LA IMAGEN QUE HABLA ¡Por no
disponer de espejo, Amimona, la pequeña dríade, no estaba segura de ser hermosa!
La niña diosa había observado que los faunos se preocupaban de ella y la
acechaban a través de las ramas, que las flores se inclinaban hacia ella con una
tierna languidez, y que, en las hojas de su árbol, los ruiseñores cantaban más
amorosamente que en los demás árboles. Pero podía ocurrir que los faunos
tuviesen mal gusto, que las flores sólo se inclinasen a causa del viento, y que
los ruiseñores no entendiesen nada de la belleza de las ninfas. Una vez,
saliendo del bosque, se detuvo al borde de una roca y se miró reflejada en el
agua del mar que, allí, bajo el cielo azul, brillaba liso y claro como el agua
de un tranquilo lago. ¡La invadió la sorpresa y la decepción! ¿Cómo podía ser
tan fea hasta ese punto? ¿Eran sus cabellos esas crines verdes, húmedas y
grasientas como algas? ¿Era su boca, esa gran boca de largos dientes, y su piel,
esa piel de color de foca, y su oreja, esa oreja peluda de hierbas, semejante a
una enorme concha? Pero el joven dios marino, que le sonreía a través del agua,
asomó fuera de la ola su cabeza reluciente de espuma. Traducción de
José M. Ramos |