LA INOCENTE APUESTA ACTO PRIMERO Como las de más
edad todavía no tienen quince años, todas las internas de la academia Laurel son
bonitas, – ¿por qué no se llamaría Laurel-Rosa? – incluso las que más tarde
serán feas, después de casarse y tener amantes. Además casi todas ellas
augustas, ¡aunque tan jóvenes! Pues todas ellas – según la especialidad de esta
ilustre Institución – son sobrinas de reyes, hijas de duques, y por lo menos
bastardas de casas principescas o hijas de banqueros judíos, teniendo la moderna
costumbre de no impedir mezclar en los lis heráldicos de las razas el interés
por el oro y las opulencias. Pero su mayor encanto es ser, – tan menudas, tan
frágiles, tan ingenuas, – infantiles sin llegar a abrirse por completo a la
adolescencia. Y si no se oyese su cháchara infantil, –¡ah! ¡ya lo creo que es
infantil! – en el vergel florido de la academia Laurel, es necesario, para
hacerse una idea, sorprender sus conversaciones de herrerillos y currucas, de
nido a nido, entre los perfumes y las brisas. ACTO SEGUNDO Bajo las
lámparas del dormitorio, semejantes a pequeñas lunas familiares, las internas de
la academia Laurel están acostadas, tan blancas, entre muselinas y encajes, en
sus pálidas camas de bordados. ¡Pero no pueden dormir a causa de la apuesta!
Pues es la hora de la prueba. Y todas, – temiendo el paso de alguna severa
vigilante, levantan un poco la sábana, ocultándose a medias, con la cabeza
dirigida hacia la puerta de la habitación casi imperial, donde hace guardia – la
han elegido para esta función a causa de su joven edad garante de cándida
franqueza, – la más joven, la más pequeña de las nobles señoritas. Se oyen risillas y movimientos de meterse la cabeza bajo el ala. Y las camas son tan blancas que se pensaría, a causa de esos nidos de nieve, en unos armiños que fuesen pajarillos. Sin embargo Hildegarde vuelve a abrir la puerta, atraviesa el dormitorio, gana su cama no menos blanca. Está seria, casi solemne, como alguien que acaba de cumplir un augusto deber. No habla. No le preguntan. Sin embargo hay aún pequeñas risillas, no sin esperanza, en los nidos de los armiños-pájaro. Llega finalmente el sueño, el dulce, puro, el honesto sueño pueril bajo las lámparas semejantes a pequeñas lunas inocentes. ACTO TERCERO En el vergel
florido de la academia Laurel, – o Laurel-Rosa, – las internas, tan bonitas al
ser tan jóvenes, tan exquisitas al ser tan puras, van y vienen en grupos que
parecen rosales dirigiéndose hacia donde hubiese rosas de todos los colores.
Durante tres días, fieles a su promesa, no han interrogado a Hildegarde, y la
recién llegada no ha dicho nada. En las clases, en los oficios religiosos, ella
parecía soñadora, melancólica, sin tristeza sin embargo, apartando siempre la
vista de los ojos que la interrogaban: «¿Y bien?» Ayer, domingo, ella saló con
sus tres ayas, que la han llevado a la embajada de Turingia, y ha regresado sin
decir nada. Tan grande debe ser la discreción de las personas que han apostado
que no se sabría llevarla más lejos. ¿Qué significa ese silencio, con esos ojos
fijos, asombrados? ¿Por qué la recién llegada no habla? Debe explicarse. Pues
las prendas de la apuesta no son mediocres. Luego está el aspecto del honor.
Decidirse a romper la reserva en la que se mantienen, extrañamente, la vencedora
y la vencida. En cuanto a Hildegarde, sobre quien pesa tan gran responsabilidad,
se mantendrá al margen, según su deber, dispuesta a no discutir la sentencia. La recién
llegada no respondió, enrojeciendo. Tanto las rosas blancas, – no en los
rosales, – sino en las mejillas de las jóvenes muchachas, se tornan rápidamente
en rosas rosas. Se alejó haciendo señales de que iba a volver. Regresó en
efecto. Tenía el aire altivo, sin embargo embarazoso, de una ilustre vencida que
a la hora de confesar su derrota conservara su orgullo. Llevaba, como tributo,
un gran paquete. En lugar de una bolsa de bombones, había tres. «¡Gracias!» dijo
Hildegarde, que creyó tener el derecho de aproximarse. Traducción de
José M. Ramos |