LA HONESTA RECIPROCIDAD

I

Tan desacostumbrado como pudiera estar del asombro por su prodigiosa facultad de hacer visibles, tangibles, los sueños más quiméricos, y de vivirlos en efecto al igual que nosotros, los demás, hombres de poca fe y de poco ideal, vivimos las banales realidades de la vida, Pierre Léridan, poeta parisino, de veintidós años, lleno de talento y de amor, fiel a las tradiciones románticas al punto de alquilar un quinto piso, en una buhardilla, en estos tiempos donde los menos afortunados de entre los hombres de letras viven en palacetes de mármol rosa o mármol de Sarrancolin, entre una multitud de criados constituida por antiguos políticos y antiguos editores, no pudo impedir sorprenderse cuando, esa noche, hacia las dos de la madrugada, habiéndose levantado de una mesa cubierta con las trescientas variantes de un solo soneto, para abrir su puerta a la que alguien había golpeado dos veces, tan suavemente, – dos golpes de ala de golondrina que roza una pared de madera, – se encontró en presencia de la más radiante y luminosa de las mundanas, completamente vestida en satén dorado (no completamente, pues veía, bajo el nacimiento de los cabellos rubios, la magnificencia de los hombros y unos senos como ofrendas) y que en esta inesperada visitante pudo reconocer a la esposa de un muy opulento y famoso diplomático, a la ilustre y deliciosa ¡marquesa Angeline de Albereine! Por otra parte, en caso de estar sorprendido, no le quedó más remedio que abandonarse, por lo que siguió, a un poco de estupefacción, puesto que, después de una leve inclinación de una exquisita cabeza que asomó del vestido adornado con diamantes, la recién llegada dijo, tan apaciblemente como pudiese parecer:
–¡Discúlpeme si le molesto, señor, a semejante hora! pero pienso que puede usted rendirme un gran servicio, sin demasiados contratiempos: ¿sería tan amable de desatarme el corpiño?

II

La aceptación de los destinos abominables o encantadores, tan extraordinarios como éstos puedan serlo, es la constancia de las almas que la continuidad del pensamiento ha familiarizado con lo imposible. Desde el instante, en muy pocos segundos, que volvió a ser dueño de sí mismo y admitido lo aleatorio de esa visita, dijo el poeta con un gran saludo:
– Bien, sí, ¿por qué no? Estoy a sus órdenes, señora. ¿Desatar su corpiño? ¡nada más fácil!; lamento profundamente que no tenga usted una tarea más especial o más difícil para probar mi obediencia.
Y él la tomó haciéndola girar a medias para poder, a la luz de la lámpara, agarrar y desenredar el anudado del lazo dorado.
Pero hete aquí que ella mostrase alguna turbación. ¿No era acaso a Pierre Léridan a quién ella esperaba encontrar en la buhardilla? Para no ser mal juzgada, se creyó en la obligación de explicarse. Por otra parte, nada más sencillo que esa aventura. Regresando del baile de la embajada rusa, el marqués de Albereine, siendo esperado en el casino, había acompañado a su esposa hasta la puerta de su domicilio y, una vez abierta ésta, había vuelto a subir al coche. Comprobad ahora el contratiempo: La doncella, que no esperaba hasta mucho más tarde el regreso de su señora, no estaba en el apartamento. La marquesa la había llamado repetidas veces, pues desvestirse sin ser ayudada, era tarea imposible, toda vez que los corpiños, según la moda actual, están atados por detrás, y, a menos que tuviese unos brazos de simio, no sería capaz de conseguir alcanzarse en medio de la espalda. Pero había llamado en vano, ¡nadie había acudido! El timbre eléctrico funcionaba mal sin duda. Después de mucha impaciencia, tras haber pensado en acostarse vestida – ¡extremo al que no sabría resignarse, cuando una se ahoga en un corpiño apretado! – la señora de Alberiene había tomado la audaz decisión de subir, por la escalera de servicio, hasta las buhardillas, para llamar a su doncella. Inútil temeridad. La criada no estaba en su casa. ¡No tenía ni idea de la mala conducta que siguen esas criaturas, incluso por la noche! Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Cómo aliviar la rígida presión de las sedas y las ballenas, que se dilata – todo el mundo no tiene más que piel y huesos – en el calor agobiante de los bailes? Tan perpleja como era posible, la marquesa había reparado en una luz que se dejaba ver por debajo de una puerta; se había imaginado que una criada o un mayordomo – un mayordomo no es un hombre – vivían allí, y había llamado... Esa era toda la historia.
–Y decidiéndome, señor, – añadió la Señora de Albereine, – a solicitar su ayuda, me atrevo a esperar que usted no abusará de una situación, en apariencia escabrosa. ¡Prométame que no tendré que arrepentirme de la confianza que en usted deposito! Jure que sus dedos, desatando mi corpiño, se limitarán a los movimientos indispensables, y sobre todo que no aprovechará la prolongación de las telas para considerar con demasiada calurosa insistencia lo que eso pueda revelarle de mi persona, pues debe usted saberlo, que para los bailes se bajan mucho las camisas sin mangas, para facilitar la respiración.
Ella enrojecía. Él respondió con un gesto solemne de juramento:
–Señora, esto es para hombres estoicos.
–¿Es usted uno de ellos?
–Sí –dijo él.
–¡Excelente!– dijo ella.– ¡Pero apresúrese, por favor, pues le aseguro que una rosa apremiada por la necesidad de eclosionar esta mucho más cómoda en su vaina verde que yo en este corpiño de satén dorado, y tengo la sensación de que la tela va a romper!

III

Una plenitud de carne, lentamente, muy lentamente, con perfumes y sudores, se evadía del corpiño a medida que él extraía de broche en broche, el lazo de seda. Sus dedos, dedos donde vibraban las uñas, no podían impedir rozar – a pesar del formal juramento – la fresca y húmeda desnudez de una blancura que se mostraba exigiendo las miradas, exigiendo los labios; y cuando, para apresurar la evasión de su pecho medio prisionero, la marquesa levantó los dos brazos, emanó una tal sofocante atmósfera, procedente de las rubias tinieblas de las axilas, que Pierre Léridan pensó que se le abrían, delante de las narices, dos frascos llenos de rosas de té molidas en polvo de cantárida; y jadeaba, con las manos temblorosas. Pero, no importaba, él mantendría su promesa; el desataría, hasta el final, el corpiño, sin ceder a las reprobables apetencias del que era presa. Fue en vano que aparecieran los hermosos senos fuera de los velos, mostrando altivos los rosados de sus puntas por fin libres, fue en vano que todo el busto surgiese en su plena gloria de marmórea nieve; Pierre Léridan continuaba manteniendo, – arrebatado, pero contenido, – el lazo deslizándose en los broches. Sin embargo, ¿qué experimentaba en esos instantes la marquesa Angeline de Albereine? ¡Ah! no era solo la dicha de aspirar el aire a pleno pulmón que le llenaba la garganta y le provocaba en el cuello arrullos de tórtola! Bajo el cosquilleo de los honestos dedos nacía una emoción, subía, la recorría, hacía deslizar, hasta el mantel blanco de los hombros, el estremecimiento que despierta sobre la leche, el roce de una mosca apenas posada, y, al mismo tiempo, en el pequeño espejo, delante de ella, veía con sus lánguidos ojos, donde aleteaban las pestañas, al hombre muy moderado y fiel al juramento, que desenlazaba con una lentitud en apariencia tan metódica. Era muy distinto de todos los agregados de la embajada y de todos los bailarines mundanos, con el donaire orgulloso de su joven rostro, donde la rojez de los labios contrastaba con el bigote oscuro, con sus cabellos un poco largos y con volumen, entre los cuales asomaba una frente pura como la de una muchacha. Y en torno a ellos, la buhardilla resultaba encantadora. Una habitación exquisita bajo los tejados, repleta de telas exóticas y de divertidas figuritas. En un rincón, la estrecha cama, entreabierta, con sábana de fina tela, era una blancura perfumada de juventud, bajo una caída en pesados pliegues de satenes japoneses, bordados con grandes flores doradas y pájaros rojos! Pues Pierre Léridan vivía entre lujos raros, y, no teniendo publicados más que dos volúmenes de versos, ya era rico gracias a la ordinaria liberalidad del editor Alphonse Lemerre. De modo que la marquesa Angeline de Albereine, acostumbrada a las ingeniosas elegancias, no se encontraba en absoluto fuera de lugar en esta pequeña habitación tan similar a una adorable salita; y ningún temor de vileza alguna, le impedía someterse, deliciosamente envuelta, al calor de un aliento que le acariciaba los riñones, le alcanzaba el cuello, se detenía en la nuca, se deslizaba a lo largo de los brazos, y acababa en al extremo de los senos haciendo saltar chispas en la carne rosa.

IV

Sin embargo, la tarea estaba acabada y el lazo se había desprendido del último broche; la marquesa, ocultando por completo su pecho bajo el corpiño, que trataban de retener con sus manos, dio un paso hacia la puerta, y, llena de una sincera gratitud, dijo:
– Le agradezco, señor, su bondad; ¡créame que no olvidaré que he evitado gracias a usted el fastidio de dormir completamente vestida! Si alguna vez me fuese posible a su vez, rendirle algún agradable servicio...
El balbuceó, con la mirada baja:
– ¡Ah! señora, yo no merezco tales agradecimientos, y hubiese deseado no tener que pedirle tan pronto un servicio en recompensa por la labor de la que tan feliz me he sentido. Pero me encuentro realmente en un estado lamentable, y me veo obligado, ahora mismo, a recurrir a su ayuda.
– Sí, señor, ¿puedo serle útil en algo? Lo seré, se lo juro, encantada.
–Desgraciadamente, señora, vea mis dedos; tiemblan extrañamente por haberos, rozado, aunque bien poco, y durante largas horas no cesarán de temblar. Jamás podrán, esta noche desde luego, desanudar mi corbata o hacer saltar los botones de mis ropas; y no ignora, puesto que usted misma ha temido esa circunstancia, hasta que punto es desagradable meterse en la cama, vestido...
–No comprendo – dijo ella.
– ¡Yo dormiría muy mal en estas estrechas vestimentas! Pero bastaría que vuestras delicadas mano, al ejemplo de las mías...
¡Ella se dio la vuelta, casi indignada! ¡En verdad, era una extraña idea la que él había tenido!...¿Sin embargo, acaso no tenía derecho a pedir que ella hiciese por él lo que él había hecho por ella? En el fondo, no había nada que no fuese legítimo en la exigencia de tal reciprocidad, por otro lado tan correctamente formulada.
– ¡De acuerdo, no seré una ingrata! – dijo ella con un aire de generosa resolución.
Y, magnánima, extendió los brazos, – sus bellos brazos desnudos y cálidos de donde emanaban perfumes, – hacia el cuello del joven hombre. Apenas sin vello, una blancura relumbró una vez desanudada la corbata. Ahora bien, menos prudente que la marquesa, Pierrre Léridan había omitido hacerle prometer que ella no abusaría de una situación en apariencia escabrosa; y tal vez la Sra. de Albereine no se limitase a los movimientos indispensables, al ensanchamiento de las telas mientras ella lo seguía, y él caminaba hacia atrás, hacia la cama del rincón, hacia la cama entreabierta, con sabanas de fina tela, perfumadas de juventud, ¡bajo una caída en pesados pliegues de satenes japoneses, bordados con grandes flores doradas y pájaros rojos!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes