IDILIO DE OTOÑO I Blusa de tela
blanca, bordada de terciopelo rosa, pantalón de batista, – pues ella llevaba
unos pantalones que apenas disimulaban la transparencia de la tela y los encajes
de seda, por encima de la rodilla, atravesada de un fular azul, – Bérengère, con
sus cabellos dorados por el día que se colaba entre los postigos a medio abrir,
paró de empolvarse la mejilla con los polvos de arroz y dijo aireando la borla: II ¡El verano! ¡El verano ya! Los almanaques no saben lo que dicen, y en el mes de julio no hay tanto sol. La hierba bajo los botines tenía ramitas en flor, de donde se escapaban alegres saltamontes. Lavada por la lluvia, la vegetación se volvía más verde; si se veían aquí y allá algunas hojas brillantes era porque el pleno día del mediodía las doraba. Y sobre los caminos blancos, en las lejanía donde todavía permanecía un ligero vaho, en el lindero del bosque, donde zigzagueaban aún las repentinas golondrinas, bajo las hayas, bajo los robles enlazados de hiedras, se extendía perezosamente, se deslizaba, se desvanecía el buen calor estival que aconseja hacer un alto cerca del frescor de las fuentes, y las siestas por parejas. El más cruel de los corazones femeninos se hubiese enternecido en esta caricia de las cosas, se hubiese fundido en la tibieza del aire; ahora bien, ese día ni Thérèse ni Bérengère eran crueles. ¿Pero qué? ¿Qué quería decir eso? ¿Todas las invitaciones a amar y ni un enamorado? Sonrientes profundidades se abrían en el bosque, y nadie, ni con una palabra o una señal, convidaba a las dos mundanas a perderse allí dentro donde hay sombra y dulzura? ¿De qué servía el misterio del bajo-bosque, la hierba mullida, la brisa que no habría pedido otra cosa mejor que revolotear entre los cabellos despeinados, y por qué los pájaros gorjeaban epitalamios, si no se celebraban bodas? Realmente la soledad parecía habérselo tomado en serio. En algunas ocasiones pasaban aldeanos por el camino. Pero, ¡bah! con una blusa verde, zuecos y la pipa en la boca. Esas personas nada tenían en común con los adolescentes campesinos de las pinturas y las églogas, que esperan su promesa tras la valla del pequeño jardín. Por momentos, desde un cabaret o algún albergue, salían ruidos de carcajadas entre tonadas de canciones; hombres jóvenes que se divertían junto a sus amantes con desenfadado humor; unas parejas se asomaban a las ventanas, una cabeza de jovencita echada hacia atrás con el sombrero casi caído, bajo un rápido beso. ¡Ah! esos parisinos, ¡qué fácil hubiese sido incitarles a la infidelidad hacia sus amiguitas de un día! Si solamente hubiesen visto a Bérengère y a Thérèse... Pero como ustedes bien suponen ellas no se paraban ni un minuto a pensar en semejante idea. ¡Entrar ellas en uno de esos tugurios campestres dónde hay una barra para servir vino en la sala de la planta baja! Nada más poner el pie en el umbral, se hubiesen muerto de vergüenza. No, lo que les faltaba, lo que ellas habían esperado en su relativa candidez, en su ingenua fe en el azar, era el encuentro con dos soñadores, tal vez poetas, casi niños, a los que un presentimiento de ser felices los hubiese conducido hacia ellas, de igual modo que ellas iban hacia ellos sin saber a dónde. ¡Oh! ellos no tendrían necesidad de decir ninguna palabra; unas manos les habrían tomado las suyas, unos labios les habrían sonreído muy cerca de la boca; y durante unas horas, bajo algún ensanchamiento de lianas o entre los brezos altos como espigas de trigo, hubiese tenido lugar un doble himeneo imprevisto, apasionado, encantador, donde los brazos por fin se habrían desprendido una vez llegada la noche sin que hubiese sido pronunciado un nombre, sin que se hubiese preguntado un nombre; luego ellas huirían, no volverían a ver nunca a sus cómplices de idilio, les habrían dejado el inmortal recuerdo de una inefable delicia. Lamentablemente ese sueño no era de los que se realizan. Tras haber caminado durante mucho tiempo sobre la hierba o las piedras, rasgando sus faldas con los espinos, y un poco despeinadas por el viento que se burlaba de ellas, Bérengère y Thérèse se sentaron, muy cansadas, sobre la hierba, en el bosque, detrás de unos grandes árboles. Estaban allí, solas, y se miraban muy apenadas. ¿Así que eran imposibles los besos en el campo? ¿Cómo no habían aprovechado lo que la calurosa estación les había puesto en los ojos, en el corazón, por todas partes; esa intensa ternura, en ese momento lánguida, y más turbadora todavía a causa del día que finalizaba? Se miraban aún, desconcertadas a más no poder. Y para redoblar todavía la decepción de su desengaño, la naturaleza en torno a ellas, en la apatía del crepúsculo ya, se hacía más amorosa. Ni un soplido que no fuese una caricia, ni un ruido que no fuese como el eco de un beso. Se hubiese dicho, a causa de los infinitos cuchicheos de las hojas, de los pájaros, de los lejanos arroyos, que todo el bosque, en todo su misterio, en todo su silencio, en toda su soledad, estaba lleno de vagos himeneos. ¡Perfumes! ¡voces dulces que se apagan! Sobre una rama de roble se posaron dos tórtolas, y, rozándose las alas, se arrullaron un buen rato. III Si les dijese
que Bérengère y Thérèse estaban muy deprimidas regresando a París, ustedes no
dudarían en creerlo. Verse inclinadas tan peligrosamente hacia la caída, y haber
sido salvaguardadas de ello por la malicia del azar, es difícil de aguantar
pacientemente. Imagino que un armiño estaría especialmente furioso, si, resuelto
a mancharse, no hubiese podido encontrar el menor charco de lodo. Nada hubiese
sido pues más natural que un poco de descontento en Bérèngere y en Thérèse. Pero
– cosa singular – ¡no estaban descontentas del todo! En el vagón, en el coche,
no dejaron de cotorrear, alertas, locas, divirtiéndose por completo; e incluso,
al regresar a la habitación en donde habían preparado su complot de escapada por
la mañana, Thérèse tuvo un tan franco y alegre acceso de risa que Bérengère, un
poco menos frívola, con aspecto de estar un poco cansada, no pudo dejar de
sorprenderse. Traducción de
José M. Ramos |