EL INCENDIARIO HONESTO

 ¡De todos son conocidos los espantosos desastres que provocó el incendio del castillo de Ruremonde, este otoño en una noche de baile, en Touriane! Se rememora, – pues todos los periódicos se hicieron eco del desastre con mil detalles, – el pánico de los hombres y mujeres sorprendidas, envueltos por las llamas hacia el final de la fiesta, y los gritos y los brazos torcidos y las vanas huidas con las faldas prendidas, y finalmente el desplome de los techos y el tejado sobre los cuerpos ya calcinados. ¡Oh, qué irreparable desgracia! ¡cuántas viudas y huérfanos, ¡cuántos llantos derramados por la crueldad del cielo sordo! Pero lo que se ignora es la causa de este abominable accidente; todavía se preguntan por quién y cómo el fuego se encarnizó con la muchedumbre de bailarines en el castillo e Ruremonde. Ahora bien, lo que se desconoce yo lo sé y ¡quiero contarlo para mayor gloria del Amor! En el fondo de un saloncito, bastante lejos de la amplia sala donde se ejecutaban los valses, dos muchachos, el novio y la novia, él veinte años, ella dieciséis, hablaban en voz baja, radiantes esa noche. Se amaban con una ternura infinita; y la esperanza de su próxima dicha constituía de por si tal felicidad, que los más felices los habrían envidado. Ahora bien, hete aquí que la muchacha, – mientras su amigo le decía al oído deliciosas palabras, – se dedicó, por juego, a interrogar a una margarita que, paseándose por el césped antes de comenzar el baile, había recogido y puesto en su blusa. ¡Ah! ¡qué segura estaba de una buena respuesta, – sabiéndose adorada! «¡Apasionadamente!» he aquí lo que la flor respondería. Tranquilo él también, seguro de su amor y lleno de fe en la sinceridad de las margaritas, el joven amante miró los pequeños dedos rosados arrancar una a una los blancos pétalos. ¡Pero de repente se estremeció! De una rápida mirada, acababa de contar las finas blancuras que quedaban por arrancar, confirmando que la respuesta sería: «¡no del todo!» ¡Cómo! ¿era posible tal aventura? ¡Cómo! la exquisita muchacha, por la mentira de una flor, ¿tal vez albergaría alguna duda acerca de la intensidad y ardor del amor que él le profesaba? No lo dudó ni un minuto. Tomó un candelabro, y, mientras la muchacha, espantada, soltaba la margarita que no hubiese tenido tiempo para mentir, ¡las llamas prendieron en las muselinas y las cortinas, alcanzando la sala vecina y propagándose por todo el castillo! Desde entonces, cuando se habla ante ese joven  de tantas víctimas bajo las ruinas y las cenizas, desde luego testimonia una gran tristeza, siendo alma piadosa y buena. Pero no experimenta ningún remordimiento, no, ¡ni ninguna pena! Pues pese a estar muy contrariado porque muchas personas habían perecido, ¿cómo iba a ser posible que dejase penetrar en esa niña, tan tiernamente enamorado como estaba de ella, una duda con la que quizás hubiese afligido su ingenuo corazón?

Traducción de José M. Ramos
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