EL HONOR A
SALVO
Lila se
precipitó en la habitación malva y rosa donde Colette todavía estaba acostada, –
dos almohadas, pero Valentín ya había partido, hombre madrugador, – y, cayendo
sobre un cojín, no lejos de la cama, dijo:
– ¡Estoy deshonrada!
–Yo también – dijo Colette – incluso hace ya bastante tiempo que ese
contratiempo se produjo por primera vez; no pienso que haya nada por lo que
lamentarse exageradamente y tomar ese aspecto de desesperación extrema que
muestras hoy.
–¡Ah! ¡No me entiendes, querida! Es cierto que, si se tratase de la
desconsideración que nos tienen las personas poco acostumbradas a que se
rechacen sus labios, no perdería el tiempo en sombrías melancolías. Pues la
buena reputación, o lo que entiende por ello la mojigatería de las personas
feas, no es del todo imprescindible en el amable intercambio de delicias entre
las mujeres y los hombres, tal como se practica de ordinario; y no se ve que eso
impida a las rosas abrirse a todas las mariposas que pasan.
– ¡Que bien te expresas Lila! ¿Cuál es entonces la naturaleza del deshonor del
que te lamentas y que te ha dejado en tan lastimero estado?
Lila se levantó del cojín, apoyó las dos manos sobre los hombros de su amiga, de
donde deslizó la camisa, y mirándola de frente le preguntó:
–¿Tú me quieres?
–¡Ah! – dijo Colette – Valentin es un hombre completamente insoportable; una no
podría imaginarse, a menos de haber sido víctima, hasta que grado de abuso se
aferra a la inoportunidad de las ternuras que él se place en testimoniarme! Sin
embargo, sí, yo te quiero.
–¡Qué frívola eres! Te pregunto si me quieres hasta el punto de no retirarme tu
afecto cuando me sepas digna de desdén y de burla.
–¡Oh! Apostaría a que exageras.
– ¡Conoce pues toda la horrible verdad y juzga si no ha lugar a considerarme la
persona más deplorable de la tierra!
***
Lila dijo:
–Ayer por la noche, entre dos actos de una opereta absolutamente aburrida, me
decidí a dejar en la platea a la pequeña Luciole y al Sr. de Marciac, e ir ha
hacerle una visita a Ludovic para pasar el rato.
–¿Eh? ¿Cómo? ¿Has ido ayer noche a casa de Ludovic?
– Sí. Estaba muy cerca. ¿Por qué te ríes?
–¡Oh! por nada. Continúa.
–Que fuese a su casa a las horas en que una se divierte, no era demasiado
probable; en fin, siempre podía intentar la aventura. Heme pues que allí me
dirijo, llego, subo la escalera, introduzco la llave en la cerradura, pues
naturalmente tengo la llave de la casa de Ludovic...
–Yo también – dijo Colette.
–¡Qué! ¿Qué me dices?
–Te digo que yo también tengo la llave... de la casa de Valentin.
–¡Ah! bien. Entro, atravieso el zaguán a tientas. Por fortuna veo una luz que se
cuela por debajo de una puerta. ¡Ludovic estaba en casa!, tenía suerte. Iba a
gritar: «Ven con la lámpara, voy a partirme el cuello», cuando oí que se hablaba
en la habitación contigua; era una voz de mujer. ¡No estaba solo!
–¡Vaya! – dijo Colette.
–En lo que a mi respecta, – dijo Lila – no me gusta molestar a nadie. Además,
sabía que era la Señora de Lurcy-Sevi. Tú debes haber oído hablado de ella; está
loca por Ludovic. Tan delgada, no muy bonita, pero toda una mujer de mundo, –
una mujer decente. He de confesar que me gusta que él esté con ella. Puesto que
es imposible que un hombre no nos engañe, más vale ser engañada, de vez en
cuando, por una persona de alta alcurnia. En fin, la Señora de Lurcy-Sevi
halagaba mi amor propio. Y además, con esas mundanas no hay que temer que
nuestros amigos dejen de adorarnos. Aunque fuesen más jóvenes que nosotras, – lo
que no es más que una hipótesis – no sabrían suplantarnos porque su belleza no
es experta en las sutiles tareas por donde ella se vuelve más preciosa, y aún
estando muy prendadas, no se atreverían hasta los extremos de seducción, hasta
los delicados abusos, que constituyen el fin del fin del amor, y con lo que se
encanta, con razón, la ternura un poco perezosa de nuestros jóvenes
contemporáneos. ¿Y dónde habrían de aprender la misteriosa ciencia de amar? ¿en
el convento, antaño, entre los parloteos de las novicias, o bien, después, en el
decente tedio de la alcoba conyugal? No, ellas no saben nada de nada, esas
personas tan tranquilas, que tienen un amante, sí, – para hacer como todo el
mundo, para no parecer ridículas – ¡pero que del amor no han hecho su única y
deliciosa preocupación! En una palabra, aficionadas. Nosotras somos las
artistas. Y yo te pregunto ¿sería posible que la mente de la Patti albergase
celos de no importa que diletante, marquesa o princesa, cuando, entre dos
valses, canta un romance al piano? En fin, que muy tranquila, iba a retirarme,
sin hacer ruido, como una persona bien educada que comprende las situaciones; e
incluso compadecía un poco al pobre Ludovic, que, a causa de su situación en la
sociedad, – agregado de embajada, ¿no es así? – debe hacer concesiones en aras a
su porvenir manteniendo relaciones de conveniencia, – se veía obligado, de vez
en cuando, a atender una buena fortuna de la que debía estar tan aburrido a más
no poder. Pero, en el instante en el que iba a salir tan discretamente, oí el
ruido de un beso.
–¡Y bien! – dijo Colette –¿Qué había de sorprendente en eso? ¿Acaso pensabas que
la Señora de Lurcy-Sevi, por poco experta que fuese, ignoraba que de ordinario,
cuando se consiente en ser amada, no es costumbre rechazar obstinadamente sus
labios a aquél del que una es la conquista?
Lila respondió yendo y viniendo por la habitación, no sin una agitación donde se
revelaba la intensidad de sus sentimientos:
– ¡Te digo que oí el ruido de un beso de verdad! ¡Ah! Conozco muy bien estas
cosas. No era el banal rozamiento de una boca en unos labios, porque la hora ha
llegado, porque no se puede hacer de otro modo y que hace falta que ocurra. No,
era un beso lento, bonito, singular, también metódico, muy abandonado y muy
dueño de sí, un beso que debió gustar y dándose de un modo muy a propósito. Me
sentí muy irritada. ¿Cómo la Señora de Lurcy-Sevi, – con apenas veintidós años,
con sus ojos azul cielo y su aspecto de sentimental indiferencia, – era capaz de
una técnica tan depurada? A la vez que de una gran cólera, fui presa de una
irresistible curiosidad. Volví sobre mis pasos, puse el ojo en el agujero de la
cerradura. Veía mal, veía poco, – ¡veía bastante! ¡Ah!, querida, ¡es
extraordinario los progresos que se realizan hoy en día en toda cosa y en todas
las clases de la sociedad! Esta dama de excelente familia, casada, que se viste
con una sencillez de muy buen gusto, – en fin, yo, yo tenía confianza en ella –
es la más sutilmente erudita de las mujeres a quien solo el nombre del amor no
inspira una invencible repugnancia; y no se podría imaginar nada comparable a la
perfección, ardiente y reprimida, furiosa y lánguidamente mimosa, de las
miradas, de las sonrisas, también de los suspiros, con los que, con una lentitud
precisa ella es capaz de reducir a un hombre digno de ese nombre hasta un
éxtasis jamás definitivo que incluso no tenga suficiente aliento para morir.
–¡Pobre Lila!– dijo Colette.
– ¡Eso no es todo! Después de un largo rato, con el ojo siempre en el agujero de
la cerradura...
–¿Te aburrías?
–No... no puedo decir que me aburriese...¡rabiaba! Tras mucho rato, vi a Ludovic
caer a los pies de la Señora de Lurcy-Sevi, cuya persona se cubría de hermosos
cabellos desenredados, y él se prodigaba en palabras entusiastas. Que si era la
más deliciosa de las amantes; que si tenía todas las capciosas reservas y la
oportuna sagacidad de las fogosas; que ni una la igualaba en el arte misterioso
de crear paraísos, no, ni una, ¡ni incluso Lila! – ¡Ni incluso Lila! Escuchas
bien; pronunció mi nombre. Él confesaba, proclamaba que yo era derrotada por la
Señora de Lurcy-Sevi, yo, Patti, ¡por esa ejecutante de salón! ¡Yo no valía lo
que ella! Mi humillación y rabia fueron tales que a punto estuve de abrir la
puerta, precipitarme, insultarlos... ¡Pero que le vamos a hacer! Habrían
sonreído de mi cólera. La única solución posible era salir, huir, ir a ocultar
mi vergüenza, y, durante toda la noche no he pegado ojo, volviendo a vivir las
más pequeñas circunstancias de mi derrota, obligada a reconocer, por desgracia,
que mi rival había merecido su victoria!
***
Ahora bien,
ciertamente el dolor de Lila era tal que Colette – fácilmente emotiva además –
fue afectada hasta derramar algunas lágrimas.
–No, – exclamó – no puedo permitir que conserves eternamente la pena
inconsolable de una derrota que te humilla y concibas contra mí una legítima
cólera. ¡Lo sabrás todo!
Lila, levantó la frente:
–¿Qué quieres decir, Colette?
–Quiero decir que, por desgracia, soy la más culpable de las amigas: yo no tenía
solamente la llave de Valentin, yo tenia también la de Ludovic...
–¿De modo que...? – dijo Lila, abriendo los ojos como platos.
–De modo que, ayer noche, no era...
–¿No era la Señora de Lurcy-Sevi la que he visto por el agujero de la cerradura?
–¡No! – dijo Colette, manoseando, bajo la vergüenza y el remordimiento, sus
pequeños y adorables rizos.
Y estaba preocupada.
Pero Lila le saltó al cuello, extasiada en un hermoso orgullo:
–¡Oh! ¡qué alegría la mía! Tú no eres una aficionada, tú, tú eres una artista
exquisita, por la cual se puede ser superada sin vergüenza. Sí, hay algo de
enojoso para mi amor propio en tu traición y en la de Ludovic. Pero ¡no importa!
Todo está bien, puesto que ¡mi honor está a salvo!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |