LA
IRREPROCHABLE
Una cabeza se
dejaba ver apenas bajo una maraña de cabellos.
–¿Y Ludovic? – preguntó ella.
–¡Ah! ¡pobre muchacho! – dijo Teresa en una risa entrecortada que detalló las
sílabas.
Luego tuvo un tal acceso de alegría que fue como un vuelo de veinte pájaros que
baten sus alas con pequeños trinos alegres entre las telas de las cortinas; y en
la estrecha habitación, bonita, llena de vaporosos perfumes, todo daba la
impresión también de una risa: la clara tela de los muebles, estampada de oro y
de perlas, las figuritas de la chimenea, las faldas caídas por el suelo, los
corsés mostrando sus forros de seda, las batistas que conservan unas arrugas,
las medias de seda negra y las medias de seda rosa, perifollos rápidamente
arrojados, apartados con el pie, dispersos por los brazos de los sofás, tirados
sobre la alfombra, en un desorden confuso de vestidos esparcidos.
Pero mientras
Teresa se alegraba de ese modo en un domicilio furtivo, Ludovic, deambulando por
las calles, distaba mucho de estar de tan buen humor. Cuando salió de su casa,
la portera le había entregado una carta, y ahora se detenía cada minuto para
leer una y otra vez la espantosa nota sin firma. Desde luego no hay nada más
despreciable que una denuncia anónima, venganza imbécil de alguna antigua amante
o de una criada despedida. ¿Es que un hombre con sentido común debe alarmarse
por eso? Además, ¿Ludovic no estaba seguro de la virtud de Teresa? Desde hacía
dos años ella le daba continuas pruebas de cariño y fidelidad, con las que se
hubiese contentado el más sospechoso de los celosos. No le gustaba mucho dejarse
ver en sociedad, casi siempre se veían en casa, haciéndose de rogar para ir al
teatro o al baile, ni incluso presumida, ella se reservaba para él, toda, y las
noches de invierno, cuando él le proponía salir, ella decía con una sonrisa
prometedora de muchos besos: «¿No estaríamos mejor aquí, los dos solos, cerca
del fuego? Quedemos, me pondré el camisón amarillo, ese tan transparente que
tanto te gusta – ya sabes, al que le faltan unos botones,– haré el té, me
tumbaré en el gran sillón, y tú, de rodillas, me dirás cosas, muy cerca del
oído.» En una ocasión, habiendo visto en no sé qué museo una vieja rueca, ella
había manifestado que sería muy feliz poseyendo una igual; ¿cómo es posible
sospechar de la decencia de una mujer que quiere hilar? Y sin embargo Ludovic se
sentía turbado más de lo que se podría expresar. Es cierto que la difamadora
carta era terriblemente precisa. El día, la hora, la casa, el piso donde él
podría sorprender a los culpables, convencerse de la traición, decía todo,
excepto el nombre del amante; y una llave, escribía el corresponsal anónimo, la
del apartamento indicado, había sido deslizada bajo el sobre; es cierto también
que esa mañana precisamente Teresa se había vestido apresuradamente, había
dejado el domicilio sin decir a donde iba. Singular coincidencia. ¡Y bien! no
importa, a pesar de las indicaciones formales, a pesar de la llave que ofrecía
un medio tan fácil de aclarar las cosas, a pesar de la inexplicable salida
matinal, él no se dejaría tentar por los celos: no quería sospechar de Teresa,
¡no sospecharía de ella! ¡Ella, traidora, vamos, no era posible! Todo el mundo
con un poco de imaginación, puede inventar detalles que tienen visos de
verosimilitud; ¿la llave? bueno, la gran prueba, una llave, se encuentran tantas
llaves como uno desee; y si Teresa había salido sería para ir a casa de su
madre, o a los baños, o a misa, pues era muy devota, ¡dulce almita ingenua! Así
pues estaba todo decidido: no tendría en consideración la carta, regresaría
tranquilamente sin pasar por la calle indicada, –¿por qué habría de pasar por
esa calle? – él esperaría a su amante en la casa de ambos, en su querido nido,
donde ella no tardaría en aparecer, donde se reirían juntos de la despreciable
broma que les habían querido gastar. Y la resolución de Ludovic estaba tomada y
era tan firmemente resuelta, que, llegada la hora, subió de cuatro en cuatro,
jadeante, con aspecto enloquecido, la escalera de una casa desconocida,
introducía la llave en una cerradura, atravesaba el zaguán, el salón, la salita,
se enfrentó ante una puerta cerrada, la puerta de una habitación de donde
procedían unos cuchicheos y unas risas. ¡Oh, rayos! ¡reconoció una de las voces!
No había duda, la carta no había mentido, ¡era traicionado y engañado, por
Teresa!
–¡Abrid, miserables!– gritó.
Las risas cesaron.
–¡Abrid! ¡soy yo! ¡abrid, os digo, infames!
Oía ruidos deslizantes como de vestidos recogidos con prisa.
–¡No esperéis escapar a mi venganza! si no abrís...
Ahora otro ruido, el de muebles que de desplazan de sitio.
–¡Si no abrís tiraré abajo la puerta!
Nada más. Silencio. Como si la habitación estuviese vacía.
Entonces se arrojó contra la puerta, la atacó con la cabeza, los hombros, los
codos. Era sólida, resistía. En esos esfuerzos transcurrió un cierto tiempo. Por
fin se oyó un crujido. Las planchas iban a romper. Un último empujón y vería a
su rival, ¡lo golpearía, lo estrangularía! Dio un paso hacia atrás, hizo acopio
de todas sus fuerzas y se lanzó... ¡La puerta se abrió sola! Ludovic vio a
Teresa y a su amiga Valentina vestidas de paseo, ambas con el sombrero en la
cabeza, como dispuestas a salir, no asustadas del todo, que se reían en su
nariz. «Debe reconocer, caballero, que, por su impertinencia celosa, ha merecido
que nos burlemos de usted no abriendo antes esta puerta.» Y, en la angosta
habitación, bonita, llena de vaporoso perfumes, pero todo completamente en
orden, no había ni faldas esparcidas, ni corsés mostrando sus forros de seda, ni
batistas dispersas, ni medias de seda rosa ni negras.
Ludovic experimentó un gran remordimiento al mismo tiempo que una gran alegría.
Sí, desde luego, había merecido que se burlasen de él, y mercería algo peor
todavía. ¡Cómo había podido dudar de la virtud de Teresa! había creído que ella
se reía en los brazos de un amante, mientras que simplemente la pobre inocente
hacia una visita a su amiga Valentina, una amiga de la infancia con la que se
veía a veces, que habría ido a buscarla para dar algún paseo sin duda, o para ir
de compras. ¡Ah! ¡si hubiese pillado al autor de la carta anónima, a aquél o
aquella que le había enviado la llave! Pero la infamia de otra persona no
justificaba su propia falta; se le había mentido y no habría debido dar crédito
a la mentira. Tenía ganas de insultarse, de golpearse. Si no hubiese sido por la
presencia de Valentina se habría arrojado a los pies de su amante, ¡de su
irreprochable amante! y le habría pedido perdón con lágrimas en los ojos. ¡Oh!
¡cómo le suplicaría clemencia cuando estuviesen solos! Esperando la ocasión,
balbuceaba humildes palabras; y, por fin, no sabiendo que compostura tomar, se
marchó de allí cabizbajo y avergonzado. Tenía un proyecto. Se metió en un coche
y se hizo conducir a la calle de la Paz, entró en una joyería, compró un collar
y unos brazaletes de perlas, volvió a subir al coche, se apeó ante una tienda de
novedades, eligió las más raras telas; y así estuvo, sin perder un segundo, ¡de
tienda en tienda! Cuando regresó a su casa, cuando se atrevió a mostrarse en la
habitación donde Teresa se había adelantado, – pues la pobre calumniada ya
estaba allí, sentada en un rincón,– él le ofreció en silencio, con la frente
baja, no atreviéndose a mirarla a la cara, los peluches, los terciopelos
desplegados y los joyeros abiertos. Pero ella tuvo la precaución de no tomar
nada. No era con presentes, por muy ricos que fuesen, como él podía apaciguar un
alma decente ofendida.
–Ludovic – dijo ella con un suspiro que a él le afectó hasta las lágrimas – eres
sorprendentemente culpable. Ante Valentina, he tratado de no dejar traslucir mi
pena y he fingido tomar el asunto a broma. Pero en mi corazón hay una herida que
no se cerrará en mucho tiempo.
Y en efecto, Teresa tenía el aspecto de una persona que ha recibido una ofensa
inmerecida; la actitud de la inocencia que se acusa injustamente, esa actitud de
orgulloso reproche, inconfundible, era completamente la suya. Pero el haber sido
calumniada y el estar triste no le impedía ser dulce. Cuando Ludovic, caído de
rodillas, con las manos extendidas como las de un suplicante, le hubo asegurado
su eterno arrepentimiento, ella no pudo evitar mostrar que estaba conmovida; sus
miradas fueron menos severas; y, percibiendo de reojo los collares, los
brazaletes, y las telas se dignó a sonreír por misericordia. Entonces él,
sintiéndose perdonado, sintió su corazón colmado de gratitud y admiración. Ella
no solamente era la más casta de las amadas; tenía, con la pureza perfecta, la
perfecta bondad. ¡Ah! ¡todas las virtudes! Como si tocase a una santa, tomó en
sus manos los queridos pequeños pies, tan finos en los botines, que sobrepasaban
el borde del vestido, – ella, demasiado buena, lo dejaba hacer, – y los besó,
los besó más, con un humilde fervor... Pero de pronto:
–¡Señora! – dijo sobresaltado.
–¡Eh! ¿Qué ocurre?
–¡Sus medias, señora!
Hay que confesar que en lugar de Ludovic muchas personas no habrían estado menos
afectadas que él, pues si una de las medias de Teresa era de seda negra, la otra
– ¡señora!, cuando se tiene prisa – ¡la otra era de seda rosa!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |