EL HOMBRE ORQUESTA

Ese sábado de otoño de hace cuatro o cinco años, uno de mis queridos amigos, un poeta excelente, y yo, un mediocre compositor de versos, éramos casi los únicos pasajeros a bordo del pequeño vapor que hacía el recorrido una vez a la semana desde Boulogne a Guernesey; como peregrinos devotos íbamos a visitar la Casa del Maestro. El navío parecía poco seguro, con sus crujidos aquí y allá, con su maquinaria chirriante y ruidosa apestando a aceite rancio, y cuya baja chimenea emitía roncos estertores a sacudidas, vomitando al aire una negra humareda; en el puente, hacia la proa, se encontraba el capitán, un hombre fuerte de cabellos cortos y barba afeitada, que hacía al mismo tiempo de piloto, en popa estaban, en bullicioso desorden, unas ovejas y corderos en un cercado sin techumbre, ya que a su tarea de distribuir cada día de la semana, las pocas cartas que raramente llegaban, y los escasos periódicos, a los habitantes de todas las pequeñas islas de la Mancha, guardianes de faros o solitarios de las rocas marinas batidas por la espuma, el capitán añadía el negocio de proporcionar a los insulares la carne todavía viva. Antes del mediodía fuimos testigos dos o tres veces del espectáculo. El navío ralentizaba su marcha, rozando casi la tierra; el capitán arrojaba a una barca que se apartaba de la costa y se aproximaba al navío, primero pequeños paquetes, luego, ayudado por el carbonero, uno, dos, tres animales que no dejaban de balar, algunas veces más, según el número de los habitantes de la isla; y si algún animal mal lanzado, después de un lanudo giro en el aire, se caía al agua, los hombres de la barca, con un golpe de remo, le rompían el cráneo a fin de recogerlo con mayor facilidad. Una vez hecho esto, el viejo barco, traqueteando, gimiendo, escupiendo su negra asma, se volvía a poner en marcha, dando tumbos bruscamente por la oscilación de las pesadas olas y el huidizo paso del sonoro viento. Nosotros no habríamos podido evitar la aprensión de algún peligro si el bello y tranquilo cielo, y también el inmenso océano, completamente azul, donde ninguna nube se dejaba ver, no nos hubiese tranquilizado por su apacible y acariciador esplendor.
Pero el buen tiempo no duró mucho.
Con una celeridad de la que solamente puede dar idea un cambio de decorado, nos vimos envueltos, aunque era pleno día, en una opaca bruma blanca que veló todo, las orillas poco lejanas, el mar, el cielo; y hacia popa aparecía como una cortina húmeda apenas más densa donde se removía el blanquecino rebaño. Realmente no podíamos ver nada entre la niebla, ni el timón, ni el capitán, ni el humo negro arrojado por la chimenea, ni a nosotros mismos, tan cercanos sin embargo el uno del otro, ni siquiera las brasas de la ceniza de nuestros cigarros. Más viento y más olas alrededor del navío que se deslizaba lentamente; nada más que un pálido espesor impenetrable a los ojos y que sólo algún movimiento de nuestros brazos lo atravesaba invisiblemente sin apartarlo. Y he aquí que a nuestro alrededor, a la derecha y a la izquierda, delante y detrás, sonaron siniestramente las sirenas; pues, ante el temor de chocar con algo, pequeños paquebotes o veleros, todos los navíos dispersos a nuestro alrededor, la mayoría detenidos, otros continuando con precaución su marcha, advertían de su proximidad mediante el vibrante clamor de sus bocas de cobre; y atravesamos lentamente infinitas tinieblas blancas desgarradas por esos aullidos.
Mi amigo me dijo:
–Esta niebla repentina es un fenómeno frecuente en estos parajes. Será para usted bastante irritante pasar ante Aurigny sin que se pueda ver la isla.
–¿Aurigny? –repetí.
–Aurigny, en medio del mar, tan cercana a la costa sin embargo, es de una terrible soledad. Es una isla gris y rojiza, de piedra y ladrillo, porque es una gran roca sobre la que se han construido cuarteles. Ni un árbol, ni una flor, ni una fuente fluyendo hacia el mar. No es más que un alto mineral a flote, elevado todavía más por fríos y rectangulares edificios, mineral también. Allí no viven familias; no, ni niños ni mujeres; nada más que soldados grises como la roca, rojos como los ladrillos. Son mil, dos mil, o tres mil; y, en la estricta monotonía de la disciplina, yendo y viniendo con paso regular haciendo la instrucción, regresando a los cuarteles, no oyendo más ruido que los redobles de los tambores o de los duros clarines, están solos en ese exilio en medio del mar. En Aurigny nadie atraca excepto el capitán del barco en el que estamos, cuatro veces al mes. El telégrafo les lleva las noticias y se habla por teléfono pero solamente a los jefes de la guarnición; y tan próximos a Francia y a Inglaterra, tan cerca que pueden ver claramente las costas de Francia mirando hacia un lado y las costas de Inglaterra volviéndose hacia el otro, los hombres uniformados que allí permanecen no pueden saber más que cincuenta y dos veces al año lo que sucede en la vida. Cada una de sus semanas, hasta el séptimo día, ignoran lo que ocurre en todo el mundo. Pueden morir reyes, nacer príncipes, pueden ganarse o perderse batallas, se pueden hacer revoluciones que derroquen monarquías sin que ellos lo sepan hasta pasados varios días; y aquel cuyo querido padre haya muerto un sábado por la noche o un domingo, no conocerá su defunción hasta la tarde del sábado siguiente, cuando pase el barco que distribuye las cartas y vende los corderos.
Mientras mi amigo hablaba, iba apoderándose de mí una compasión por esos aislados de todo en la cautividad de su disciplina. ¿No estaría exagerando un poco? Una noticia telegrafiada o telefoneada a un jefe podía ser transmitida a los soldados. Pero aún así, no por ello permanecían menos privados, durante siete días, de toda comunicación personal con esa humanidad de la que podían percibir en lontananza las casas en las orillas; y los exiliados más lejanos no estaban más separados de esa humanidad que ellos.
Las sirenas dejaron de sonar. Y de pronto, bajo la súbita aparición de un viento claro, fresco y azul, la opaca bruma se dispersó, se fue rompiendo y se desvaneció por completo, y en ese momento nos encontramos, con las olas despertadas golpeando al quejumbroso navío, en una feliz tempestad luminosa bajo el enorme cielo despejado de nubes.
Pronto, a nuestra derecha, apareció Aurigny.
Mi amigo había dicho la verdad. Era un lugar arisco y pétreo. Ninguna alegría. Nada más que el claro horror de la soledad desnuda, la pendiente de piedra sobre piedra, y una larga serie de avenidas que subían entre la roca gris y el ladrillo rojo. A causa de las ventanas, sin mujeres acodadas en ellas, y, más en profusión fachadas sin ventanas, muros de cuarteles, muros de hospitales, allí se esparcía y se eternizaba el tedio cotidiano y regular de la soledad sin esperanza. La vida estaba ausente de ese estricto y alegre bullicio de vida, y yo veía uno a uno, por parejas, o de tres en tres, pero siempre con aspecto de estar solos aun cuando estuviesen en grupo, caminar a paso marcial, en silencio, unos uniformes. Y el sol del cielo estaba triste sobre esa rígida melancolía de piedra. Algunos soldados, llegados al embarcadero o aproximándose en barca para tomar los pocos paquetes de periódicos y cartas, o para recibir los corderos, no hablaban, no reían, en sus gestos precisos, en sus rostros fríos, dejaban ver la ausencia de toda alegría, de toda ilusión, debido a que las largas esperas habían apagado por fin las esperanzas. ¡Así que era cierto! Allí vivían esos hombres separados de los hombres, no viendo otra cosa que no fuese a ellos mismos y a las piedras, al mar y al cielo en esa diversidad siempre semejante. En otras guarniciones, incluso en las más sórdidas ciudades inglesas, hay prostitutas, tabernas, los brutales divertimentos del beso, y las rudas locuras del alcohol. Eso en definitiva constituye la vida y un sucedáneo del ideal; y cada mañana llegan las queridas cartas de la familia o de las amantes, satisfaciendo la curiosidad de las cosas que se han leído en los periódicos, cosas tristes o divertidas, y aquellos que las han leído se las cuentan a los demás para divertirse y poder divertirlos. Aquí, nada, nunca nada, excepto cada ocho días cuando el barco pasa. ¡Oh! ¿cómo no se mueren de melancolía? Ni una cancioncilla alegre, ninguna francachela, ni bailes, – ¡y los consuelos que llegan de lejos, tan esporádicos! Entristecido hasta el fondo del alma, miraba la taciturna isla de piedra, y ese aislamiento de hombres cuyo comportamiento al pasar me revelaba su desoladora costumbre, y finalmente aceptada, de estar siempre solos.
Cuando el capitán iba a levar el ancla y seguir su ruta hacia Guernesey, alguien, envuelto en un gran abrigo de lana gris, salió del fondo del redil abierto, de entre el rebaño de corderos.
–¡Eh! ¡eh! ¿Por qué no me ha despertado? No voy más allá, me quedo aquí. ¡Acérquese a la orilla un poco más! Ponga la pasarela. Le digo que bajo aquí; me conocen porque vengo todos los años.
Y, agarrándose con las manos, el hombre había subido al puente. Una vez de pie dejó caer su abrigo. Tenía un violín en la mano, un sombrero chino en la cabeza, una gran bombo en la espalda y unos platillos en los tobillos. Sacudiéndose hizo sonar todo eso. ¡El violín ejecutó una especie de cuadrilla, el sombrero gris agitó una lluvia de cascabeles, los platillos tintinearon, mientras el divertido trueno del bombo sonaba! Era, en su alegre tumulto, uno de esos errantes que merodean por los extrarradios o las ferias, golfo parisino, antes músico de alguna orquestilla de los suburbios, o un napolitano que tocaba el arpa en el teatro de Guiñol que se propuso ser una orquesta él solo; el violín, el sombrero chino, el bombo y los platillos sonaban mediante cuerdas que movían los pies al bailar; ¡era un Hombre Orquesta! Y mientras jadeante por los saltos tocaba el violín, golpeaba el bombo y tintineaba, todos los soldados de la guarnición de la solitaria isla salían de los cuarteles y de las casas sin mujeres en las ventanas, y de las paredes de piedra sin ventanas, acudían hacia el rectangular embarcadero, vivos, alegres, levantando los brazos, emitiendo gritos. Se dirigía hacia él toda una avalancha de almas felices. Le hacían señales, lo llamaban. «¡Ven! ¡ven!, sí, ¡ven! ¡ah! ¡ah! ¡ah! que tiempo hace que no venías. ¡Baja! ¡ven! ¡ven!» Siempre ejecutando su música, brincó por la pasarela, saltó, y en el momento en que puso el pie en la orilla de piedra, desde el instante en que gritó: «¡Hasta luego, capitán, venga a buscarme el sábado que viene!», fue rodeado, tomado, levantado, transportado por toda esa multitud que lo sacudía muy fuerte para que hiciese más ruido, y que, durante siete días, ¡se divertiría con el Hombre-Orquesta!
El barco se alejaba. Unas brumas nos envolvieron. Fue a través de esas densas brumas, repentinamente aparecidas, como continuamos nuestro viaje. La roca desértica de Aurigny ya no volvió a verse, y nos deslizamos por el mar, entre el gran silencio blanco y las sirenas que recomenzaban a ulular. Mi amigo me dijo: «Sí, el Hombre-Orquesta, – lo había olvidado – viene todos los años a Aurigny y permanece allí durante toda una semana. Canta, baila, hace ruido, alegra. Se baila a su alrededor, están contentos de que esté allí, olvidan que estará bastante tiempo sin volver...» Y, mientras el barco navegaba entre las brumas densas y pálidas, yo pensaba, lleno de una dulce tristeza que todos somos un poco parecidos a la solitaria guarnición de la isla de Aurigny, y que, tan cerca de la alegría, tan cerca de la vida, estamos tan alejados sin embargo, caminando a lo largo de las largas avenidas del Deber y del Tedio, a lo largo de la gran disciplina humana, sin noticias del Ideal, con muy escasas esperanzas de buenas nuevas; semejantes a los pobres soldados de la ciudadela en medio del mar; y que es necesario acoger, apresurándose al embarcadero, a los poetas, a esos hombres-orquesta, que vienen de vez en cuando, entre opacas montañas de brumas, para aportar a nuestras abandonadas miserias un poco de música...

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes