LA HUCHA
Jocelyne
mendigaba en un camino por el que nadie pasaba; de modo que no caía ninguna
moneda en la frágil mano cansada de permanecer extendida; algunas veces, desde
una rama sacudida por el viento, se deshojaba una flor hacia la pobre, y la
golondrina que tan rápido vuela le daba, en un rumor de alas, la limosna de un
bonito trino; pero esas son quiméricas ofrendas que no le servirían para pagar a
las personas avaras que venden las cosas que se comen o con las que hay que
vestirse, y Jocelyne se lamentaba. Nacida no sabía cuando, no tenía otro
recuerdo que el de haberse despertado una mañana soleada bajo un arbusto del
camino. No regresaba por la noche a una de esas buenas cabañas, llenas de un
olor a sopa, donde las otras muchachas, después de haber ofrecido a besar su
frente al padre y a la madre, se duermen en la tibia paja, sobre el arcón del
pan, frente al fuego del sarmiento. Desde que comenzaba a caer la noche, se
resignaba a trepar a un olmo o a un roble, y se adormecía, acostada a lo largo
de una gruesa rama, no lejos de las ardillas que, al conocerla tan bien, no se
asustaban de ella y saltaban sobre sus brazos, sus hombros, su cabeza, enredando
las patitas en sus cabellos despeinados color de oro y tan claros, que era
difícil quedarse dormida en el árbol, como en una habitación donde hay luz.
Cuando las noches eran frescas se hubiese metido gustosamente en algún nido de
oropéndola o mirlo si no hubiese sido demasiado grande para ellos. Su vestimenta
estaba hecha de un viejo saco de tela encontrado un día de suerte en la cuneta
del camino; ella lo zurcía con hojas verdes cada primavera; como era bonita y
lozana, con unas mejillas sonrosadas, se hubiese tomado esa ropa por el follaje
de una rosa. En lo relativo a su alimento, no conocía mucho más que las
avellanas del bosque y las moras de los espinos; su gran regalo era comer
saltamontes tostados sobre una pequeña hoguera de hierbas secas. Como podéis
comprobar, Jocelyne era la criatura más miserable que se pueda imaginar, y si su
destino ya era cruel durante la estación del calor en el aire y de los frutos en
los arbustos, pensad lo que debía ser cuando el cierzo destrozaba los estériles
avellanos y le helaba la piel a través de su vestido de hojas marchitas.
En una ocasión, cuando volvía de recoger avellanas, vio a un hada, completamente
vestida de muselina dorada, salir de entre las hojas de un espino; el hada le
habló con una voz más dulce que las más dulces músicas:
–Joceyline, porque tienes el corazón puro tanto como tu rostro es encantador,
quiero hacerte un regalo. ¿Ves esta pequeña hucha que tiene la forma y el color
de un clavel abierto? Es tuya. No dejes de meter en ella lo más precioso que
tengas; el día en que la rompas, te devolverá centuplicado lo que hubiese
recibido.
El hada de desvaneció como una llama que se apaga con un golpe de viento, y
Jocelyne, que había tenido alguna esperanza a la vista de la bella dama, se
sintió más triste que nunca. No debía ser una buena hada, ¡no! ¿Había algo más
cruel que dar una hucha a una pobre chiquilla que no tenía ni un centavo? ¿Qué
podía meter allí si no poseía nada? Las únicas economías que hubiese hecho eran
sus recuerdos de días sin pan, de noches sin sueño bajo el cierzo y la nieve.
Estuvo tentada a destrozar contra las piedras ese presente que se burlaba de
ella; no se atrevió encontrándolo bonito; y, llena de melancolía, lloraba; las
lágrimas caían una a una en la hucha, no más grande que una flor, parecida a un
clavel abierto.
II
En otra
ocasión, le ocurrió un hecho venturoso que la hizo más desgraciada todavía.
Sobre el camino por dónde nadie pasaba, apareció el hijo del Rey, con un halcón
en el puño, que regresaba de cazar. Montado sobre un caballo que sacudía su
blanca crin, vestido de satén azul con bordados de plata y el rostro orgulloso y
hasta tal punto iluminado por el sol que no era sorprendente ver destacarse la
flor roja de sus labios; el príncipe era tan apuesto que la mendiga creyó ver un
arcángel vestido de caballero. Con los ojos abiertos de par en par, ella tendía
los brazos hacia él y sentía algo que debía ser su corazón salir de ella y
seguirlo.
Por desgracia él se alejó sin ni siquiera haberla visto. Sola como antes, – más
sola, por haber dejado un instante de estarlo, – se dejó caer en la cuneta
cerrando los ojos, sin duda para que nada reemplazase en ellos la adorable
visión. Cuando los volvió a abrir, húmedos por el llanto, vio a su lado la hucha
que se parecía un poco a unos labios entreabiertos. La tomó y, con la pasión
desesperada de su vano amor, – poniendo toda su alma, – la besó con un largo
beso. Pero el regalo del hada, bajo la ardiente caricia, no se inmutó más que
una piedra rozada por una rosa. Y, a partir de ese día, Jocelyne conoció tales
dolores que nada de lo que había sufrido hasta entonces podía serle comparado;
recordaba como buenos tiempos aquellos en los que no había sufrido más que de
hambre y frío; dormirse casi en ayunas y estremecerse bajo las ráfagas del
viento no era nada o poca cosa; ahora no desconocía ya las verdaderas angustias.
Pensaba que otras mujeres en la corte, ilustres y engalanadas, –«menos bonitas
que tú», le decía el reflejo de la fuente, – podían ver casi a todas horas al
apuesto príncipe de luminoso rostro; cómo se acercaba a ellas, cómo les hablaba,
cómo les sonreía; sin duda en poco tiempo, alguna gloriosa joven, venida desde
Trébizonde en un palanquín llevado por un elefante blanco de trompa dorada, se
esposaría con el hijo del Rey. Sin embargo ella, la mendiga del camino sin
transeúntes, continuaría viviendo, – puesto que es vivir como morir un poco
todos los días – en esa soledad, en esa miseria, lejos de aquél al que amaba tan
tiernamente; ¡no lo volvería a ver nunca, nunca! La noche de las bodas reales,
se acostaría en su árbol, sobre una rama, no lejos de las ardillas; y, mientras
los esposos de besaban por amor, ella mordería de rabia la dura corteza del
roble. ¿De rabia? no. Con tanto dolor no tendría cólera; su mayor pena era
pensar que el hijo del Rey tal vez no fuese amado por la princesa de Trebizonde
tanto como lo era por ella, la pobre muchacha.
III
Un día que
nevaba, decidió no sufrir más. No tenía fuerzas para soportar tantos tormentos.
Se arrojaría al lago que estaba en medio del bosque; apenas sentiría el frío del
agua, estando acostumbrada al frío del aire. Tiritando, se puso en camino
marchando tan rápido como podía. Era una mañana gris, bajo la pesadez de los
copos. Entre la tristeza del suelo blanco, los árboles deshojados, los arbustos
que se erizan y las sombras lejanas, nada lucía más que sus cabellos de oro; se
hubiese dicho un poco de sol que allí hubiese quedado. Caminaba siempre aprisa.
Cuando llegó a orillas del lago, sus harapos parecían un vestido de novia a
causa de la nieve.
–¡Adiós!– dijo.
¿Adiós? Sí, solo a él.
E iba a dejarse caer en el agua cuando el hada, vestida de muselina dorada,
salió de entre las ramas de un espino.
–Jocelyne, –dijo – ¿por qué quieres morir?
–¿Acaso no sabéis, cruel hada, lo desdichada que soy? La muerte más espantosa me
resultará más dulce que la vida.
El hada no pudo evitar que se le escapase una risilla.
– Antes de ahogarte, deberías al menos romper tu hucha.
– ¿De qué me serviría?. Siendo pobre como soy, no he metido nada en su interior.
– Rómpela de todos modos –dijo el hada.
Jocelyne no se atrevió a desobedecer, y, extrayendo debajo de sus harapos el
inútil regalo, lo rompió contra una piedra.
Entonces, mientras el bosque invernal se transformaba en un magnífico palacio de
pórfido con techos de azur y estrellas de oro, el apuesto hijo del Rey salió de
la hucha hecha añicos, tomó a la mendiga entre sus brazos, la besó en los
cabellos, en la frente, en los labios, ¡cien veces! Al mismo tiempo le pidió si
quería aceptarlo por esposo. Y Jocelyne lloraba de alegría, todavía lloraba. La
hucha mágica le devolvía, como le había devuelto el beso, las lágrimas de
tristeza centuplicadas pero convertidas en lágrimas de felicidad.
Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |