LA HORRIBLE LECCIÓN

Ese joven hombre, ese niño, – sí, en verdad, casi era un niño, – le había hablado muy bajo durante el vals. Murmullos más que palabras; menos que murmullos, soplidos entrecortados de silencios que piden perdón. Pero lo que él no había dicho, ella lo había entendido perfectamente. Ella se sentía, se sabía deseada, deseada perdidamente; y, turbada, halagada de serlo, experimentaba a su pesar, ese temor de amar que ya es el amor. Al mismo tiempo, presa de un vértigo que aumentaba con los giros del baile, hubiese querido caer ya; y, tal vez, abandonando su cabeza sobre el hombro tan próximos en mortecino desfallecimiento tal vez hubiese susurrado la confesión que no se retracta, si el vals no se hubiese detenido, como una golondrina golpeando un muro, en un repentino acorde de la orquesta
Se escapó del salón, ganó una salita vecina, donde quedó sola. Se sentó, pensó, bajando y levantando la cabeza, con una rodilla en sus manos juntas. El satén de su vestido roto por la brusquedad de la inmovilidad, brillaba en pequeños espejos angulosos; y sus largos pendientes, balanceándose con amatistas y topacios, mostraban por instantes el reverso dorado de las monturas.
Veamos, ¿qué haría? ¡amaría todavía! ¡todavía por desgracia! pues, después de todo ese tiempo de casada, había, dos veces, dos veces solamente, buscado en el amor el olvido de los aburrimientos de vivir. Se acordaba sin amargura de las ternuras de antaño. El primero de sus amantes, un muy joven hombre casi igual al niño que le hablaba muy bajo antes, había tenido por ella un culto ingenuo y ardiente a la vez, algo como la dilección de un seminarista apenas condenado por una imagen de la santa Virgen, que oculta por la noche en su cama. Tres años, tres años enteros de encantos y delicias. ¿No es un adorable sueño ser la madona – no de madera ni de mármol, sino de carne viva, – la madona adorada por un devoto peregrino que no cambia de capilla? Ella había realizado ese sueño durante tres años: luego esa felicidad había cesado, sin catastrofismos, poco a poco, casi con dulzura, por la única razón que es necesario que todo acabe. El segundo al que amó fue uno de esos perfectos hidalgos, – tipos formales, de los que protagonizan las comedias, – no jóvenes, muy expertos, muy corteses, discretos, un poco encanecidos por las sienes, con las manos largas y cuidadas. Esa había sido, por ambas partes, una amable pasión, reservada, delicada, sin sobresaltos, llevada con cortesía, que no compromete. Se dejaron como se habían juntado, saludándose. Así, más feliz que otras mujeres, no había sufrido por amor; no le quedaba de las dos faltas de antaño – en realidad no eran dos faltas, puesto que no tenía remordimientos, – más que agradables recuerdos y la feliz certeza de haber dejado en el corazón de aquellos que ella había elegido una muy tierna y reconocida añoranza. Desde luego ellos pensaban en ella como ella pensaba en ellos, con un infinito afecto; el niño convertido en hombre y el hombre casi viejo en la actualidad, cuando la volvieron a encontrar en su memoria así como se respira entra las pagina de un libro el perfume de una flor marchita, debían languidecer en un querida ensoñación, lenta y larga como las melancólicas melodías de Chopin. ¡Y bien! puesto que los amores, tan dulces cuando viven, y que muren tan dulcemente, se convierten, cuando son difuntos, en tan amables fantasmas; puesto que la adoración o la cortesía de los hombres atenúa tan deliciosamente el pudor de la falta reciente y el temor, más adelante, de haberla cometido, ¿por qué no podría amar ella una vez más? ¿Por qué no atreverse a volver a recuperar los gozos de antes, sin malos días siguientes? El ejemplo de las dichas pasadas la exhortaba a otras nuevas; sus recuerdos daban tiernos consejos a sus esperanzas.
Mientras pensaba de este modo, oyó dos voces que reconoció. Se hablaba en la habitación contigua, que era el fumadero. Ella se levantó con un temblor. ¿Que misteriosa voluntad había hecho encontrarse, allí, cerca de ella, esa noche precisamente, a los dos hombres que ella había amado? Se acercó a la puerta, se inclinó y escuchó:
– ¿No os parece cambiada?
–No. Apenas. Siempre está bonita.
–Sí, ¡oh!, sí, siempre bonita. Un poco delgada sin embargo.
–No me lo parece.
–Es que ella conservaba aún, desde vuestro tiempo, la esbeltez de la primera juventud. Pues vos me ha precedido cinco o seis años. Más tarde, ella se ha desarrollado, muy agradablemente. Tengo sobre vos la ventaja de que ella tenía mucho pecho cuando la conocí. ¡Ah!, querido, ese pecho...
Se produjeron unos cuchicheos que la curiosa oyente no pudo entender. La primera voz repitió:
–¿La amó usted realmente?
–¡Qué el diablo me lleve si me acuerdo! Yo salía del colegio, no había besado nunca en los labios más que a la criada de mi tía, que para colmo tenía bigote. Vos debéis pensar que quedé deslumbrado por la visión de Clementina.
–¡Vaya! para usted era «Clementina».
–Tenía dos nombres. Pero ella no quería que hablando de amor la llamase «Juana», porque su madre la llamaba así. Era sentimental, con algunos detalles ingenuos.
– Sin embargo yo la llamaba Juana, porque su marido la llamaba Clementina.
Prorrumpieron en carcajadas.
– En fin, ¿os gustaba?
–¡Ah! mucho. Pensad que, pillín como era entonces, era encantadora esa intriga con una mujer de mundo. ¿Sabéis donde la conocí? en un castillo de Normandía. Para verse, era necesario tomar un montón de precauciones. Me levantaba, por la noche, cuando todo el mundo dormía hacía una hora, caminaba descalzo a lo largo de un endiablado pasillo que no acababa nunca; empujaba una puerta entreabierta... Teníamos excitantes temores cuando la puerta hacía ruido al cerrarse.
– Sí, esos recuerdos son bonitos a esas edades.
–Muy bonitos. Sin embargo yo iba algunas veces a pasar una o dos horas a la ciudad vecina.
–¡Oh! ¡las putas de provincias!
–Os aseguro que allí las había muy hermosas.
– Asi variabais.
–Tal vez tenga usted razón. Y además, Clementina, aunque me amase con locura, tenía reservas excesivas. ¡Casi como una muchachita! Yo no entendía como su marido podía ser tan apacible y tan ignorante. No me bastaba recibir lecciones de una colegiala.
–¡Cómo! ¿en serio? Juana, en esa época...
– La persona más apática del mundo
– Me sorprende usted.
–Hasta tal punto que, cuando yo regresaba de la ciudad, donde me enseñaban todo lo que es posible saber, yo le hablaba de inimaginables sorpresas, y ella me miraba con aire espantado, muy sincero, diciendo: «¡Ah! Dios mío! ¡Ah! ¡Dios mío! ¿quién os ha dado tales ideas?»
– Y bien, seis años más tarde, felizmente había cambiado.
– Os envidio.
–¡Oh! no me envidiéis. En cuanto a mí, sabed que yo no la amaba del todo. ¿No os he contado porque la tomé? Yo estaba desde hacía seis meses con la pequeña Anatoline Meyer, la actriz de los Bouffes. ¡Me volvía loco pero me costaba un buen dinero! Un años más y estaría arruinado. Comprendí que era necesario acabar con una pasión que me habría reducido a la más completa de las miserias y me alegré mucho cuando conocí a Juana.
–¿Una diversión?
–Vos lo habéis dicho. Juana era muy bonita, un poco gorda, como Anatoline; no tenía amante, era admitida en las casas más respetables; era, tanto para mi satisfacción personal como para la de mi familia, que me veía con pena frecuentar a las actrices de los pequeños teatros, la mujer que me hacía falta. En una palabra, una relación de conveniencia.
– Sí, al principio. Pero, poco a poco...
–¡Eso es en lo que está usted equivocado! Esa diablesa de Anatoline no dejaba de rondarme por la cabeza. Había días donde, acostado al lado de Juana, en mi apartamento de soltero, me asaltaban ganas de levantarme y de huir, de correr a casa de la absurda locuela muchacha a la que tal vez habría encontrado dejándose desvestir por su peluquero. Me resistía a esas fantasías, pero sufría mucho, y estaba muy alicaído.
–Sin embargo Clementina, desde cierto punto de vista, vos acabáis de decirlo...
–¡Oh! ¡muy notable!¡muy notable!
Bajaron la voz.
–¿Así, realmente?...
–Sí, sí, y veinte cosas más.
–¡Vamos! ¡Exageráis!
–No, os lo digo muy en serio. Más allá de todo lo concebible.
–¡Cómo! ¿Es qué?...

Ella no siguió escuchando. Se volvió, pálida como los muertos, secando con el dorso de la mano el sudor de su frente, sorbiendo, con los labios temblorosos, las lágrimas de cólera y de vergüenza. Luego entró en el baile, y encontrándose de frente con el niño que momentos antes le hablaba de amor durante el vals, le arrojó esta palabra al pasar, muy apresuradamente: «¡Jamás!»

Traducción de José M. Ramos
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