LAS HOJAS VENGADAS

Puesto que ahora la viña por fin vuelve a florecer y decora las laderas de Borgoña y Guyenne con bella abundancia de racimos, está permitido contar cual fue la verdadera causa del mal del que tanto tiempo fue víctima la augusta planta a quién el hombre debe la risa y el renovado vigor de los besos. Antes, tal tema de conversación no habría hecho más que ensombrecer las almas, por que haría pensar en cepas desraizadas, en barriles sin uso, en vasos enrojecidos con líquidos extraños inventados por la lucrativa mediocridad de los químicos. Pero hete aquí que tras los festines en los que se vierte la verdadera sangre de las uvas, ya podemos golpear la tierra con pies libres. ¡Es al aire libre, en las llanuras, sobre las pendientes, – y no en turbias oficinas, – donde se acaban las vendimias rojas o doradas! ¡El tirso de Baco ya no se codea con el bastón del Sr. Fleurant! y de ese modo tenemos la borrachera, sin intoxicación. Así pues, sabed, que la viña está curada, porque estuvo enferma. ¡Ah! ¡Cuántos sabios perdieron el tiempo en sutiles y absurdas hipótesis! Sabed también como la viña fue salvada por la adorable clemencia de las mujeres. ¿Por la clemencia de las mujeres? Con toda seguridad. ¡Eh! ¿de quién nos habría podido venir semejante bien sino de aquellas que dispensan las únicas dulzuras en las que se encuentra la fuerza de soportar la vida y de odiar la muerte?

I

Las personas que están un poco al corriente de las leyes que rigen el universo, no ignoran que la responsabilidad de velar por el mundo vegetal – follajes, flores y frutos de miel – la labor de mantenimiento del buen orden, así como la equitativa proporción en la distribución de los esfuerzos y salarios, fue confiada por la inicial Providencia a un serafín que más de una vez los poetas encontraron en los campos o en los vergeles, vestido de azul y de verde, o bien vestido de nieve y de rosas, al igual que un manzano normando. Ahora bien, un día, ese serafín – muchos años han pasado desde esa jornada – experimentó, al posar el extremo del dedo gordo del pie sobre la hierba primaveral, la más desagradable sorpresa que uno pueda imaginar. A derecha y a izquierda, delante y detrás de él, de uno a otro lado del horizonte, las flores estaban tristes, ¡y las hojas mucho más! Jamás había visto semejante melancolía entre las plantas sometidas a su imperio. Las rosas colgaban, semejantes a labios muertos. Las malvas parecían ojos ciegos. Los espinos blancos estaban en duelo, como las vírgenes de los países en los que el luto se viste de blanco. Y las follajes – desde los más altos robles a los más achaparrados arbustos – torcidos, contraídos, a veces erizados, mostraban una desesperación donde se añadía una cierta cólera. ¡Desgraciadamente, un horroroso abril traería este año la tierra! ¿y qué pensarían los enamorados, a partir de ahora, cuando experimentasen, con las manos unidas, la misteriosa hostilidad o desdén de los senderos? Mientras tanto, el serafín, tan perplejo como era de esperar, se preguntaba que acontecimiento había cambiado de ese modo la natural amabilidad de los cálices y los follajes:
–Sabed la verdad, celeste Alteza – susurró la hojita espinosa de una gavanza.
Ésta acababa de ser elegida por unanimidad, por las frondosidades aledañas, para formular las quejas comunes, a causa del aspecto atrevido que tenia y de su propensión a los impertinentes pinchazos.
–¿Qué es lo que sucede? – dijo el ángel – ¡habla!
Ella replicó:
–No podemos tolerar por más tiempo, nosotras y las demás hojas, – hojas de rosal y hojas de olmo, pequeñas hojas en las que se dobla el cuello de las margaritas o amplias hojas de plátano, entre las que se mece el nido de los grandes pájaros, – la injusticia de la que somos víctimas; y, puesto que las flores, como era natural, han tomado partido por nosotras, las primaveras conservarán los aires huraños del arisco invierno hasta que no se haya dado satisfacción a nuestros justos resentimientos.
–¿Y de que os quejáis, hojas de los senderos, de los parterres y de los bosques?
– Entiéndelo – continuó ella—Desde luego nosotras tenemos especiales privilegios. Varias de entre nosotras se balancean en la inmensidad de los claros azules, y a veces caen sobre ellas plumas de cisnes que pasan. ¡Otras conocen esa delicia de rodear a la maravillosa rosa! Otras, más humildes, saben cuán dulce es ser rozadas por el menudo trote de los pulgones dorados y de todas las pequeñas cochinillas. Otras – cogidas con los claveles o las camelias – se extasían en los bailes entre los divinos senos de las mujeres. Pero esos placeres, esos orgullos, son a costa de la incomparable alegría y gloria que fueron concedidas a una de nuestras hermanas convertida finalmente en una detestada rival.
–¿Y quién es esa hermana tan odiada? – preguntó el serafín.
–¡La hoja de parra!– exclamó, en un remolino de brisa, la hoja de la gavanza. ¡Ah! ¡ah! porque nosotras estamos lejos en los bosques o en los jardines, pensabas que no sabríamos nunca la parcialidad criminal de la que hiciste prueba, tú, el amo de nuestros destinos, con respecto de esa gran cosa, de esa desvergonzada, que se frota con los racimos, – ¡de esa borracha! Pero hemos escuchado lo que murmuran bajo las sombras los poetas lectores de odas y elegías, nosotras hemos entendido los propósitos de los enamorados venidos de las ciudades los domingos de verano, y no ignoramos cual es la función de la que tu más te enorgulleces de nuestra hermana de los viñedos. El gran placer, más que estar inclinada en el azul de los vastos cielos y de recibir la limosna de nieve alada que deja caer un cisne, o envolver a la exquisita rosa, o que los insectos roedores nos hagan cosquillas, incluso la deliciosa muerte sobre el pecho de una dama en un baile, no podría ser, para una hoja prendada del ideal, la suprema alegría. ¡El perfecto encanto, el inefable triunfo, están reservados a la hoja de parra! Es ella quien vela lo más íntimo, lo más sagrado, el más esencial tesoro de la belleza femenina; es ella quién toca, quien conserva para sí – bajo su hinchada redondez – ¡el estremecimiento rosado y frondoso de los más lejanos pudores! ella es el obstáculo encantador, el adorable rechazo, ¡el símbolo de la virginidad cerrada! e incluso agujereada, desgarrada, no importa, ella no es menos digna de envidia, puesto que ¡aparece como el margen verde de la augusta herida nupcial!
La portavoz tomó aliento en un soplido que pasaba, enfurecido también; luego, un poco altiva, dijo:
–Nosotras, las hojas de las hayas, de los linderos y de los prados, de acuerdo sobre este punto con todas las flores, estamos decididas a mantener, de un extremo a otro de la tierra, taciturnas actitudes de las que se entristecerán las primaveras y los veranos, en tanto no sea retirado a la hoja de parra, el exquisito privilegio que nos es negado, en tanto que no haya expiado, por una privación proporcional a su injusto triunfo, la gloria y la felicidad con la que nos humilla.

II

El serafín, ante tal ultimatun, no le quedó más remedio que ceder. ¿Podía privar él a los abriles y a los julios del vivo estremecimiento de la vegetación y de la sonrisa de los flores? Sacrificó a la hoja de parra, y, en consecuencia, a las propias viñas. Una terrible plaga, – de la que los sabios no lograron descubrir el origen, – se abatió sobre la augusta planta, a quién el hombre debe la risa y el renovado vigor del beso. Ese fue, todavía se recuerda, un tiempo de dolorosas pruebas. Todavía había vino, aunque ya no hubiese racimos. Cualquiera que bebiese otra cosa que no fuese el agua de las fuentes se exponía a un rápido tránsito; no era raro encontrar por los caminos personas que tenían rendido el espíritu, porque habían tenido sed. Por fortuna, el dios Amor pronto comprobó lo que había de enojoso en tal estado de cosas; ¡se amaba poco desde que la verdadera sangre de las uvas no calentaba ya los corazones ni los cerebros! la acogida de las tiernas retiradas a los bosques, y el olor del profundo follaje, y las fragancias turbadoras de los cálices no eran una compensación suficiente a la energía desmayada de los sinceros vinos consejeros de caricias y de delicadas trasgresiones. El dios Amor – tras haber conferenciado con el serafín encargado de los senderos y los parterres – ideó enseguida un medio de remediar el mal. ¿Qué era en realidad la hoja de parra? el símbolo de la modestia femenina – una imagen de la estricta virtud. Se dirigió pues a las jóvenes mujeres, nuestras enamoradas; les hizo entender que si ellas se dignaban a renunciar a las blusas demasiado altas, a las faldas demasiado largas, y a tantos otros vanos pudores, las hojas no tendrían a partir de ese momento, ninguna razón para envidiar a la hoja de parra, que no sería más que una metáfora inocente y anticuada. ¡Ah! ¡cielos! cuanto costó a nuestras amigas resignarse a tal olvido de sus pudores naturales. ¡Pero era necesario venir a socorrer a la humanidad sedienta de uvas sangrantes! Ellas consintieron – porque son tan buenas – en dejar ver en las fiestas toda la blancura de los hombros y del seno; ellas consintieron, en deliciosas intimidades, a base de menos velos. Entonces – puesto que la hoja antes envidiada y celosa no era más que una hoja como las demás – la vegetación de los senderos y de los bosques permitieron que la viña floreciese por fin decorada de una bella abundancia de racimos en las laderas de Borgoña y de Guyennes; y tu bebes buenos vinos, compañero, porque tu amante, la pasada noche, con una rodilla al borde de la cama, ha dejado caer completamente, con una pequeña sacudida, la huidiza camisa, haciéndola deslizar por la pantorrilla, reteniendo un instante la redondez del talón.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes