LA INESPERADA
¿Es usted de la
opinión de Hamlet? ¿Cree que bajo el cielo pasan cosas que toda la filosofía no
podría siquiera soñar? ¿Es cierto para usted que en un albergue en Londres,
Eliphas Levy haya evocado a Apolonio de Tiane, el dulce profeta mago, y que el
ilustre sabio William Crookes haya tomado el té, durante meses, varias veces por
semana, con el espíritu materializado de una joven persona, vestida con una
camisa de lino y cubierta con un turbante de plumas? ¡No se ría! Un espectro,
incluso bajo un turbante, helaría de espanto la medula de sus huesos, y a lo
cómico tal vez se añadiría el horror. En lo que a mi respecta no me reía ayer
noche leyendo en el Heraldo de Nueva York, – número datado el 19 de marzo – la
noticia de un proceso criminal que finalizará sin ninguna duda con la condena a
muerte del acusado. Se trata de una siniestra aventura: en el momento de
traducir la historia, reconstruida según lo dicho por el botones del hotel que
escuchó por el agujero de la cerradura la conversación de los dos cómplices y
según el testimonio unánime de las cuarenta personas absolutamente dignas de fe
que asistieron a la suprema escena del drama, siento un estremecimiento correr
por mi carne como si un trozo de hielo se fundiese en mi espalda. ¿Qué pasaría
si yo hubiese visto a la bella joven muerta con su herida en el corazón
sangrando, y mojándose los dedos, consagrando la frente del culpable con un
bautismo de gotas rojas?
I
El 25 de
febrero pasado, hacia las tres de la tarde, un médium famoso, el profesor
Benjamin Hawenport, – «Hawenport», es decir «puerto de salud», – y miss Ida
Soutchotte, una joven muy pálida y delgada que se prestaba desde hacía varios
años ya a las experiencias del profesor, acababan de cenar en su habitación en
el segundo piso del Hotel Devonshire de Nueva York.
Famoso, Benajmin Hawenport lo era en efecto, pero se aseguraba que debía su
notoriedad a medios poco confesables. Los «espiritistas» serios se negaban a
tener en él la confianza que testimoniaban al Sr. William Crookes o al Sr.
Daniel Douglas Home. «Los más duros asaltos que ha tenido que padecer nuestra
causa, dijo el autor de la Historia del Espiritismo americano, proceden de
médiums rapaces y sin principios que, cuando las manifestaciones no se producen
tan intensamente como las circunstancias lo exigen, han recurrido a la impostura
para hacer negocio.» El profesor Benjamín era uno de esos médiums. Además,
circulaban sobre él bastantes extrañas historias de robos a mano armada en las
carreteras de América del Sur, deudas de juego en los tugurios de San Francisco,
revólveres demasiado rápidamente descargados sobre inofensivas faldas; se
contaba casi en voz alta que la esposa del profesor, traicionada, arruinada,
golpeada, había muerto de pena. A pesar de esos enojosos rumores y gracias a la
destreza de sus supercherías, el Sr. Benjamin Hawenport no dejaba de ejercer una
influencia considerable sobre las almas sencillas, fáciles de convencer. Se
hubiese difícilmente persuadido a un buen número de personas honestas de dos
continentes que no habían visto, oído, incluso tocado, gracias a él, los
espíritus materializados de sus hermanos, de sus madres, o de sus hermanas. Por
otra parte, estaba provisto de un rostro fatal, de tez morena, con grandes ojos
profundos llenos de salvajes destellos, con una gran nariz que se curvaba, la
boca siempre torcida en un rictus demoníaco y por el énfasis casi profético de
su discurso; un Satán charlatán.
Cuando el botones del hotel se hubo retirado (no iba más allá) llevando los
platos del postre:
– A propósito – dijo el médium a la señorita Ida, esta noche hay sesión con la
señora Joanna Hardinge; mucha gente; personajes importantes; dos o tres
millonarios. Tú ocultarás bajo tu falda la tela de gasa con la que se cubren las
apariciones, y la peluca de mujer, la peluca rubia.
–Como gustes, Benjamín, – respondió Ida Soutchotte con voz resignada.
El botones la oyó ir y venir por la habitación. Tras un silencio preguntó:
–¿A quién quieres invocar, Benjamin?
Él profirió una gran carcajada, ruidosa, grosera, brutal; la silla vibraba bajo
los sobresaltos de la risa.
–¡Adivina!
–¿Cómo voy a adivinarlo? – dijo ella.
– Quiero invocar...¡a mi esposa!
Y se produjo un nuevo estallido de risa, más ruidoso, más brutal, con cólera y
amenaza en la alegría.
¡Pero Ida había emitido un grito! Un sordo rozamiento de telas hizo comprender a
aquél que escuchaba tras la puerta que ella se arrastraba de rodillas sobre la
alfombra.
–¡Benjamin! ¡Benjamin! ¡no hagas eso!–dijo sollozando.
–¿Por qué no? Se dice que he hecho a la señora Hawenport desgraciada. Es una
leyenda que me irrita. Será desmentida cuando se haya escuchado al espíritu de
mi esposa hablar con ternura. Pues tú me dirigirás desde ultratumba palabras muy
cariñosas, ¿no es así, señorita Soutchotte?
–¡No! ¡no! ¡tú no harás eso! no puedes pensar en hacerlo. Escúchame, te lo
ruego. Desde hace cuatro años que me has tomado contigo, te he obedecido
siempre; he hecho todo lo que has querido, he aguantado todo lo que me has
impuesto. He engañado, he mentido como tú, he aprendido a simular el sueño de
los sonámbulos, las crisis, los éxtasis; el peso de varios hombres sentados
sobre mis riñones, alfileres en la carne de mis brazos, y no tenía ni un
sobresalto, no emitía ni una queja. Más aún: tras la cortina, imitando voces
lejanas, he hecho creer a madres y a esposas, que sus hijos o sus maridos venían
del otro mundo para hablarles, y, en los salones, entre los muebles, bajo las
lámparas amortiguadas, vestida con un sudario o un velo que tiene aspecto de
bruma, me he atrevido a ser la forma vaga donde ojos ciegos por las lágrimas
reconocían a sus seres queridos. ¡Oh! ¡qué sacrilegios! ¡si supieses cuanto
miedo tenía! Tú te burlas sin temor de los eternos misterios porque no crees en
ellos; yo, yo estoy llena de dudas y terrores. ¡Dios mío! si un día, en el
momento en el que me hago pasar por él, el muerto se levantase ante mí,
asustando, levantando los brazos, maldiciéndome! A esos miedos debo la
enfermedad de corazón que padezco y de la que moriré; es por eso por lo que
languidezco y me arrastro, febril, descarnada, extenuada. ¡Y bien! ¡no importa!
soy todo tuya. Dispón de mi, tú puedes, lo quiero. ¿He protestado alguna vez?
Pero hoy, Benjamín, lo que me pides es demasiado. A causa de mi obediencia, a
causa de mis sufrimientos, ¡ten piedad de mí! No me obligues a representar el
papel de la pobre mujer que era tan bella y tan dulce. ¡Oh! ¿cómo has podido tan
solo tener esa idea? Evítamelo, Benjamín, Benjamín, ¡te lo suplico!
Él ya no reía. Como se produjo una confusión de muebles caídos y el ruido de un
cráneo chocando contra un tabique, es probable que el profesor Hawenport hubiese
propinado violentamente a la señorita Ida un puñetazo o una patada. Pero el
botones no entró, porque los viajeros no habían llamado.
II
Esa noche, un
poco antes de las doce, en el salón de la señora Joanna Hardinge, se encontraban
sentadas cuarenta personas, vueltas hacia la cortina que pronto daría paso a la
aparición del Espíritu; una sóla lámpara de luz muy débil en un rincón de la
estancia, – con esa luminosidad que sirve para hacer ver las tinieblas más que
para aclararlas; y, sobre todas las cosas, vagas, turbadoras, mientras que en el
gran silencio se oían respiraciones ansiosas, las llamas de la chimenea
arrojaban furtivas luces semejantes a espíritus errantes.
Nunca el profesor Benajamin Hawenport había estado tan extraordinario como esa
noche. El mundo de los espíritus le obedecía sin resistencia como a su legítimo
soberano: ¡era el príncipe todopoderoso de las almas! Se habían visto manos sin
brazos coger flores en las jardineras; un acordeón, puesto en movimiento por un
ser invisible, había tocado exquisitas melodías; golpes propinados en todos los
muebles habían respondido oportunamente a las preguntas más imprevistas. Incluso
el profesor, entrado en trance, se había elevado del parqué hasta una altura de
tres pies aproximadamente, – según la medida tomada por la señora Joanna
Hardinge, – y, con las dos manos llenas de brasas rojas, se había paseado
sonriendo durante todo un cuarto de hora, ¡en el aire!
Pero la experiencia más interesante, la más decisiva, prometida desde el
comienzo de la sesión, sería la aparición de la señora Arabella Hawenport.
–Ha llegado la hora,– dijo el médium.
Mientras todos los pechos latían con la impaciencia que el miedo produce,
mientras todos los ojos se abrían desmesuradamente en la espantosa esperanza de
la inmediata visión, Benjamin Hawenport se mantenía de pie cerca de la cortina;
en la penumbra, muy alto, despeinado, con rayos infernales bajo los párpados,
(como poseído por un demonio, o siendo él mismo un demonio), era verdaderamente
terrible, y bello.
–¡Ven, Arabella! – dijo con voz que ordena, con el gesto de un Nazareno ante la
tumba de Lázaro.
Se produjo una espera...
¡Un grito detrás de la cortina! un grito agudo, desgarrador, ¡de un terror
supremo! ¡un grito en el cual huye un alma!
Los asistentes se estremecieron, la señora Joanna a punto estuvo de desmayarse;
el propio médium había parecido sorprendido.
Se situó viendo moverse la cortina que, lentamente levantada, dio paso al
Espíritu.
Era una joven mujer de largos cabellos rubios, muy bella, muy pálida,
semidesnuda en las telas blancas, y cuyo pecho sin velo tenía bajo el seno
izquierdo una herida sangrante donde oscilaba un cuchillo.
Todos se echaron hacia atrás, de pie, empujando sus sillas hacia la pared;
aquellos que tuvieron la idea de mirar al médium vieron que él se estremecía,
horrorosamente pálido, caminando hacia atrás también.
Pero la joven mujer, la señora Arabella, la auténtica, que él reconocío
perfectamente, – ¡había venido puesto que la había llamado! – caminó derecha
hacia Benjamín Hawenport, que, estúpido, lívido, ponía las manos sobre sus ojos
para evitar el terrible espectáculo, y huía de mueble en mueble; ella mojó en su
herida los dedos de su delgada mano, y, sobre la frente del médium arrodillado
en espantoso shock, dejó caer, gota a gota, la sangre, diciendo con voz lenta y
lejana, semejante al eco de un lamento: «¡Tú me has matado!» Entonces, como él
rodaba sobre el parqué con estertores de agonía, se encendieron las lámparas. El
Espíritu había desaparecido. En el cuarto vecino, detrás de la cortina, se
encontró el cadáver de la señorita Ida Sotuchotte, con la cara convulsa. Un
neurisma, diagnosticó un médico que se encontraba allí. Es por lo que el
profesor Benjamín Hawenport comparece sólo ante el jurado de Nueva York,
inculpado de haber asesinado a su esposa, hace cuatro años, en San Francisco.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |