IDILIO DE OTOÑO

I

Blusa de tela blanca, bordada de terciopelo rosa, pantalón de batista, – pues ella llevaba unos pantalones que apenas disimulaban la transparencia de la tela y los encajes de seda, por encima de la rodilla, atravesada de un fular azul, – Bérengère, con sus cabellos dorados por el día que se colaba entre los postigos a medio abrir, paró de empolvarse la mejilla con los polvos de arroz y dijo aireando la borla:
–¡Es este sol de otoño con su ardor de verano lo que me anima y me turba tan singularmente! Al igual que en el cielo, algo en mi se ilumina, y pienso que me corren rayos por las venas. Fíjate, mira, querida, – no lo hago a propósito – mis párpados, a los que ningún beso sin embargo amenazan, se estremecen como si estuvieran al alcance de otros labios; mi pecho late, mira, a causa de los sobresaltos de mi corazón, semejando dos cúmulos de nieve bajo los cuales se despertase un pájaro; y otro despertar – que sería algo así como el florecimiento de una pequeña fresa en el musgo en octubre – me atormenta más de lo que podría describir. Realmente el único al que amo ha elegido mal la época para ir de caza a veinte leguas de aquí, al otro extremo del mundo; pues si hay momentos en los que nada importuna tanto como el cariño monótono de las parejas, hay otros en los que se desearía... ¿lo qué? ¡todo, por Dios! por tener una cita en Ville-d’Avray, en Meudon, no importa dónde, bajo las ramas iluminadas por el sol.
–¡A quién se lo vas a decir! – suspiró Thérèse. Yo estoy precisamente del mismo ánimo en el que tú te encuentras y no tengo menos de que quejarme, ya que mi marido ha partido con el tuyo. Hay que reconocer que los hombres, en muchos casos, se muestran torpes y desconsiderados a más no poder. Aquellos a quiénes somos fieles, –¡no son dignos de nuestra virtud! – habrían debido prever que tras las semanas de borrascas y de lluvia sobrevendría una tibia jornada donde la soledad desapacibles habitaciones nos sería completamente insoportable. Por lo que a mí respecta, desde que un rayo de claridad ha entrado esta mañana a través de las persianas y las cortinas y me levantó los párpados, comprendí, todavía adormecida, que tendría extrañas luchas que mantener en la jornada que comienza; y no dejaría de ruborizarme si la almohada de encajes, donde mi cabeza reposa sola, se dedicase a informar a todo el mundo las cosas que le he dicho acurrucada contra ella, radiante y despechada, en las delicias crueles de un sueño que nunca se acaba.
Beréngère tomó la palabra:
– ¡Pero será un gran error creer que yo me someteré sin oposición a la soledad y al aburrimiento! No, no me quedaré aquí como una cautiva, mientras tanta libertad y alegría ríe al otro lado de los cristales. Pondré mi vestido más claro y mi sombrero más florido, ¡quiero ir al bosque!
–¿Al bosque?
–¡Al bosque! Fíjate querida, ¿no es cierto que ha llovido ayer y que lloverá mañana?, ¿no es cierto que el otoño ha llegado? Estoy segura de que hay hojas en todas las ramas, flores en todas las matas, que los nidos bullen de vida, que las fuentes cantan, que los arrullos de las palomas, en el misterio de los árboles, constituyen el dulce ejemplo de los suspiros mezclados; y consideraría una desgracia si no encontrase en un sendero o en algún claro perfumado de tilo y menta, una de esas tiernas aventuras que cantan las poemas. ¡Hay amantes por todas partes donde hay pájaros y rosas! Hombres jóvenes, ciudadanos o campesinos, escapados de las ciudades o que vienen de los pueblos, – ¡hay fornidos y bellos campesinos! – paseándose por las alamedas en la búsqueda de la conquista amorosa que les prometieron las margaritas deshojadas; seré yo la que busca al más guapo y atrevido de ellos. Puesto que el sol, sin que tenga la culpa, ha puesto en mi corazón el deseo de un idilio, está decidido, ¡quiero uno!
–¡Oh, querida, que me dices, y que imprudencia vas a cometer! ¿Has olvidado esa incólume virtud de la que antes te hablaba?
–Mi marido, tú lo has dicho, debería haber previsto que hoy haría una buena mañana.
–Y bien, tienes razón,– exclamó Thérèse,– y la prueba de que esté de acuerdo contigo es que te acompañaré. Dime, ¿a dónde iremos? ¿a Croissy, dónde el río murmura a los pies de los sauces? ¿a Sevres, donde la espesura se llena del ruido de las bailes cercanos? ¿al bosque de Fontainebleau, frecuentado por los pintores? ¿a Bougival, escala de remeros? Lo terrible sería ser reconocidas. Pero con unos vestidos sencillos, vestidas de modistillas y velos prudentemente bajados hasta el momento de levantarlos completamente...
Oyendo esto, Bérengère no pudo disimular un leve malestar.
–¿Estás decidida a venir conmigo? – dijo.
–¡Sin duda!
–Es que...
–¿Qué?
–Es que la esperanza de un idilio de por sí ya tiene algo quimérico, y será más difícil todavía ¡encontrar... dos!
Pero Thérèse parecía mantener tan insistentemente ese proyecto de escapada, que su amiga no se atrevió a disuadirla; y partieron juntas, alegres, felices de estarlo, risueñas y cuchicheando hacia uno de los bosques donde dialogan, desde la primavera hasta el otoño, bajo los árboles nunca suficientemente tupidos, los besos y las disputas de los enamorados parisinos. Se preguntaban: ¿Qué ocurrirá?»

II

¡El verano! ¡El verano ya! Los almanaques no saben lo que dicen, y en el mes de julio no hay tanto sol. La hierba bajo los botines tenía ramitas en flor, de donde se escapaban alegres saltamontes. Lavada por la lluvia, la vegetación se volvía más verde; si se veían aquí y allá algunas hojas brillantes era porque el pleno día del mediodía las doraba. Y sobre los caminos blancos, en las lejanía donde todavía permanecía un ligero vaho, en el lindero del bosque, donde zigzagueaban aún las repentinas golondrinas, bajo las hayas, bajo los robles enlazados de hiedras, se extendía perezosamente, se deslizaba, se desvanecía el buen calor estival que aconseja hacer un alto cerca del frescor de las fuentes, y las siestas por parejas. El más cruel de los corazones femeninos se hubiese enternecido en esta caricia de las cosas, se hubiese fundido en la tibieza del aire; ahora bien, ese día ni Thérèse ni Bérengère eran crueles. ¿Pero qué? ¿Qué quería decir eso? ¿Todas las invitaciones a amar y ni un enamorado? Sonrientes profundidades se abrían en el bosque, y nadie, ni con una palabra o una señal, convidaba a las dos mundanas a perderse allí dentro donde hay sombra y dulzura? ¿De qué servía el misterio del bajo-bosque, la hierba mullida, la brisa que no habría pedido otra cosa mejor que revolotear entre los cabellos despeinados, y por qué los pájaros gorjeaban epitalamios, si no se celebraban bodas? Realmente la soledad parecía habérselo tomado en serio. En algunas ocasiones pasaban aldeanos por el camino. Pero, ¡bah! con una blusa verde, zuecos y la pipa en la boca. Esas personas nada tenían en común con los adolescentes campesinos de las pinturas y las églogas, que esperan su promesa tras la valla del pequeño jardín. Por momentos, desde un cabaret o algún albergue, salían ruidos de carcajadas entre tonadas de canciones; hombres jóvenes que se divertían junto a sus amantes con desenfadado humor; unas parejas se asomaban a las ventanas, una cabeza de jovencita echada hacia atrás con el sombrero casi caído, bajo un rápido beso. ¡Ah! esos parisinos, ¡qué fácil hubiese sido incitarles a la infidelidad hacia sus amiguitas de un día! Si solamente hubiesen visto a Bérengère y a Thérèse... Pero como ustedes bien suponen ellas no se paraban ni un minuto a pensar en semejante idea. ¡Entrar ellas en uno de esos tugurios campestres dónde hay una barra para servir vino en la sala de la planta baja! Nada más poner el pie en el umbral, se hubiesen muerto de vergüenza. No, lo que les faltaba, lo que ellas habían esperado en su relativa candidez, en su ingenua fe en el azar, era el encuentro con dos soñadores, tal vez poetas, casi niños, a los que un presentimiento de ser felices los hubiese conducido hacia ellas, de igual modo que ellas iban hacia ellos sin saber a dónde. ¡Oh! ellos no tendrían necesidad de decir ninguna palabra; unas manos les habrían tomado las suyas, unos labios les habrían sonreído muy cerca de la boca; y durante unas horas, bajo algún ensanchamiento de lianas o entre los brezos altos como espigas de trigo, hubiese tenido lugar un doble himeneo imprevisto, apasionado, encantador, donde los brazos por fin se habrían desprendido una vez llegada la noche sin que hubiese sido pronunciado un nombre, sin que se hubiese preguntado un nombre; luego ellas huirían, no volverían a ver nunca a sus cómplices de idilio, les habrían dejado el inmortal recuerdo de una inefable delicia. Lamentablemente ese sueño no era de los que se realizan. Tras haber caminado durante mucho tiempo sobre la hierba o las piedras, rasgando sus faldas con los espinos, y un poco despeinadas por el viento que se burlaba de ellas, Bérengère y Thérèse se sentaron, muy cansadas, sobre la hierba, en el bosque, detrás de unos grandes árboles. Estaban allí, solas, y se miraban muy apenadas. ¿Así que eran imposibles los besos en el campo? ¿Cómo no habían aprovechado lo que la calurosa estación les había puesto en los ojos, en el corazón, por todas partes; esa intensa ternura, en ese momento lánguida, y más turbadora todavía a causa del día que finalizaba? Se miraban aún, desconcertadas a más no poder. Y para redoblar todavía la decepción de su desengaño, la naturaleza en torno a ellas, en la apatía del crepúsculo ya, se hacía más amorosa. Ni un soplido que no fuese una caricia, ni un ruido que no fuese como el eco de un beso. Se hubiese dicho, a causa de los infinitos cuchicheos de las hojas, de los pájaros, de los lejanos arroyos, que todo el bosque, en todo su misterio, en todo su silencio, en toda su soledad, estaba lleno de vagos himeneos. ¡Perfumes! ¡voces dulces que se apagan! Sobre una rama de roble se posaron dos tórtolas, y, rozándose las alas, se arrullaron un buen rato.

III

Si les dijese que Bérengère y Thérèse estaban muy deprimidas regresando a París, ustedes no dudarían en creerlo. Verse inclinadas tan peligrosamente hacia la caída, y haber sido salvaguardadas de ello por la malicia del azar, es difícil de aguantar pacientemente. Imagino que un armiño estaría especialmente furioso, si, resuelto a mancharse, no hubiese podido encontrar el menor charco de lodo. Nada hubiese sido pues más natural que un poco de descontento en Bérèngere y en Thérèse. Pero – cosa singular – ¡no estaban descontentas del todo! En el vagón, en el coche, no dejaron de cotorrear, alertas, locas, divirtiéndose por completo; e incluso, al regresar a la habitación en donde habían preparado su complot de escapada por la mañana, Thérèse tuvo un tan franco y alegre acceso de risa que Bérengère, un poco menos frívola, con aspecto de estar un poco cansada, no pudo dejar de sorprenderse.
–¿Qué te ocurre, querida?
– Es que pienso en una cosa... – respondió Thérèse.
– ... ¿qué te divierte hasta tal punto?
–¡Piensa un poco, mujer! es cierto que mis ganas de seguirte por el bosque tenía algo de absurdo puesto que en lugar de un idilio hubiesen sido necesarios dos; pero, en fin, si yo no hubiese ido contigo...
–¿Qué?
– Pues bien – acabó Thérèse con una risilla más hermosa – ¡no habría habido idilio del todo!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes