CUENTOS MELANCÓLICOS

LA HERMANITA MUERTA

 

Tendrá siete años el día del baile de disfraces que le ha prometido su madre. Será el próximo mes. La fiesta ha sido anunciada por el Diablo Cojo[1]; las modistas no dan abasto a causa de tantos encargos para ese baile. Los padres de Emmeline (el padre es un corredor de bolsa que se ha visto comprometido en la bancarrota de los hermanos Reynolds, pero saldrá adelante; es un hombre honrado) invitaron a una gente muy elegante, muy parisina, también a muchas personas de la colonia americana; en su domicilio se divierten como no se ha visto en otra parte.

También podría ocurrir que la fiesta no tuviese lugar; todo depende de la auditoría; además pensad que una mujer que se respeta no recibe a nadie cuando su marido ha sido detenido y llevado injustamente a prisión. Pero, ¡bah! Una se ha visto en otros trances; acabarán las preocupaciones cuando la auditoría lo aclare. Esta decidido que se vestirá a Emmeline de arlequín, pues con siete años ya tiene un buen tipo.

Ahora bien, esa mañana, Emmeline, exquisita, con un vestido de encajes, toda sonrosada, semejante a una de esas grandes muñecas de los escaparates, había jugado mucho rato en el salón de la planta baja, con los bibelots de la mesa y de unas estanterías. Se aburría; «¡Mamá todavía no habrá salido del baño!» porque, después del baño, la chiquilla entraba en el gabinete donde se recogía mamá y no había nada más divertido. Ella no sabía que hacer esperando; abrió una de las ventanas, se alzó, se acodó, miró hacia la calle, una calle de edificios ricos donde, por encima de las paredes y las verjas, incluso en invierno reverdecían los follajes de sus jardines. Nadie pasaba por la calle. Emmeline miraba la calle no asfaltada, de tierra seca, sin barro, entre las aceras claras, bajo el claro sol de invierno.

–Deme algo, señorita. Estamos sin pan y sin fuego en casa. Mi madre está enferma y mi padre no tiene trabajo.

La pequeña mendiga decía eso con voz monótona, sin inflexión, donde lo único que tiene significado es la palabra, no el acento; no miraba la ventana, vuelta hacia el edificio de al lado, a causa de un gato que pasaba la cabeza entre los barrotes de la cocina. Parecía indiferente, maquinal, cumpliendo una taresa, hacía su oficio; mendigaba como otras van a la escuela, sin miedo, aburrida. Tarea, vestida según su estado, con una falda de lana deshilachada, una blusa mal abotonada y una bufanda de hombre alrededor del cuello; sus pies, de una palidez verdosa, estaban desnudos dentro de unos zapatos demasiado grandes. Fea y pálida con muchas manchas rojizas. Debía tener once años, aunque no aparentaba más que ocho de lo enclenque y delgada que estaba.

Emmeline le respondió inclinándose un poco más:

–¿Por qué no tocas música?

–No, -- dijo la otra – no tocó música.

–Las demás niñas que piden monedas tienen acordeones, tambores vascos, es divertido, ¿Tú no tienes?

–Esas son cantantes. Yo no sé cantar.

–¿Es cierto que no tienes pan y fuego?

–Es verdad.

–Papá siempre dice que las mendigas son ricas, que no hay que darles porque no quieren trabajar.

–Deme algo, señorita.

–No tengo monedas. Pero si eres tan desdichada tal vez sea porque tu hermanita no ha muerto.

–La mendiga dejó de preocuparse del gato. Levantó la cabeza, asombrada, interesada.

Emmeline volvió a preguntar:

        ¿Tienes una hermanita?

        Sí, tengo una.

        ¿Y no está muerta?

        No. Tiene dieciocho meses. Todavía es lactante.

¡Por eso eres mendiga! Si tu hermanita estuviese muerta, tus padres tendrían una hermosa casa, como la nuestra; estarías bien vestida y nunca te faltaría de nada.

        ¿Ah? – exclamó la mendiga.

– Sí. – dijo Emmeline– Las hermanitas muertas se convierten en ángeles; y ellas se ocupan de sus familias que han quedado en la tierra; les dan dinero, hermosos vestidos, buenas cenas, en fin, todo lo que les es necesario.

–¿Quién te ha dicho eso? – preguntó la mendiga.

–Pues mi mamá.– respondió Emmeline.

Y las dos chiquillas se miraban, charlaban; la pobre y la niña rica, curiosas la una de la otra, divertidas, familiares.

 

***

 

En efecto, había sido la madre de Emmeline la que había dicho eso. Ser una mundana sin descanso entre compras y visitas, apenas tener tiempo de ver al amante de dos a cuatro, resignada a las compras urgentes en casa de la modista que rechaza el crédito o del joyero que amenaza con denunciarla, no le impide ser una madre cariñosa que, por la noche, ya vestida, en el momento de salir para algún baile, se retrasa junto a una camita, besa unos bonitos cabellos rubios, y cuenta historias, sonriendo. «¿Te acuerdas, cariño, de tu hermana, tan bonita, que vino, que estaba en una cuna y que luego se fue? Pues bien, fue ella quién te ha traído esta muñeca; ella ha bajado del cielo expresamente para darte la preciosa muñeca que aquí ves.» Y la hermana muerta, según la madre de Emmeline, traía muchos más hermosos regalos. Había adornado el salón con todas esas figurillas de Saxe, con todos los bibelots de Japón, gracias a ella los cajones estaban siempre llenos de ligeros encajes, flores y bolsitas perfumadas; la modista se limitaba a coser los vestidos: era la pequeña muerta quién había dejado caer las telas del paraíso; también se las entendía maravillosamente para hacer, aunque invisible, los platos favoritos de Emmeline y a azucarar un poco más de lo debido las confituras. ¿Acaso no era normal esa actitud de la madre, – tan frívola, sin embargo y preocupada por tantas cosas – en querer que la niña desaparecida fuese para la sobreviviente una especie de ángel exquisito, presente sin cesar, dispensador de todo lo que es bonito, alegre y precioso? Emmeline había aceptado ese bonito cuento sin ninguna duda; persuadida de que la pequeña muerta, atenta, todopoderosa, no dejaba nunca de estar allí; convencida de que no podía ocurrir nada feliz en el que no fuese su hermana la causa y la mensajera; hasta tal punto que una noche escuchó a su padre decir muy a prisa, en voz baja, entrando en el comedor: «¿Sabes, querida amiga? Estaba perdido, pero he encontrado cien mil francos para pagar mis deudas» Emmeline gritó: «¿Fue mi hermanita  quien te ha dado los cien mil francos?»

 

***

Las dos niñas, una en la ventana, otra en la acera, seguían conversando, más familiares, casi amistosas, con esa rápida intimidad de dos pájaros de especies diferentes que se han posado en la misma rama.

–¿Entonces, todo que lo que necesitas, lo tienes?

–Sí, -- dijo Emmeline.

–¿Buenas cenas, buenas camas, muñecas, todos los vestidos que te gustan?

–Sí, y coches.

–¿Tirados por cabras?

–No, por caballos para ir al Bosque de Bolonia.

–Eso no ocurre en nuestra casa. Comemos de vez en cuando; nos acostamos cuatro en el suelo bajo una vieja manta; y mamá me hace unos vestidos con lo que le sobra de sus viejas faldas.

–¡Oh! ¡eso es triste! ¿verdad?

–No es nada divertido.

–Pero tú eres tonta.

–¿Yo?

–Sí. Si quisieras podrías ser feliz.

–No comprendo.

–Te digo que eres tonta.

–No

– Claro que sí! ¿No tienes una hermanita?

–Sí.

–¿Qué está viva?

–Sí. Tiene dieciocho meses.

–Pues bien, tonta, entonces hay que matarla. – dijo Emmeline con una fresca sonrisa rosada.

Pero no escuchó la respuesta de la mendiga, pues una criada entraba en el salón diciendo:

–¡Venga rápido, venga rápido, señorita! La señora ha salido del baño y la espera para probarle su vestido de arlequín!

Un regalo más de la hermanita muerta.

 

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas 1 febrero 1887

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, setiembre 2013

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes

 


 

[1] Le Diable Boiteux (El Diablo cojo)  es el pseudónimo de un periodista del Gil Blas