EL INCENDIARIO

Ese miserable, salvado de las llamas, me ha contado su historia, mientras se desmoronaban los últimos paños de la pared de su casa incendiada cómo enormes bloques de brasas.
«Sí, fui yo quién provocó el fuego. Escuche.
Apenas tuve use de razón –¿por qué no habré muerto antes de esa hora aciaga? – ya me mostraba singularmente taciturno: hablando poco, fingiendo leer en los rincones, ganando la puerta siempre que alguien entraba, alejándome, evadiéndome más bien, con un deslizamiento furtivo a lo largo de los pasillos; en el Instituto o con mi familia, tanto en la ciudad como en los campos, experimentaba esa necesidad de soledad, de recogimiento, de huida; no conocí las expansiones de las primeras amistades, y cuando, acercándome a mi padre a o a mi madre, tendía la frente al beso nocturno, era con el deseo de recibirlo muy rápido y que se fueran enseguida de allí. En torno a mí, todos parecían creer que yo era un niño tímido, que me pasaría con la edad. No era tímido, al menos del modo en que todo el mundo entiende por timidez; no tenía miedo de los demás, ¡tenía miedo de mi mismo! Si en medio de mis grandes sufrimientos, en vano sacudidos, no hubiese perdido el hábito de enfrentarme a ellos, no dejaría de levantarme en furiosas recriminaciones contra la desconocida voluntad que me había hecho tal como era, es decir un ser espantoso. Pero después de tanto tiempo ya no me afectó, y no volvió a invadirme la ira que, antes, en circunstancias semejantes se hubiese manifestado. Me limitaba a asombrarme con resignación. ¿Era el heredero de alguna maldición de antaño? ¿Circulaba por mis venas –pobre ser inocente, apenas recién nacido, frágil y dulce como los pájaros y las flores – un poco de sangre de un monstruoso ancestro, autor de crímenes imperdonables? Con frecuencia interrogaba a mi padre sobre el pasado de nuestra familia: una larga serie de honrados burgueses, pacíficos, ordenados, hogareños, un poco devotos. ¿Acaso me había maleado desde el primer despertar de la inteligencia, mediante los ejemplos y consejos de algún mal compañero o mediante libros culpables sustraídos y meditados a escondidas? No lo recuerdo, pero no lo creo. Lo que es cierto es que llevaba en mí unos instintos, unas necesidades casi irresistibles de traición, de latrocinio, de sangre en el filo de un cuchillo, de derrota también, tal como la podía concebir mi impura precocidad; y, cuando me miraba en los espejos, me veía muy pálido. Jamás olvidaré con qué execrable identificación me sentí exaltado cuando leí en los libros de Historia Sagrada el relato del hombre delator de Dios; «¡yo también soy Judas!» Me era imposible ver brillar el oro en el brazo o en el cuello de una mujer sin que la crispación de tomar, de arrancar, de llevar, me convulsionase los dedos; no se trataba de codicia ni atracción por el destello del metal, como ocurre a algunas aves ladronas: lo que me incitaba al robo era únicamente el placer de robar; durante muchos días me vi acosado por el pensamiento de hurtar las monedas de las escudillas de los mendigos ciegos. Mi hermana tenía mucho cariño a dos tórtolas familiares, que durante todo el día se arrullaban de gozo sobre un travesaño frotándose las plumas; dos delicados pájaros, bonitos y frágiles; ¡yo los acechaba! ¡los vigilaba con la idea fija de un gato que despliega sus garras! Aún contra mi voluntad, no podía desviar la mirada; y – manipulando un compás que me servía para trazar círculos sobre mi cuaderno de geometría, – de la nuca a los riñones me discurría un escalofrío con la idea de que la vida podría salirles por el pecho en borbotones rojos. En lo que respecta a mi perversidad libertina, – infantil y diabólica, – más vale no insistir más; usted me obligaría a callarme, incrédulo o ahíto de pavor, y este relato no tendría fin. Por lo demás, ¿algunos recuerdos de infames fantasías, elegidas entre mil, podrían darle alguna idea del encarnizado y perpetuo anhelo de hacer el mal del que estaba poseído? Por fortuna – o por desgracia, pues la realización de los peores crímenes tal vez es la única felicidad posible de las almas elegidas por el infierno, y ¿quién sabe si yo no habría encontrado una profunda paz en la realización de mis quimeras? – por fortuna, digo, una conciencia infinitamente sensible, muy firme también, que no se prestaba a lo acomodaticio, me defendía de todas esas tentaciones: era criminal e inocente, muy abyecto y muy puro; afirmo que jamás he cometido una acción realmente reprobable, a mí, que me atormentaban despiadadamente todas las apetencias criminales. ¡Pero a que precio obtenía esa victoria! ¡pues cómo me despreciaba a mí mismo cuando volvían a surgir, durante un instante pisoteados bajo el talón del arcángel, los demonios de los que yo estaba colmado! ¡qué temor a ser derrotado algún día! Yo tenía en la lejanía del futuro, visiones de presidio o de cadalso merecidos. Huía en la soledad de la posibilidad de la caída.
Joven aún, tuve algún respiro. La vida, con la actividad de sus primeras exhuberancias, con los azares de los fáciles amores y la cordialidad de las cortas camaraderías, me interesó y me divirtió. Pude creer que era semejante a los demás, que nada del miserable predestinado de antes persistía en mí, excepto un poco de tristeza y timidez, que era el hermano ya mayor y con buena salud de un niño loco, muerto, enterrado y olvidado.
Una noche, cuando dormía al lado de una hermosa muchacha, me desperté sobresaltado, como sacudido por el hombro. Mi amante, con la cabeza entre sus cabellos despeinados, el pecho fuera de las sábanas, desplegaba en el sueño la sonrisa de unos dientes felices; emanaba de ella un cálido vaho ligero de carne blanca. ¡Jadeó!, debatiéndose bajo el estrangulamiento de mis dos manos, pudo librarse, se refugió, azorada, en un rincón de la habitación, mientras yo huía a través de la casa, y, cuando desfallecí contra una pared, en el corredor, bajo la claridad de un aplique de gas, vi que tenía sangre en las uñas.
De ese modo el mal del que me creía curado me volvía a tomar, más terrible todavía. Ahora no se limitaba a incitarme con terribles tentaciones, sino que triunfaba contra mis resistencias, exigía la acción y me obligaba a llevarla a cabo. Estaba destinado a conocer, no únicamente el remordimiento del crimen concebido, sino el remordimiento del crimen perpetrado. Sería un asesino, un traidor, un ladrón; y el libertino siniestro a quién no bastan los besos permitidos, sería yo. El demonio que me poseía, – ¡sí, realmente creía en tí, Satán!– no me soltaría. No me quedaba alternativa posible. Viviendo entre mis semejantes sería un peligro para ellos y para mí; debía apartarme de los hombres y las mujeres, sin posibilidad de regresar. Se aísla a un perro rabioso si se vacila en matarlo. No me sentía todavía con el valor suficiente de hacerme saltar la tapa de los sesos, o de arrojarme a un río desde un puente; así pues, me exilié de la humanidad.
Un barco que navega hacia las regiones polares y cuyo capitán ha previsto largas invernadas, no es mejor que una casa aprovisionada con todo tipo de alimentos, sin vecinos ni sirvientes, ubicada más allá de las afueras, una casa amplia y desnuda, cuyas puertas y ventanas cerré una noche de otoño para no volver a abrirlas más. A partir de ese momento estaba separado de las alegrías y los dolores humanos; nada relativo a la vida me alcanzaría, ni siquiera los ruidos, pues las paredes eran gruesas y yo había tenido la precaución de reforzar las contraventanas. ¡Tumba de un vivo! sólo le faltaba el epitafio en la puerta cerrada. No le hablaré a usted de las melancolías de largas jornadas, el tedio de las solitarias comidas bajo la lámpara siempre encendida, las caminatas a lentos pasos de una pared a otra de las salas, la lectura cien veces recomenzada que nunca acababa, los despertares con los ojos abiertos de par en par durante la noche en el eterno silencio, y la cabeza volviendo a caer, bostezando, sobre la almohada. Pese a lo lamentable de mi nueva existencia yo me regocijaba a veces en mi desolación. Pues aquí al menos no podía ceder a la atracción del mal; había levantado un muro entre el crimen y yo. Conocí una especie de taciturna felicidad provocada por la ausencia del peligro. Los temibles deseos ya no me espantaban; incluso consentí, sin lucha y sin horror; sí, permitía a mi sueño ser, en las guerras civiles, el cobarde que revela el refugio de los proscritos; le permitía ser el ladrón que entra en los domicilios con una linterna en la mano, detrás de las puertas forzadas, el asesino que limpia en su manga el filo del cuchillo, el odioso violador y corruptor de vírgenes adolescentes. ¿Por qué no? ¿Por qué habría de perpetuar los tormentos de una espantosa lucha? ¿Acaso mi inocencia no estaba garantizada por mi aislamiento? ¿La impotencia en la que me había sumido para cometer el mal no me autorizaba a disfrutar de él imaginándomelo? ¿No tenía la certeza de que mis crímenes jamás serían reales?
Ahora bien, una mañana, o una noche, – hacía ya tiempo que ya no distinguía las horas. –pensaba sentado en mi sofá, con la mirada levantada hacia la desnuda pared. ¡Me incorporé gritando! Allí, sobre el panel blanco, – como si alguna mano invisible lo hubiese ennegrecido con un burdo boceto, – veía, estaba obligado a reconocer que veía un hombre, con mi rostro y mis ropas, recogiendo escudos en el charco de la sangre de una anciana asesinada. ¡Oh, misericordia! ¿Qué significaba aquello? ¿Quién había dibujado el abominable sueño con el que precisamente yo me complacía un instante antes? ¿Que espantoso artista había retratado mi alma? La visión – si es que era eso – desapareció como agua en una esponja. Pero a partir de ese día, –¡oh! fue horroroso,– cada vez que me abandonaba a uno de mis familiares despliegues imaginativos, veía su representación exacta, implacablemente exacta, sobre la pared, sobre alguna puerta o en el techo. ¡Víctimas arrodilladas que me tendían sus manos suplicantes!¡La sangre fluyendo por las venas abiertas de sus gargantas blancas que yo había besado antes de matarlas! ¡Había allí festines donde vírgenes desnudas, servidas en platos de oro, tenían clavado en el corazón un cuchillo cuyo mango oscilaba! Y para colmo de horrores, esas imágenes no desaparecían nunca. ¡Nada podía borrarlas! Yo huía de habitación en habitación; pero en vano; por todas partes se hacían visibles, diversas, innumerables, idénticas a mis pensamientos; si apagaba la lámpara, se convertían en pinturas color de sangre y fuego, victoriosas sobre las tinieblas; ¡y yo vivía en el espantoso museo de mis crímenes! ¿Comprende usted por qué prendí fuego a mi domicilio? ¿Por qué me he arrojado a las llamas, bajo la mirada de la muchedumbre que había acudido en tumulto? ¡Ah! ¡malditos sean aquellos que me han salvado del fuego! Heme aquí de nuevo entre los hombres; se ha soltado a la bestia rabiosa. ¡Malditos, malditos los imprudentes rescatadores que no han dejado consumirse mi ser y desvanecerse sobre la pira los malos pensamientos!»

Traducción de José M. Ramos
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