EL HURTO EN EL BOSQUE

Cuando estuvo completamente segura, bajo el envés de las hojas, que a partir de ese momento Clitandro, poeta parisino, no estaba ya en estado de ofrecerle la ocasión de una resistencia o de una caída, la condesa Clymène dijo:
–¡Por desgracia ya no hay nada que ocultar! La interrupción de nuestro paseo no tuvo nada que me pueda dejar un recuerdo penoso. Es evidente que, virtuosa como usted me conoce, que aceptando ir tomada de su brazo por el bosque de Meudon, mirando los juegos del sol entre el entramado de las ramas, juegos de sol, en efecto, hubiese considerado un impertinente profeta a aquél que me hubiese dicho que después del decimosegundo árbol, un poco antes del claro, usted me diese en la boca un beso que no me enojase ferozmente. No, no esperaba recoger hoy, entre los musgos dorados y los rojizos brézales, la flor de un agradable remordimiento. Pero puesto que el daño está hecho, puesto que usted ha triunfado, con el sol ayudando, sobre mis íntimas nieves, y puesto que ha escandalizado, al mismo tiempo que al mío, el pudor de las soledades, no veo ningún inconveniente en reconocer que la falta en la que me dejé caer, bajo el impulso de su deseo, no me quedó otra alternativa que concederme algún placer (¡que lamentablemente revelaron mis traidores suspiros!), y no os quiero más que con moderación, aun cuando usted haya sido, por tres veces, digno de todos los rencores. Y voy más lejos todavía: confieso que usted no es el único culpable; sin duda cometí un error esta mañana de verano, sí, lo cometí al estar mucho más bonita que de costumbre; debía ser muy difícil para unos labios no desear los míos, y reconozco que yo misma, viéndolos en el espejo, los hubiese besado. Sin embargo hay que ser razonable, como se dice. Sospechando que usted sea todavía capaz de nuevos ultrajes (¡lo que no deja de ser bastante dudoso!), ha llegado la hora de no cometer más, y de volver al albergue, donde deben hacer acabado de preparar nuestro almuerzo. ¡Vamos!, señor, no finja enfado, se lo ruego; devuélvame la falda y la blusa que usted me ha quitado con tan perversas intenciones, y que están, creo, colgados en alguna rama. ¿No esperará tal vez que regrese al mundo civilizado vestida de un modo cuya insuficiencia tendría mucho que sorprender a personas menos inclinadas a la austeridad?
Él dijo:
–Como usted quiera, Clymène.
Pues dos cosas son imposibles para este amante poeta: tolerar una mala rima y desobedecer a su amiga.
¡Pero fijaos que extraña aventura! La blusa y la falda, antes suspendidos en el ramaje, no estaban allí, ni siquiera habían dejado la huella de cosas huidas.
–¡Oh! ¿quién las robó? – dijo Clitandre.
Una cara arrugada con una risa sarcástica de bestia humana, un fauno salido de entre las altos helechos, dijo:

–¡El ladrón soy yo!

II

La aparición de un semidiós silvestre no tenía nada de sorprendente para Clymène ni Clitandre; una prolongada costumbre a los bosques típicos parisinos les permitía a ambos saber que basta amarse, para que estén poblados de divinidades como los bosques de Ática; y, cuando dos enamorados se miran, besándose, el río donde las lavanderas de Sèvres lavan la ropa, se convierte de pronto en el Céphise .
–¡Fauno! – dijo el amante – no perderemos tiempo en reprocharte un hurto con el que tu ocio se divierte; pero piensa que hay guardas forestales. Ellos no permiten a las jóvenes mujeres pasearse en camisa por los caminos. Devuélvenos pues la falda y la blusa, ya que la honradez te invita a ello, y además esas prendas no podrían serte de ningún valor.
–¡Eh! – dijo el fauno – ¡ya no las tengo! Una dríade con quien jugaba en la espesura del bosque, mientras vosotros os abrazabais, después del decimosegundo árbol, un poco antes del claro, exigió que, habiéndolos hurtado, se los regalase; únicamente ella es en este momento quién os las podría devolver.
–¡No las devolveré!– dijo la ninfa a su vez.
Era algo muy divertido verla medio vestida con un traje de mundana, con los cinturones mal ajustados y los broches mal cerrados: recordaba, – pese a ser medio diosa y bonita como las amarilis de las églogas, – a una mona que se hubiese vestido apresuradamente en una guardarropía parisina.

III

–¡No! ¡no las devolveré! – repitió – a menos que...
Miraba al amigo de la condesa Clymène.
–¿A menos que?... preguntó Clymène.
–A menos que el joven mortal del que vos estáis prendada consienta en demostrarme, aparte, lejos de todos, en la profundidad amorosa del bosque, su perfecta inutilidad. Pues sucede a las diosas que deseamos amores humanos.
– ¡Condesa!– exclamó Clitandre – ¡es urgente que se vista! ¡Me sacrificaré si es necesario!
Pero Clymène, con los dientes apretados bajo su labio fruncido, no sin admiración, además, por el resuelto amante lleno de recursos, dijo:
– ¡Regresaré sin vestido al mundo de los hombres! – dijo. ¿No pensará usted que le permitiré desnudar a esta hamadría que me parece unan ninfa muy desvergonzada?

IV

Dichas estas palabras, se dirigió al camino en camisa; él la seguía no sin preocupación; y encontraron un guarda forestal que levantó acta verbal, conduciéndolos ante un comisario de policía que los interrogó severamente; los retuvieron en el cuartel todo el día, pues nadie quiso creer, por verosímil que fuese, que la falda y la blusa habían sido robados por un fauno y una dríade en el bosque de Meudon.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes