LA INFIEL

Desde luego, en este lúgubre lugar donde estoy encerrado, pocos amantes en mi lugar pensarían todavía en las delicias y amarguras del amor; pues me han depositado en la tumba del cementerio que está en la pendiente de la colina. Pero yo, por difunto que pueda estar y a pesar de la incomodidad de sentirme tumbado en un ataúd, no dejo de soñar en aquella a la que siempre amé; y me digo con una gran tristeza: «No, no creo que jamás ninguna persona se haya mostrado tan proclive a la inconstancia como mi amiga » y, para divertirme en mi oscura soledad, cuento la historia de sus infidelidades a la noche, al silencio, en el olvido de haber vivido, que frecuenta, como un invisible fantasma, nada entre la nada, el sueño sin sueños de las necrópolis.

I

Antaño, cuando éramos pájaros, – recuerdo muy claramente que fuimos pájaros, en los tiempos en los que los pechos de las princesas enamoradas palpitaban bajo la violación de los cisnes, – mi amiga, mediante la más reprobable de las conductas, ya daba evidentes muestras de que no iba a limitar su placer a las caricias, ni sus obligaciones a la felicidad de un sólo amante; pues, aunque fuese paloma, conseguía provocar con descaro mediante rozamientos de plumas, –¿y cómo? con movimientos del cuello y arrullos que no tenían nada de decentes, – a los alados cortejadores que no eran precisamente de su especie, tales como chorlitos dorados, arrendajos engalanados de pedrerías y halcones acorazados; incluso, una vez en la que ya estaba definitivamente cansada de mi blancura de torcaz, un poco tintada de malva, optó por seguir a un cuervo, melancólico señor de la noche. Si en alguna ocasión limitaba su fantasía a los de su propia raza, era, como paloma, por el amor de otra paloma también; se dan igualmente extrañas costumbres en el mundo de los pájaros que no se podrían tolerar. De modo que yo era el más infeliz de los vivos. Y no se conformó con engañarme, la detestable adorada me abandonó; una noche, en el árbol conyugal que había cobijado mis delicias y sus mentiras, me quedé solo; de nuestro amor no quedaba más que la rama donde tantos arrullos éste había provocado.

II

Mas tarde, siendo animales feroces, – recuerdo con mucha claridad yo era un león y ella una leona, en la época en que los magníficos merodeadores del desierto y del monte desconocían aún la vergüenza de los zoológicos – ella no tenía un comportamiento digno de alabanza.¿Acaso pensáis tal vez que cuando yo regresaba de cazar, con las garras ensangrentadas, y alguna gacela entre los dientes, la encontraba sobre la roca donde teníamos nuestras citas, y, de inmediato y tiernamente, ella introducía su cabeza en mi melena y que con su querida enorme lengua lamía la sangre de mi boca y frotaba su dorso para estremecimiento de mi vientre? ¡Qué poco la conocíais! Siempre llegaba tarde, no brincaba sobre la roca más que después de haberla estado esperando durante horas; y yo no ignoraba, – no, no podía ignorar, – que su placer era acostarse sobre la arena, hasta el fin del día, al lado de un león negro; allí, volviendo la cabeza hacia él, ¡admiraba en los ojos de su amante el luminoso ocaso del sol! Una vez, mucho tiempo después de que hubo acontecido el más triste de los crepúsculos, comprendí que no regresaría; y permanecí solo en la roca conyugal, no quedándome de nuestro amor más que la roca donde éste tantos rugidos había provocado.

III

Pero fue sobre todo, por una abominable voluntad de las providencias, cuando nos convertimos en hombre yo, y ella en mujer, cuando reveló impúdicamente su instinto de tener tantos amores como días hay en la semana; incluso a menudo creía notar que su corazón adelantaba desmesuradamente, como un monstruo enloquecido, a los exactos relojes, reduciendo cuatro días a uno. Por desgracia era hermosa y mujer. A decir verdad, si no estuviese muerto, si no estuviese enterrado, si hablase a alguien que no fuese a la noche, al silencio en el olvido de haber vivido, me cuidaría mucho de decir hasta que punto era exquisita, y que su boca se abría como una guindilla color sangre mordida por el sol, y que sus ojos languidecían eternamente de voluptuosidades siempre vueltas a renacer, y que el cálido frescor de su pecho, – puesto que era de llamas y de nieve, ese pecho, no se podría definir de otro modo – era la tumba deliciosa del honor y del deber; pues, diciendo eso a los seres humanos, me expondría a escucharlos responderme: «¡Eh!¡ lo sabemos todo tan bien como tu!» Aquí, en esta negra soledad, puedo vanagloriarme de su belleza más incomparable que la blancura de los lis, el oro de los maíces y el rojo de la crueles rosas. ¡Pero, con su belleza, por desgracia, contrariaba los intereses de mi amor! Algunos parisinos sin duda han conocido fervorosas conquistadoras que, de buen grado, sin que el temor de una condena inmediata las reprimiese, ofrecían a todos los ojos, en una ausencia casi radical de corsé, el desafío de sus riñones desnudos y carnosos; que se atrevían, en las noches de baile, entre las cortinas de las ventanas, a abandonos sobre el pecho de los trajes negros donde unos botones de diamante laceraban la palpitación desbocada de sus pechos; cuya mirada hacia los divanes del salón contiguo tenía el aspecto de ordenar a todos los hombres que fuesen allí a esperarlas; pero, entre todos los parisinos, ni uno conoció a una conquistadora comparable, en lo que concierne al atrevimiento del desnudo y al permanente ofrecimiento de todo el cuerpo, a aquella de la que fui desesperada y celosa victima. Y ella no se reprimía, –¡oh, mi corazón cien veces desgarrado!– a las temeridades, sin efecto inmediato, de las coqueterías mundanas; se prometía, sí, – pero también se entregaba. Sí, se daba a todos lo que la hacían destellar en sus ojos la esperanza de un placer. Se demoraba en los hoteles de los hombres jóvenes; pasaba las mañanas en las habitaciones de los estudiantes, y no pienso que su boca haya respondido «no» a una joven boca donde se rizan los bigotes. Incluso, para que dijese «sí», el bigote no era absolutamente indispensables; del mismo modo que siendo paloma aceptaba el arrullo de las palomas, una vez mujer no rechazaba con gestos de invencible horror las suplicas arrodilladas de esas pequeñas demoníacas que tientan, como un lejano paraíso de oro y de sombra entrevista, el más allá de las ligas; y he aquí que extrañas costumbres, incluso en el mundo de las personas decididas a todo, no se podrían aprobar. ¡De modo que yo era el más desgraciado de los hombres! Y no se conformó con engañarme, la detestable adorada me abandonó; una noche, en la habitación conyugal que había cobijado mis delicias y tus mentiras, ¡oh joven mujer! me quedé solo: no me quedó otra cosa de nuestro amor que el lecho en el que éste había provocado tantas risas y sollozos de embriaguez.

IV

Entonces tomé una gran resolución. Me decidí a matar a esa joven inconstante. Puesto que había traicionado, siendo paloma a la rama; siendo leona a la roca y siendo mujer a la alcoba; lo que tenía que hacer era ponerla fuera de circulación a partir de ahora. La aceché y la sorprendí cuando salía de la casa de su nuevo amante, y, con una mano que no temblaba la estrangulé con una destreza tan perfecta que entregó el alma sin emitir un solo grito. Muy bien pagados, los enterradores y sepultureros complacientes me habían jurado meterme en la tumba del cementerio que está en la pendiente de la colina, al lado de mi amiga, – pues, yo le sobreviví, y eso no lo podía soportar; cuanto tuve una sola bala, hice saltar mi cerebro y, en efecto se me enterró junto a aquella que, muerta, estaría obligada, eso esperaba, a serme fiel. Si hay que decir todo lo que pienso, los amores en la tumba, entre difunto y difunto, no tienen tal vez todo el delicioso arrebato que los amantes conocen en los lechos estando vivos; os aseguro sin embargo que no ha lugar a despreciar, cuando se está muy prendado, el apacible reposo acostado al lado de un frío cuerpo estirado; hay que saber conformarse con los que se tiene. Además, ¡qué gran compensación a la insuficiencia del éxtasis encontraba en la certitud de que jamás mi queridita ya no sonreiría a otro, y que para siempre ella estaría acostada a mi lado! Pero no había contado con su pérfida astucia. Una vez, como yo, frágil esqueleto, tratase de girarme hacia ella, vi que el ataúd contiguo estaba vacío; mi amiga había logrado evadirse de la muerte, y yo permanecería solo; de nuestro amor no me quedaba más que la tumba donde yo había esperado que éste se eternizara.
En cuanto a lo que había pasado, lo adivino. Mi eternamente querida, a pesar de todos sus pecados, logró conciliarse con los ángeles del Señor que circulan por los cementerios en un blanco batir de alas; y ellos la han llevado al cielo, y allí resplandece lejos de mi, más bella que las vírgenes, en la gloria del paraíso.
¿Qué haré yo ahora? Lo sé muy bien. A fuerza de suplicas y arrepentimientos, mereceré abandonar el sepulcro; volveré a ver a mi queridita en el cielo de los elegidos. Y aquella a la que amaba, paloma, leona, mujer, difunta, la amaré santa del cielo azul y rosa. Nos citaremos en las espesuras de las estrellas de la Vía Láctea. Pero no pienso que sea más constante en el paraíso de lo que lo fue en la tierra. Un día, prendada de algún Serafín, no regresará más al lugar de las citas y yo permaneceré solo, siempre; no quedará de nuestro amor más que la nube sideral donde conoceré, eternamente en el cielo, ¡el infierno de no ser amado!

Traducción de José M. Ramos
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