LA INOCENTE APUESTA

ACTO PRIMERO

Como las de más edad todavía no tienen quince años, todas las internas de la academia Laurel son bonitas, – ¿por qué no se llamaría Laurel-Rosa? – incluso las que más tarde serán feas, después de casarse y tener amantes. Además casi todas ellas augustas, ¡aunque tan jóvenes! Pues todas ellas – según la especialidad de esta ilustre Institución – son sobrinas de reyes, hijas de duques, y por lo menos bastardas de casas principescas o hijas de banqueros judíos, teniendo la moderna costumbre de no impedir mezclar en los lis heráldicos de las razas el interés por el oro y las opulencias. Pero su mayor encanto es ser, – tan menudas, tan frágiles, tan ingenuas, – infantiles sin llegar a abrirse por completo a la adolescencia. Y si no se oyese su cháchara infantil, –¡ah! ¡ya lo creo que es infantil! – en el vergel florido de la academia Laurel, es necesario, para hacerse una idea, sorprender sus conversaciones de herrerillos y currucas, de nido a nido, entre los perfumes y las brisas.
HILDEGARDE.- ¡Claro que sí!
GERBERTE.- ¡Claro que sí!
GAÉTANE.- ¡Claro que sí!
ELFRIDE.- ¡Claro que sí!
BÉNÉRICE.- ¡Claro que sí!
DÉBORAH.- ...Bueno ¡Si vosotras decís que sí!
LA RECIÉN LLEGADA.- ¿Cómo puedo creeros? Yo llegaré a esa edad pronto, pues tengo quince años, señoritas, sin tener ninguna idea de ese singular placer al que parecéis dar tanta importancia!
HILDEGARDE.- ¡Desde luego que es agradable!
GERBERTE.- ¡Adorable!
GAÉTANE.- ¡Divertido!
ELFRIDE.- ¡Entrañable!
BÉNÉRICE.- ¡Imprevisto!
DÉBORAH.- ¡Apasionado!
HILDEGARDE.- ¡Encantador!
GELBERTE.- ¡Lágrima!
GAÉTANE.- ¡Flores!
ELFRIDE.- ¡Llanto!
BÉNÉRICE.- ¡Duelo!
DÉBORAH.- ¡Cielo!
LA RECIÉN LLEGADA.- ¿No intentaréis hacerme creer que mis tres ayas, una rusa, la otra noruega y la tercera alemana, y Su alteza la archiduquesa de Turingia, mi prima, me hubiesen dejado hasta hoy ignorante de tal goce si en realidad existiese? Y además, ¿no estará hecho para personas que no son de pura sangre imperial? Incrédula, y descendiente de héroes que llevaron la corona de hierro de Enrique el Pajarero, heme aquí pues dispuesta a apostar que, incluso sometiéndome a los ritos misteriosos de los que habláis constantemente, no conoceré en absoluto esa extraña delicia.
TODAS.- ¡Aceptamos la apuesta!
LA RECIÉN LLEGADA.- ¿Cuál de vosotras me someterá a la prueba?
TODAS.- ¡Yo!
LA RECIÉN LLEGADA.- De acuerdo. Esto me recuerda a las victorias de mi antepasado Conrad contra tantos enemigos conjurados.
HILDEGARDE.- ¡Nosotras no somos tus enemigas! Pero una sola bastará para confundirte, o más bien para convencerte, – te lo aseguro – y, aunque yo sea poco experta, por desgracia, en estas cosas...
GERBERTE.- ¡Claro que sí!
GAÉTANE.- ¡Claro que sí!
ELFRIDE.- ¡Claro que sí!
BÉNÉRICE.- ¡Claro que sí!
DÉBORAH.- ¡Extraordinariamente!
HILDEGARDE.- ... ¡me ofrezco a intentar la aventura!
TODAS.- ¡Sí!
LA RECIÉN LLEGADA.- ¿Cuando tendrá lugar la prueba?
HILDEGARDE.- Esta misma noche. Desde el momento en que regreses a la habitación que te está reservada, noble y bonita prima de la archiduquesa de Turingia, y cuando todas las demás estén acostadas en el dormitorio.
LA RECIÉN LLEGADA.- ¡Bien!
DÉBORAH.- ¿Pero quién de vosotras dará a conocer la victoria de una u otra?
HILDEGARDE.- Yo no hablaré, confiando en la lealtad de mi adversaria.
LA RECIÉN LLEGADA.- ¡Bien!
GERBERTE.- Pero...
GAÉTANA.- ¿Cual será...
ELFRIDE.- El...
BÉNERICE.- Precio...
DÉBORAH.- De la apuesta?
HILDEGARDE.- Si pierdo daré la pajarera rebosante de pájaros de todos los colores que me envío mi tío el maharajá de Langor.
LA RECIÉN LLEGADA.- Si soy persuadida, daré, al día siguiente del primer domingo que vaya a pasar en la embajada de Turingia, ¡una caja de bombones y caramelos!
TODAS.- ¡Una caja de bombones y caramelos! ¡sí! ¡sí! ¡sí!
Pues, sobrinas de rey, hijas de duques, bastardas de príncipes, herederas de financieros, no importa, e incluso mayores ya, – ¡pero todavía tan inocentes!– se chiflan por los caramelos que crujen bajo los dientes y los bombones que son como primaveras azucaradas.

ACTO SEGUNDO

Bajo las lámparas del dormitorio, semejantes a pequeñas lunas familiares, las internas de la academia Laurel están acostadas, tan blancas, entre muselinas y encajes, en sus pálidas camas de bordados. ¡Pero no pueden dormir a causa de la apuesta! Pues es la hora de la prueba. Y todas, – temiendo el paso de alguna severa vigilante, levantan un poco la sábana, ocultándose a medias, con la cabeza dirigida hacia la puerta de la habitación casi imperial, donde hace guardia – la han elegido para esta función a causa de su joven edad garante de cándida franqueza, – la más joven, la más pequeña de las nobles señoritas.
GELBERTE.- ¿Y bien?
GAÉTANE.- ¿Eh?
ELFRIDE.- ¿Qué?
BÉNÉRICE.- ¿Todavía nada?
LA MÁS PEQUEÑA.- Nada.
DÉBORA.- Es asombroso.
GERBERTE.- Tal vez nos hubiésemos equivocado...
GAÉTANE.- Confiando...
ELFRIDE.- Nuestros intereses...
BÉNÉRICE.- A Hildegarde.
DÉBORAH. ¡Desagradecidas!
LA MÁS PEQUEÑA.- ¡Ah!
DÉBORAH.- ¿Que es lo que decía?
LA MÁS PEQUEÑA.- No. Nada. Algo ha crujido. Seguro que fue la madera de la puerta donde me apoyo para oír.

Se oyen risillas y movimientos de meterse la cabeza bajo el ala. Y las camas son tan blancas que se pensaría, a causa de esos nidos de nieve, en unos armiños que fuesen pajarillos. Sin embargo Hildegarde vuelve a abrir la puerta, atraviesa el dormitorio, gana su cama no menos blanca. Está seria, casi solemne, como alguien que acaba de cumplir un augusto deber. No habla. No le preguntan. Sin embargo hay aún pequeñas risillas, no sin esperanza, en los nidos de los armiños-pájaro. Llega finalmente el sueño, el dulce, puro, el honesto sueño pueril bajo las lámparas semejantes a pequeñas lunas inocentes.

ACTO TERCERO

En el vergel florido de la academia Laurel, – o Laurel-Rosa, – las internas, tan bonitas al ser tan jóvenes, tan exquisitas al ser tan puras, van y vienen en grupos que parecen rosales dirigiéndose hacia donde hubiese rosas de todos los colores. Durante tres días, fieles a su promesa, no han interrogado a Hildegarde, y la recién llegada no ha dicho nada. En las clases, en los oficios religiosos, ella parecía soñadora, melancólica, sin tristeza sin embargo, apartando siempre la vista de los ojos que la interrogaban: «¿Y bien?» Ayer, domingo, ella saló con sus tres ayas, que la han llevado a la embajada de Turingia, y ha regresado sin decir nada. Tan grande debe ser la discreción de las personas que han apostado que no se sabría llevarla más lejos. ¿Qué significa ese silencio, con esos ojos fijos, asombrados? ¿Por qué la recién llegada no habla? Debe explicarse. Pues las prendas de la apuesta no son mediocres. Luego está el aspecto del honor. Decidirse a romper la reserva en la que se mantienen, extrañamente, la vencedora y la vencida. En cuanto a Hildegarde, sobre quien pesa tan gran responsabilidad, se mantendrá al margen, según su deber, dispuesta a no discutir la sentencia.
GERBERTE.- ¡Veamos!
GAÉTANE.- ¿Y bien?
ELFRIDE.- ¡Ya es hora!
BÉNÉRICE.- ¿Has quedado convencida?
DÉBORAH.- ¿O no?
GERBERTE.- ¿Existe ese placer, agradable, adorable?
GAÉTANE.- ¿Divertido?
ELFRIDE.- ¿Entrañable?
BÉNÉRICE.- ¿Imprevisto?
DÉBORAH.- ¿Apasionado?
GERBERTE.- ¿Encantador y melancólico?
GAÉTANE.- ¿Flores?
ELFRIDE.- ¿Llanto?
BÉNÉRICE.- ¡Duelo!
DÉBORAH.- ¿Cielo?

La recién llegada no respondió, enrojeciendo. Tanto las rosas blancas, – no en los rosales, – sino en las mejillas de las jóvenes muchachas, se tornan rápidamente en rosas rosas. Se alejó haciendo señales de que iba a volver. Regresó en efecto. Tenía el aire altivo, sin embargo embarazoso, de una ilustre vencida que a la hora de confesar su derrota conservara su orgullo. Llevaba, como tributo, un gran paquete. En lugar de una bolsa de bombones, había tres. «¡Gracias!» dijo Hildegarde, que creyó tener el derecho de aproximarse.
¡Piensen ustedes si las principescas internas de la academia Laurel, triunfantes, comieron con placer los caramelos y los bombones!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes