LAS ISLAS DE AMOR

VII

 LA ISLA DE LOS CISNES

       Este domingo, desde primeras horas de la mañana, hombres, mujeres, niños, fealdades, vulgaridades, no importa que, la muchedumbre, han circulado alrededor del estanque, en el jardín de Luxemburgo, arrojando migas de pan duro al agua, divirtiéndose con las alegres flotas de patos y patas. A través del tenue gris de la bruma, el cielo está azul como los ojos de una jovencita detrás del velo; un poco de verde colorea las ramas; algo que parece rosa, será una rosa, quiere romper la clausura de los brotes, vacila, no sale, con la timidez de una evasión que tiene miedo de ser sorprendida; hay en el aire promesas de floración, de perfumes, de amor. Las personas, alrededor del estanque, se regocijan del hermoso día, en un desahogo bestial; lo que les encanta, lo que los hace encontrarse tan bien, lo sienten sin admirarlo; es algo similar al modo en que los ciegos aman el sol que los calienta. Las migas de pan, – entre risas y palabras estúpidas que desalientan el resurgir de la primavera, si no fuese porque ella piensa en los enamorados que la esperan en los senderos del bosque – continúan cayendo en el agua clara donde se reflejan las ramas distorsionados de los árboles y la espalda blanca de una estatua; y los patos se pelean, picotazo a picotazo, tumultuosamente, en un guirigay de alas que se baten. Sin embargo, los cisnes, los hermosos cisnes de nieve, el macho y la hembra, atraviesan gloriosamente, dejando tras de sí, en una larga estela, toda esa batalla de plumas. Han consentido, dos o tres veces, en atrapar con sus picos negros los trozos de pan caído, con ese desprecio real de un poeta que aceptase una limosna. Ahora, nadan aparte, con el cuello erguido, en su blancura pomposa. Ganan la isla en torno al árbol, se izan, permanecen inmóviles, pisando la hierba bajo sus amplias palmas, mirando a la multitud de lado, con un solo ojo. ¡Pero no la ven! Y, de repente, sin preocuparse de esas personas que están allí, el macho abre toda su envergadura en un ruido que estremece y se abate sobre la hembra sorprendida, cuyas alas extendidas acarician el césped. Se aman allí, cautivos, como en la libertad de los cielos lejanos. Entonces se redoblan las carcajadas, groseras, estúpidas, salpicadas de algunos viles abucheos; y unas madres se alejan llevando a sus hijos que preguntan. Pero dos jóvenes muchachas, de pie  una cerca de la otra, altas y esbeltas, pálidas como los cisnes, no han reído, no han huido, y, sin hablarse, muy juntas, con las manos unidas, sueñan ante ese acoplamiento de blancuras extasiadas.

 VIII

 SADO SHIMA

 Desde que la noche llega, toda la fachada del djoréa se ilumina con mil linternas, y, de lejos, parecería que se viese el incendio de un bosque de flores. De cerca, el espectáculo es todavía más seductor; pues, detrás de la verja de madera, en la amplia sala que decoran sedas multicolores con un vuelo de pájaros o de glicinas trepadoras o de bambús que aparta un tigre, sobre  las trenzas de paja de arroz, las jovencitas djoro están sentadas, cada una en su marco, con los talones bajo las caderas, y hacen señales a los transeúntes, siempre encendiendo sus pipas en la brasa de los hornillos de bronce. Procuran no llevar varios vestidos, no siendo frioleras, a casusas de su hábito de desvestirse a menudo; un solo kimono basta para cubrirlas, prenda ligera, aquí y allá bordado con hilos rojos, y tan estrecho que se adapta tan bien a sus gráciles cuerpos que se le tomaría por una piel estremecedora, tatuada de adornos; pero, por la ausencia de tela bajo el mentón, aparece la piel auténtica, un poco amarilla, con un comienzo de pequeño pecho maduro. ¡Qué la luminosa Kouannon os preserve de desdeñar las casas de placer de las que se enorgullece Yokohama! Las mujeres son tan bellas allí como las sirvientas de un mandarín; se escuchan a las mejores cantantes; el vino de arroz que ellas sirven embriaga muy amorosamente. Pero el djorea de la isla de Sado no carece de renombre; allí acuden desde todos los puntos del imperio, y es con el recuerdo de las más dulces dichas como los huéspedes se quedan dormidos al son del go y del samecen. Ahora bien, de todas las djoro que florecen en toda estación en la isla, minguan es tan bella como la pequeña Naïvha. Emblanquecida con una harina olorosa, tiene sobre su frente unos cabellos más brillantes que la laca negra; una línea de claridad entre las pestañas muy largas, es todo lo que se ve de sus ojos; su boca estrecha abre unos labios gruesos, y la risa hace brillar los dientes como finas perlas húmedas. Cuando camina, el busto hacia adelante, la pantorrilla plegada, las rodillas juntas, parece en todo momento que va a caer sobre sus menudos pies que retrasan unas pantuflas de madera que restallan en el suelo, el vestido la ciñe por todas partes; y sobre sus riñones inclinados, donde la tela es florida, la cintura imita una enorme mariposa más pesada que la rama. ¡Pero es cuando ella ha vaciado, copa sobre copa, cinco tazas de saké, cuando hay que verla y oírla! Tuerce lentamente, fuera de las largas mangas, sus brazos con un ligero vello de oro moreno, ofreciendo, en un avance de todo el cuerpo, sus senos duros parecidos a piedras redondas, y su vientre que late como un pecho; mientras que, con voz más estridente que los trinos de las pintadas, canta el romance de la hija del daimio, cuyo vestido alumbrado por los tizones del leño prenden fuego a toda una ciudad. Jamás un hombre, por viejo que fuese, ha podido resistirse a tales encantos; más a menudo que ninguna otra, ella sube, caminando la primera, llevando en la mano derecha la candela de mecha de papel, hacia las pequeñas habitaciones del segundo piso, donde, sin bailar ni hablar, ella es mas seductora todavía. Y Naïvha se regocija mucho de gustar de ese modo a los visitantes. Ella pronto habrá reembolsado los trescientos yens que le adelantará el patrón del djoréa;  podrá regesar a Tokio, cerca de aquel que ama, un joven y fuerte samurái, para quien ha sido vendida – pues había deudas en todas las camas de té de la ciudad, – por quien ella se venderá aún, sin pena ni remordimientos, si él quiere darla, la mañana de la partida, un beso sobre los ojos, y jurar que él dará, la noche del regreso, un beso en la boca!

 IX

 BORNEO

 Enorme y feroz, las mandíbulas sonoras en su formidable mueca, el mono, con una sola mano, ha agarrado a un joven ébano y lo arranca, con todas las raíces, entre un derrumbamiento de piedras y tierra. Lo levanta, lo hace girar en el aire, de donde se esparcen la tierra y las hojas, lo levanta más aún; el árbol se abate sobre la cabeza del otro mono, no menos grande, que cae con el cráneo abierto de donde discurre la sangre. Pero, desde que ha tocado el suelo, el herido brinca, se pone en pie y se precipita. Se agarra al tronco del ébano, lo rompe sobre su rodilla, arroja a los lejos los restos y se lanza contra su rival mordiéndole en el cuello, le hunde sus uñas en los riñones a través de los pelos que enrojecen. Entonces se produce el cuerpo a cuerpo espantoso de dos monstruos. Se abrazan, se desgarran, se devoran. De la piel les cuelga unos jirones. Los dientes de uno han hecho en el flanco del otro tal herida, que de ella salen las entrañas. Y aquel que es abatido arrastra consigo al que lo abate. Ruedan, mezclados, sobre las piedras, en las rocas. Su abrazo es tan estrecho, sus brazos son tan largos, que las manos de cada uno se unen detrás de su propia espalda. Y, de sus respiraciones, de sus alientos brotan clamores que estremecen. Sin embargo, el arrancador de árboles ha visto cerca una gran piedra, un trozo de roca que rueda por la pendiente; la toma, y, riendo con sus dientes terribles, golpea, golpea aún el pecho de su enemigo, que aguanta, resiste, se rompe, se abre. Este ya no se mueve. Apenas algunas bruscas tensiones de las piernas, que, pronto se abandonan; y el vencedor, habiéndose levantado, – desgarrado, sangrando, no importa – se lanza a través del follaje hacia la bella mona que se inclina no lejos de allí en la hamaca perfumada de las lianas. Ella lo ve, le sonríe. Ella lame, tomando placer en el gusto de la sangre, las heridas que él recibió por ella; lo abraza y lo atrae con una larga caricia peluda. Alrededor de ellos, en las ramas, los ultimas luces del crepúsculo se difuminan, van a apagarse. Hay sobre todo el bosque, lentamente mecida, esa ternura que cae sobre la noche recién comenzada. El roce de las ramas es más dulce; una fuente, muy cerca, murmura en voz más baja, y el infinito trinar de los pájaros, desde todas partes, divierte con su dulce música el creciente silencio de las sombras. Es la hora misteriosa y buena donde, en los nidos, en los cuevas, en los altos brezales llenos de invisibles merodeadores, el descanso todavía no duerme; y el viento se calla ya. De repente, en esta paz, cruje un pisoteo de ramas. El mono vencido se ha arrastrado hasta allí, pronto rampante, pronto aferrándose a los tallos, dejando caer a cada sacudida trozos de su piel, perdiendo su sangre, su vida. Por fin ha llegado. Levanta su cabeza hacia el árbol nupcial, mira y ve, escucha y entiende. Luego, con un largo suspiro, cae. Está muerto. Los amantes, bajo el abrigo de las hojas, se lanzan más voluptuosamente; y, a veces, la alegría de la mona se manifiesta con una risilla.

 

CATULLE MENDES
Publicado en Gil Blas 24 de abril de 1885.
Traducción de José M. Ramos González
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