijo, ¿queréis indicarme el camino que lleva a la gruta del brujo?» Entonces ocurrió algo espantoso. El enano con un gran bastón y las lechuzas con sus picos se pusieron a golpear, a picar, a maltratar de todos los modos posibles al muchachito sin orejas. «¡Vete ladrón! ¿Qué es lo que ibas a hacer con el tesoro de la montaña? Comprarías canicas para jugar en las calles en lugar de ir a la escuela.» Guignonnet respondía: «¡Os aseguro que no quiero el tesoro para comprar canicas! Es para que mis padres no tengan que acostarse más sin cenar y puedan dar limosna a los vagabundos que pasan por el campo.» Eran palabras inútiles. Las despreciables bestias y el malvado enano no dejaban de hostigar al chico; golpeado a bastonazos y sangrando de los picotazos, rodó por las piedras de la grieta hasta un gran agujero que allí se abría. ¡Otro hubiese renunciado a su empresa a causa de las injusticias que se cometían contra él! Guignonnet no pensaba en otra cosa que en ayudar a su padre y a su madre.

»En el agujero donde cayó, había mucha oscuridad, y, en esa oscuridad, había una especie de bestia más negra aún, que parecía un lobo; ese lobo tenía entre los dientes un hueso que estaba royendo, un hueso muy blanco que se podría confundir con una gran pipa. El lobo aulló: «¡Sal de mi casa, miserable! Yo soy el guardián del tesoro que está ahí bajo una piedra, y no te permitiré tomarlo!» Pero Guignonnet se arrojó valientemente sobre el lobo, y encontró tantas fuerzas en su deseo de ser útil a sus padres, que tumbó a la bestia, levantó la piedra que ocultaba el tesoro, y entonces, en lugar de la plasta y el oro que esperaba encontrar allí, vio en una cajita abierta un número infinito de piedras preciosas tan bellas que una sola habría bastado para hacer ricos a varios reyes!

«Mientras se apoderaba de la preciosa caja, tan pesada que tenía alguna dificultad en levantarla, el lobo se había puesto en pie, y, ahora le mordía en las pantorrillas y en el trasero; pero Guignonnet resistía el dolor, no tenía en cuenta esos dientes que le desgarraban la piel; se imaginaba lo contenta que se pondría su madre cuando tuviese bellos vestidos como las damas de la ciudad y que podría distribuir la cena todos los días a los mendigos que pasan. Era un muchachito así; le daba igual sufrir con tal de que los demás fuesen muy felices.

«Sin embargo, seguido por el lobo que no le soltaba los pantalones, buscó un camino entre la maleza para regresar a la falda de la montaña y, desde allí, regresar a su casa. Pero en la oscuridad, a su alrededor, había una multitud de criaturas, hombres, animales, que iban y venían, y gritaban con todas sus fuerzas: «He aquí a un muchachito que ha cometido un gran crimen»; y unos pájaros lo seguían a través de las ramas silbando: «¡Al ladrón! ¡al ladrón!». Guignonnet estaba muy triste, porque temía que lo matasen; triste sobre todo de ver que se le juzgaba tan mal. Cuando estuvo en la llanura, creyó que el peligro había pasado y que nadie le diría ya insultantes palabras. Por desgracia, resultó que vio venir hacia él, por el gran camino, tres gendarmes muy altos, y, como la luna había salido, se distinguía muy bien el acero de sus sables que relucían y sus blancos entorchados; lo que había de extraordinario en esos tres hombres, es que bajo sus bicornios tenían hocicos de perro y que, a pesar de eso, fumaban sus pipas tranquilamente.

–Entonces, abuelo, ¿los gendarmes eran perros?

–Perros, sin duda; tú sabes que en las historias las personas no siempre son lo que parecen ser. Lo cierto es que los gendarmes, desde el momento que advirtieron las presencia de Guignonnet, corrieron hacia él emitiendo gritos y le cogieron su caja diciéndole: «¡Eres tú quién ha robado a los viajeros en el bosque!» El niño sin orejas tenía mucho que responder: «Os equivocáis, yo vengo de la montaña, traigo a mis padres el tesoro que pertenece al más valiente», pero ellos no querían escuchar nada; le pusieron unos grilletes, e insultándolo, y dándole golpes, lo condujeron a la prisión de la ciudad. Allí, fue introducido en un calabozo muy oscuro, donde había muchas ratas que se arrastraban. Toda la ciudad se había despertado. Desde el fondo de su agujero se podía escuchar a las personas juntarse alrededor de la prisión, hablando entre ellas y decir: «¡Ah! ¡Han atrapado al pequeño ladronzuelo. ¿Quién hubiese podido pensar que Guignonnet, con ese aire tan decente, era un delincuente de esta especie?» Él lloraba en su soledad, sintiendo que no había querido hacer daño a nadie, y que no lo había hecho, y que sería muy injusto colgarlo al día siguiente, como se tenía intención…

«Pero, en su desolación, esperando que se le viniese a buscar para conducirlo al cadalso, he aquí que el perro negro que fumaba su pipa entró en el calabozo, y, siempre fumando su pipa, dijo: «Guignonnet, tus desgracias han acabado. El mendigo del camino que dirigió a tu centavo tan malas palabras, era yo; yo era la gallina de la que rompiste los huevos creyendo acudir en mi auxilio; el cuervo de grandes alas, y el enano, y los gendarmes, también era yo; pero no soy un perro negro que fuma su pipa, soy una hada, una hada buena, mírame». Al decir esas palabras, en la prisión que ya no era una prisión, sino un jardín iluminado por flores luminosas, Guignonnet vio una hermosa dama con cabellos dorados, que estaba vestida de sol y que tenía en la mano una varita de diamante. «Guignonnet, dijo ella, has triunfado en todas las pruebas, no te has venido abajo ante tantas injusticias; ahora regocíjate, pues estas en el jardín celestial donde jugarás eternamente con los angelitos de tu edad.» Cuando finalizó de hablar, la hada desapareció. Guignonnet vio venir hacia él a unos niños tan hermosos que no hubiese creído que pudiesen existir; le propusieron divertirse con ellos; y no hay nada más placentero que jugar a las cuatro esquinas en el jardín del Paraíso.»

 

***

«Entonces, dijo el nieto, con la cabeza rubia y sonrosada, ¿fue en el cielo donde Guignonnet fue recompensado por todo lo que había hecho bien?

-Sí, en el cielo.

–¿No antes?

–No, no antes, dijo el abuelo…

 

 

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas el 21 de diciembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes


 

[i] Guignon significa “mala suerte”. Al tratarse de un nombre propio en el relato, optamos por no traducirlo. (Nota del T.)