EL IDEAL QUE PASA

En esta estación, entre el tumulto de los que se apean y suben apresuradamente:
– « ¡Al tren, caballeros, al tren!» – entre los rugidos del vapor que golpean el enorme vitral con sonoras vibraciones, vi, ante un escaparate con nuevas portadas, una pequeña vendedora de libros, que tenía unos ojos muy grandes y muy dulces, también muy melancólicos, ojos de ensueños y lágrimas...
No diría que fuese bonita. No, no era bonita. Tampoco fea. Tenía la ordinaria mediocridad, con unos cabellos castaños descoloridos, de las jóvenes señoritas burguesas que desempeñan un trabajo, el mismo a diario, o que son empleadas en alguna administración. El vestido ceñido y limpio, con una pequeña corbata bajo un pequeño cuello blanco. Pero, comprando un periódico, observé a esta jovencita a causa de sus grandes ojos de ensueño y pesadumbre.
No se preocupaba del periódico que yo compraba, ni del libro que habría debido ofrecerme; maquinalmente recibió la moneda que le di y me dio devolvió el resto. No dirigía la vista hacia lo que hacía, con los ojos y el alma en otra parte. Mis miradas de curiosidad, donde por instinto se mezcló la esperanza con la compasión, siguieron la dirección de su mirada; y me di cuenta que, muy fijamente, muy ardientemente, observaba a un joven muy henchido de su persona, además parecido a todo el mundo, que, con un pie todavía sobre el andén y el otro ya levantado, iba a entrar en el vagón, precisamente en el mismo vagón en el que yo viajaba. Y lo miraba de un modo tan intenso y con infinita ternura, de una ternura de éxtasis, que parecía querer retenerlo con el lazo de su mirada. Yo pensaba de prisa que hubiese sido un gran error creer en alguna anormalidad en los ojos de esta jovencita. Lo más probable es que fuese no la amante, – ¡oh! no, ella tenía, en todo el cuerpo, en su sencillo vestido, una rigidez natural de busto no ofrecido y unos riñones nunca plegados, – lo más probable, es que fuese la novia de ese viajero, sin duda algún funcionario, o algún empleado de correos o de telégrafos, que iba a Paris tal vez para comprar baratijas para su ajuar de bodas; y yo había perdido el sentido, viendo algún anormal amor en los ojos con los que ella le decía adiós. Era muy sencillo; los poetas tienen la imaginación desbocada.
Lo que me turbó en mi nueva hipótesis era que él parecía no reparar en ella, ni incluso una atención condescendiente; y, « ¡Al tren! ¡Caballeros! ¡Al tren!» cuando me instalé en el vagón, él se puso enseguida a leer un libro, – un libro que tal vez ella le había vendido; por poco enamorado que estuviese un novio no hubiese mostrado tal indiferencia.
¿Que era pues? ¿No se conocían? Yo saqué la cabeza fuera de la portezuela; vi que, con los brazos extendidos hacia el vagón pronto lejano, la pequeña vendedora de libros lloraba, lloraba cálidas lágrimas. Luego se puso a ordenar unos libros nuevos en el escaparate.
Entonces creí comprender, creí comprender toda tu alma, pequeña librera de la estación, y tal vez leíste, en uno de esos periódicos que vendes, tu propia historia... ¡como te compadezco y como te envidio!

Siendo chiquilla, entre las horas de la escuela, iba a la estación para ayudar a su madre a vender cuando los trenes se detienen; y, resultaba curioso que los libros que le daban para estudiar raramente los abriese, pero aquellos que le prohibían leer, los sisaba, se los llevaba, los devoraba a escondidas. A los quince años, tenía el alma llena de sueños, a causa de las novelas, por la lectura de las poesías, el espíritu lleno de aventuras debido a los relatos de lejanos viajes. A partir de ese momento, la ciudad de provincias de donde era le pareció completamente oscura: cuando tuvo dieciocho le plantearon la posibilidad de casarse con el hijo de un vendedor de telas, o con un socio del librero de la ciudad, ella no comprendió del todo de lo que se le hablaba; era una pobrecita muchacha que pensaba en muchas cosas que las demás personas de su entorno no pensaban. Había amor en la tierra, no sabía donde, ¡lejos! había alegrías, lágrimas, lo extraordinario, y lo prodigioso, ¡sin embargo real! y de todas las bellezas de los libros, de todas sus ingenuidades también, se había forjado un alma cerrada a las menudas cosas de la vida, únicamente abierta a quimeras.
La gente se ríe de las jóvenes que son así, de esas chiquillas novelescas; se equivocan. No saben que se ríen de ellas y del misterio de su sueño; en apariencia son iguales a todo el mundo, hacen las labores domésticas, van a la iglesia, ponen la mesa, ayudan a los criados por la noche a cerrar las postigos de las ventanas; son divinas.
Y hete aquí que, cuando tuvo veinte años, esperaba impacientemente la hora en la que debía ir a la estación a vender los periódicos y los libros. No para leer en los volúmenes, – podía llevarlos a su casa fácilmente, – sino a causa de los trenes que pasan. La precipitación de tantas existencias extrañas la transportaba en su exaltación hacia lejanas quimeras; sin duda, esos hombres, esas mujeres, que aparecían, que desparecían, tenían como objetivo de su viaje los amores y los heroísmos cuyas lecturas la habían hechizado; esos hombres y mujeres eran los amantes y los héroes de exquisitas o sublimes aventuras, Y los rápidos, – diez minutos de detención tan sólo – constituían el ideal que se dirigían hacia el ideal.
¡Partir con aquellos que pasaban! ¡unirse en su viaje hacia la belleza, hacia el delicioso himeneo! ¡hacia lo desconocido! Por desgracia había que volver al domicilio para poner los cubiertos; el padre se enfadaba si al regresar de la oficina no encontraba la sopera en la mesa. ¡Pero que atraída se sentía hacia aquellos que no podía segur! ¡cómo se iba su imaginación con ellos! Una vez se enamoró de repente y locamente de un joven oficial, mayestático y viril que le compró el Anuario, que se iba hacia batallas, donde, vencedor, ¡se le nombraría general! Subió a su compartimiento como los demás, después la taza de sopa en el buffet, y, cuando ella ya no lo vio, aquél que ella tan rápidamente había adorado y al que siempre adoraría, creyó desfallecer de tristeza. Al día siguiente se enamoró de otro viajero, de otra ilusión, también fugaz. A pesar de tantas decepciones, se hizo una costumbre ser, al paso de cada tren, primero tan feliz y tan desesperada a continuación. Desde que la locomotora se detenía. – «¡Diez minutos de parada!»– su corazón latía extrañamente, pues la delicia de amar eternamente iba a serle ofrecida, y, con rápida elección, escogía entre los viajeros a aquél a quién su alma pertenecería para siempre... Lo acechaba, lo observaba, lo seguía, no se ocupaba ya de los libros nuevos que había que vender... Pero él se iba, ya no estaba allí... Sin embargo habrían sido tan felices, se habrían amado tanto, en las glorias y en las opulencias... Que lejos estaba ya... Y su madre decía: «¡A ver si espabilas!», mientras la pequeña lloraba por no haberse ido con su sueño.

No puede hacer otra cosa, – aún cuando las tareas domésticas la deberían retener en el domicilio y aun cuando la madre bastaría para la venta, – se le hace vital ir allí, cinco o seis veces al día. Cada vez espera, cada vez se entrega por completo a un desconocido que ni siquiera la ha visto, o que, si la ha mirado, no se vuelve a acordar de ella una vez pasado el primer túnel. Su vida – bajo las burguesas apariencias de los deberes sencillamente cumplidos – no está hecha más que de esas esperanzas, siempre vanas; si un tren trae retraso, ella experimenta una intolerable angustia, porque en ese tren, tal vez, deba pasar la consumación de sus sueños. Y, como todos aquellos que ama, uno tras otro, vanamente implorados por una mirada, no reparan en ella y no vuelven jamás, – por otra parte, aunque vuelvan ella ya no los reconocería, – experimenta, en fin, (aunque haya consentido en casarse, la semana próxima, con el hijo del perceptor, robusto muchacho, que le hará en cinco años seis hijos,) una desolación infinita a causa de la felicidad que pasa cinco veces al día, – «¡Diez minutos de parada!»– y que, a pesar de las miradas con las que ella la solicita, siempre se le arrebata!

Y sin embargo no te compadezco, pequeña vendedora de libros, a la hora en la que pasa el Express. No te compadezco a pesar de la desesperada mirada con la que has seguido al joven, no importa quién, frente a mí, leyendo su libro en el vagón, a pesar de los sollozos que has ocultado entre tus manos juntas sobre tus ojos. Casada o no, volverás aquí, exactamente, a la hora del Rápido. Y esperarás y llorarás. No solamente no te compadezco sino que te envidio, porque tu desconoces los mortales dolores que abren las portezuelas en otras estaciones, y porque no sabrás nunca, – vendiendo los periódicos y los libros, y siempre allí, –¡que el tren en el que pasa el Ideal transporta miserias reales en los equipajes que deshará cuando llegue a su destino!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes